¿Ya no quedan políticos como los de entonces?

Una familia sigue por televisión el discurso en el que Adolfo Suárez anunció su dimisión el 29 de enero de 1981.

¿Cuántas veces habremos oído que hoy no hay líderes en España como los que hicieron posible la Transición? Ellos sabían llegar a acuerdos, pensaban en el interés general del país y no se dejaban llevar por consideraciones electorales de corto plazo. Es un lamento recurrente, en el fondo no muy distinto de aquel otro que percibe una degradación creciente e imparable de nuestro sistema educativo (ya saben, nuestros jóvenes tienen una formación deficiente, en lugar de leer se dedican a mirar pantallas, etc.).

Esta sugestión de que la política ha ido a menos es, en cierta medida, consecuencia de varios efectos distorsionadores. En primer lugar, la distorsión biográfica: quedamos marcados por la política de nuestra juventud y el inicio de la etapa adulta, de manera que con el paso del tiempo tendemos a juzgar todo lo que viene después por contraste con lo vivido en los años más impresionables. Es algo parecido al efecto de la impronta que estudió Konrad Lorenz en el reino animal.

En segundo lugar, la distorsión cronológica. Con el paso del tiempo, lo que en su momento parecía algo caótico y confuso va adquiriendo nitidez y claridad. Se pierden el ruido y la furia que siempre acompañan a la política y queda sólo aquello que importa, es decir, las palabras, las medidas y los actos que perduran y guardan un rastro en nuestra memoria. De ahí que la figura de los líderes vaya agrandándose conforme transcurren los años.

En tercer lugar, la distorsión generacional: a veces dejamos de entender a quienes vienen detrás, sus prioridades y preocupaciones son distintas y nos pueden parecer irrelevantes, alejadas de nuestro sentido común, sin que reparemos en que ello se debe en gran medida a que están construyendo algo nuevo sobre lo que hizo la generación anterior. Sólo así se explica esa tontería que se repite cuando fallece alguna figura pública provecta, “se van siempre los mejores”.

Alguien podría argumentar, no obstante, que, incluso teniendo en cuenta todas estas distorsiones y haciendo un autoexamen de las mismas, sigue siendo cierto que la calidad de los líderes políticos ha ido a menos. ¿Acaso no es cierto que los políticos de hoy carecen de la oratoria de sus predecesores y se limitan a leer lo que sus asesores escriben en papeles y tarjetones? Compárese un debate parlamentario de nuestros días con un debate de la época de la Transición. No hay color. ¿Y qué decir de su preparación? Entonces la política era una actividad prestigiada y respetada, atraía a los mejores profesionales; hoy, en cambio, los políticos no tienen una carrera fuera de la política, se han formado en los aparatos de los partidos, son una especie de burócratas del poder y la ambición. En fin, antes los políticos pensaban con amplitud de miras, se preocupaban por su nación y tenían un proyecto de país. Ponían por delante el bien común y la consolidación de la democracia.

Esta forma de pensar se puede percibir en todas las posiciones ideológicas. El nostálgico del PSOE advierte un declive indudable en la secuencia Felipe González/José Luis Rodríguez Zapatero/Pedro Sánchez, de la misma manera que el nostálgico del PP está convencido de que Alberto Nuñez Feijóo no tiene ni la experiencia ni la templanza de Mariano Rajoy, quien, por lo demás, era una sombra comparado con José María Aznar (si tiene el lector edad suficiente, querrá ir más atrás en el tiempo y recordará a Manuel Fraga). Ya puestos, ¿no es evidente que hay una enorme separación entre los discursos romos de Santiago Abascal y aquellos otros exaltados de Blas Piñar? ¿Y qué político de ahora podría reclamar el legado de Adolfo Suárez sin caer en el ridículo?

El caso Adolfo Suárez

El caso de Suárez es el más interesante, y también el más instructivo. Su nombre despierta tanta admiración que soporta el principal aeropuerto de España. Él fue el gran artífice de la Transición. El rey Juan Carlos lo eligió para llevar a término lo que Carlos Arias Navarro no supo o no quiso hacer. Siendo aún ministro secretario general del Movimiento, Suárez citó unos versos de Antonio Machado en las últimas Cortes orgánicas. Sonó fresco y renovador. Supo moverse en los círculos del franquismo y despuntar como reformista primero y demócrata después, consiguió que los procuradores se hicieran el harakiri y aprobaran la octava Ley Fundamental del régimen, la Ley para la reforma política, que daba paso a unas primeras elecciones democráticas, elecciones que ganó él mismo con la Unión de Centro Democrático, un partido creado unas pocas semanas antes de los comicios. Bajo su presidencia se elaboró la Constitución, se aprobaron los Pactos de la Moncloa y se sentaron las bases del sistema autonómico. Ahí es nada.

Sin embargo, si alguien hubiera conocido solamente al Suárez de los ochenta, le habría resultado casi imposible imaginar que aquel político había desempeñado un papel tan crucial en los años de la Transición. A los pocos meses de dejar el Gobierno, se metió a hacer negocio con los marcadores de los estadios de fútbol para el Mundial de 1982. En nuestros días, algo así habría provocado un escándalo gigantesco. Luego, ante la descomposición de UCD, fundó un nuevo partido, el Centro Democrático y Social (CDS), un invento personalista, con una línea política errática, que no consiguió consolidarse y tuvo que abandonar en 1991. Cuando Suárez dejó el CDS, estaba todavía en plenitud de facultades, solo tenía 59 años. ¿Cómo es que aquel tipo con un olfato político y una capacidad de seducción insuperables se veía incapaz de manejarse en un nuevo tiempo, el de un país con una democracia consolidada, en la que los socialistas se habían hecho con una hegemonía que entonces parecía indisputable?

No había cambiado el político, habían cambiado las circunstancias. Las habilidades que en el momento crítico de la Transición resultaron una bendición no sólo para el interesado, sino para el conjunto del país, servían de poco cuando el sistema de partidos entraba en una fase de estabilización.

Con el paso del tiempo, lo que en su momento parecía algo caótico y confuso va adquiriendo nitidez y claridad. Se pierden el ruido y la furia que siempre acompañan a la política y queda sólo aquello que importa, es decir, las palabras, las medidas y los actos que perduran y guardan un rastro en nuestra memoria

El ejemplo de Suárez sirve para entender las limitaciones de aquellas explicaciones de la política que lo fían todo a las cualidades de los líderes y su voluntad política. Que un político brille más o menos depende tanto o más de la coyuntura que le toque vivir que de su propia visión y determinación.

En las condiciones excepcionales de la Transición, cuando el país estaba por hacer y todo se decidía en medio de grandes dosis de incertidumbre, corriendo riesgos enormes, con un recuerdo vivo de lo que había significado no haber podido llegar a un acuerdo de reconocimiento mutuo entre las derechas y las izquierdas en los años treinta, los líderes brillaron con luz propia. No fue uno solo el que brilló, ni brillaron solo unos pocos. En general, la clase política dio muestras de responsabilidad política y altura de miras. No todos fueron iguales, ni todos tuvieron la misma influencia, por descontado, pero en general cumplieron las expectativas. Si sucedió así no fue porque estuvieran hechos de una pasta especial, sino porque la encrucijada histórica lo exigía. El hecho de que las élites políticas, en su conjunto, fueran capaces de acordar unos principios básicos (Constitución, amnistía, pacto de rentas, descentralización), resulta informativo no tanto sobre los políticos, sino sobre el momento político en el que tuvieron que actuar.

Vayamos más allá de la Transición. Un buen número de socialistas de la generación de Felipe González ha mostrado un desdén indisimulado hacia los siguientes líderes del partido. Comparan la gestión de González con la de Zapatero y Sánchez y consideran que el primero fue un titán y los segundos unos principiantes, unos meritorios. Felipe disipó el peligro de golpe militar, llevó a cabo la reconversión industrial, se jugó el tipo con el referéndum de la OTAN (que Sánchez se atreva a someter la Ley de amnistía a un referéndum, le retan), hizo un importante ajuste económico, metió a España en la Comunidad Económica Europea (CEE), puso las bases del Estado del bienestar, etc., etc., etc. A su lado, cualquier otra gestión queda empequeñecida.

Gobernar no es del todo imposible

Descontemos de nuevo todas las distorsiones (la de impronta, la cronológica y la generacional) y recordemos lo distintas que han sido las circunstancias en cada periodo. González ganó las elecciones de 1982 sin un partido de oposición. Disfrutó de una mayoría parlamentaria como no ha vuelto a haber otra en nuestra historia democrática (202 escaños, frente a tan solo 107 de Alianza Popular). El Gobierno no tenía apenas limitaciones: no sólo no había una oposición digna de tal nombre, sino que el Estado era todavía un Estado centralista, la construcción de las autonomías estaba dando sus primeros pasos; España no había ingresado aún en la CEE y por lo tanto había un margen amplio de discrecionalidad en las políticas impulsadas; asimismo, el PSOE tenía entonces un Tribunal Constitucional favorable (en 1992, diez de los doce magistrados eran progresistas, compárese con lo que vino después); controlaba la política monetaria a través del Banco de España, etc.

Y no se olvide que el país estaba a medio hacer, arrastraba importantes déficits de la dictadura, con lo que el programa de reformas era extraordinariamente amplio. No se trata de restar méritos a González, sino de entender que el liderazgo tiene mucho que ver con las oportunidades. En nuestros días, Sánchez gobierna en coalición, en un parlamento fragmentado, con una oposición que deslegitima la mayoría parlamentaria, sufriendo episodios de lawfare, bajo las reglas fiscales estrictas de la Unión Europea, con buena parte de las políticas sociales en manos de las Comunidades Autónomas, un Consejo General del Poder Judicial muy escorado a la derecha tras más de cinco años sin renovarse por el bloqueo que ha impuesto el Partido Popular, y negociando con unos partidos nacionalistas mucho menos cooperativos que en etapas anteriores. En un país polarizado, que no se ha recuperado plenamente de la gran crisis de 2008, con unos niveles de confianza ciudadana en los partidos políticos por los suelos, gobernar no es tarea imposible, pero casi.

El hecho de que las élites políticas, en su conjunto, fueran capaces de acordar unos principios básicos (Constitución, amnistía, pacto de rentas, descentralización), resulta informativo no tanto sobre los políticos, sino sobre el momento político en el que tuvieron que actuar

A la luz de todas estas diferencias, el contraste entre líderes de periodos tan distintos se vuelve un poco arbitrario. Pongan a Sánchez a gobernar en 1982 y a González en 2018 y verán. Por supuesto, se trata de un puro ejercicio contrafáctico, de historia virtual, pero una consideración seria de los contextos en los que cada uno tuvo que actuar revela el sinsentido de intentar explicar los resultados solamente en función de la calidad de los liderazgos.

Contra la decepción del periodismo

Contra la decepción del periodismo

Es tarea vana hacer juicios sumarios sobre la decadencia de la política. La política ha cambiado tremendamente en los últimos cuarenta años y con ella los propios criterios con los que la valoramos. Aunque las reglas institucionales apenas se han modificado, el poder relativo de los gobiernos nacionales ha disminuido en gran medida, sobre todo en Europa, como consecuencia tanto de la globalización como de la integración supranacional. Por otro lado, los niveles de exigencia se han elevado considerablemente. Pensemos en la corrupción: conductas que hoy nos resultan inadmisibles eran sin embargo normales en los albores de nuestra democracia. En un sentido similar, las relaciones promiscuas entre políticos y periodistas que se daban entonces resultarían hoy escandalosas. A su vez, el Estado del bienestar es más potente que nunca y la Administración es incomparablemente más eficiente. Piénsese igualmente en la incorporación de la mujer a la política, veníamos de una política exclusivamente masculina; y en los derechos civiles, cómo han evolucionado. La lista podría extenderse durante varias páginas.

Nada de esto quiere decir que todo haya ido a mejor, o que la política en la actualidad sea irreprochable. Los problemas son demasiado obvios como para que sea preciso enumerarlos aquí. Con todo, quisiera insistir en que, en cuestiones de política, la manera en que juzgamos y valoramos distintos periodos no es atemporal. No podemos juzgar el presente con los ojos del pasado, de la misma forma que no podemos mirar al pasado con la perspectiva de hoy.

*Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política.

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