El placer de la renuncia (o contra los zombis hedónicos)

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Juan Evaristo Valls Boix

Colin Smith pertenece a una familia que desde siempre ha resuelto sus problemas corriendo. Corriendo a todas partes, a máxima velocidad, para evitar detenerse. Si uno se queda quieto, se pierde algo; si uno se para, pronto descubren su falta. Ante la duda o el nervio, correr, mejor correr, competir para llegar antes que nadie a la meta, correr tan rápido que uno pueda ser siempre el primero, siempre ganarlo todo, tan rápido que su forma se vuelva borrosa, hasta no ser más que un espejismo confuso, apenas una mancha que gira y jadea, un avance fugaz hacia ninguna parte. Ese remolino furioso que gana todas las carreras y así evita soportar su dolor y su culpa es el protagonista de La soledad del corredor de fondo, que Tony Richardson estrenó en 1962. ¡Ay, Colin Smith, runner de la existencia, jinete de la tormenta cósmica! ¡Ay, Colin Smith, tan parecido a nuestra estirpe que se diría que eres nuestro abuelo! El llameante rostro del fracaso te ha perseguido. No sabías que era para salvarte.

Hoy en día solemos llamar FOMO (Fear of Missing Out) a aquella disposición afectiva perversa que mantuvo encadenado a sí mismo a Colin por lejos que llegara con sus zancadas. Efectivamente, el FOMO es el miedo a perderse algo o a no llegar a algún lugar, la diligencia ansiosa con la que tratamos de consumir estímulos a todas horas, ese temor nervioso a quedarnos sin disfrutar que nos lleva a correr alocadamente y nos impide pensar con juicio crítico. El FOMO es la incapacidad de hacer cualquier cosa que no reporte una ganancia directa, la dosis mínima de placer o información.

Mark Fisher empleó un nombre sofisticado para este malestar novísimo: hedonia depresiva. Con ello, Fisher señalaba dos cosas: la primera, como las estadísticas confirman cada año, que la depresión es el principal padecimiento de nuestros días. La segunda, que esta forma de depresión es particularmente contradictoria, porque está caracterizada por la adicción al placer y no por su aborrecimiento: cuando estamos deprimidos, pasamos el día entero haciendo scrolling mientras nos tragamos una serie, buscamos matches y pedimos comida a domicilio, todo a la vez y con otras veinte pestañas abiertas. Deprimidos somos el consumidor perfecto, el zombi hedónico que todas las plataformas quieren. El FOMO, como versión última de la depresión, es síntoma y condición de nuestra productividad en la era del capitalismo afectivo.

Siempre hemos sabido que nuestra fuerza de trabajo era limitada, pues nuestra capacidad física, nuestros bíceps y gemelos, tienen un límite y, ante el peligro de romperse, han de reposar. Pero resulta más difícil conocer el límite de nuestro deseo, de la fuerza libidinal con la que nos ilusionamos, nos animamos para acudir al trabajo y seguimos produciendo/consumiendo dentro o fuera de él –tanto da–. Tenemos la rara creencia de que nuestro capital hedónico es interminable, de que podemos seguir deseando, excitándonos y motivándonos ilimitadamente. Y, sin embargo, la depresión generalizada que sufrimos es una prueba de lo contrario: la forma por antonomasia de nuestra miseria afectiva, la

precariedad de un deseo exhausto, agotado de tanto correr para ganarlo todo.

La depresión hedónica

En este sentido, autores como Anne Cvetkovich o Alain Ehrenberg han señalado que la depresión no es tan solo un trastorno mental, un cuadro clínico que pueda atenderse con fármacos y terapia. Antes bien, hemos de comprender la depresión como un fenómeno cultural transversal y sistémico, el resultado de estar expuestos a esa demanda de goce infinito del sistema, que nos insta a ganar y crecer al infinito, que entiende que siempre podemos estar en la cima de nuestro monte hedónico, excitados y eufóricos. En el fondo, la depresión hedónica o el FOMO son, como dice Cvetkovich, un modo de describir el neoliberalismo en términos afectivos: tanto tiempo produjo empresarios de sí mismos inspirados y visionarios, que su demanda ahora solo puede satisfacerse por una horda de depresivos, bruxistas, insomnes, doomers, incels y hombres tristes. Igual de agitados y nerviosas, cafeínicas y arrebatados en redes, pero con un deseo abatido, atiborrado, sin capacidad para otra cosa más que para seguir corriendo, defender su derecho a seguir corriendo.

La depresión es una forma de impotencia. Paolo Virno ha observado recientemente que la impotencia contemporánea consiste, curiosamente, en la posesión de una potencia abundante que, no obstante, se resiste a pasar al acto cuando este pasaje es oportuno. Y, efectivamente, disponemos de más formación, de más información, de más recursos y oportunidades que nunca: nos ahogamos en teorías, en cursos, en libros, en remedios, en estrategias, hábitos y rutinas deportivas de todas las suertes. Y, pese a haber adquirido tanto, las promesas de realizar todas aquellas capacidades y facultades permanecen incumplidas: algo en el sistema, su burocratización, su digitalización, su globalización, su precarización, impide realizar todo lo que podríamos ser. Ese impasse es el FOMO, el modo en que nuestro deseo es gobernado cuando, tras agotarse de tanta excitación, es dócil y casi inerte, como un pez fuera del agua.

El resentimiento es el modo en que la impotencia se reelabora como lógica inmunitaria que endurece una identidad y sus valores conservadores

Laura Quintana ha observado recientemente que podemos explorar dos vías para elaborar afectivamente ese frustrante estado de impotencia que llamamos depresión: privatizar o politizar. Si privatizamos la depresión, como antes privatizábamos el estrés, y entendemos que es asunto individual que requiere respuesta médica, hay poco que hacer. El resentimiento es el modo en que la impotencia se reelabora como lógica inmunitaria que, siguiendo a Quintana, endurece una identidad y sus valores conservadores ante la injerencia de una supuesta amenaza exterior que desestabilizará nuestra ya depauperada situación. De ahí que la depresión, tornada en resentimiento, reafirme la identidad y los valores propios frente a cualquier posible diferencia o cambio, nutriendo así el auge de la ultraderecha y las formas de hipermasculinidad y valores rígidos que campan a ambos lados del Atlántico: efectivamente, la depresión se sostiene en la creencia nostálgica de que no hay nada que hacer, de que es preciso un gran vuelco conservador, volver atrás, para mantener algo de lo poco que nos queda. Y, como bien se sabe, el modus operandi de la impotencia es la violencia.

Ciertamente, si el capitalismo se ha trasladado desde hace ya décadas al terreno movedizo de los afectos, allí se desplazan sus malestares y allí han de plantearse sus resistencias. Así, ¿cómo podríamos politizar la depresión, sacarla del resentimiento y su lógica inmunitaria para redirigirla hacia un horizonte de alternativas? ¿Cómo podríamos liberarla de su privatización y convertirla en una fuerza colectiva? ¿Cómo podríamos pasar de la impotencia a la potencia-de-no, a una forma renovada de resistencia? Habríamos de extraer de ese deseo agotado y deprimido una fuerza débil, una fuerza capaz de resistirse a la seducción indefinida, una fuerza que nos permitiera parar, una rebeldía afectiva que señale lo específico de la explotación libidinal de nuestros días al oponerse al flujo hiperestimulado que atrapa nuestro deseo. ¿Cómo hacer de todo este dolor un gran clamor para cambiarlo todo, más allá de la nostalgia reaccionaria?

En El tercer inconsciente, Franco Berardi trata de ofrecer una historia reciente de nuestra psicoesfera, la dimensión social de nuestra mente o los modos en que se ha venido configurando algo así como un inconsciente colectivo. En la primera mitad del siglo pasado, era la neurosis el modo en que el capitalismo se articulaba afectivamente: el individuo reprimido de Freud, obsesionado con la norma y la normalidad, austero y disciplinado, constituía el modelo de sujeto que, como trabajador anónimo y condenado a la repetición, requería la sociedad industrial. Pero a este inconsciente le sucede otro, toda vez que, tras la II Guerra Mundial, se opera un desplazamiento hacia una economía de servicios: se aceleran los flujos de información, nos instalamos en una condición de sobreestimulación nerviosa donde el capitalismo se nutre de una hipermovilización de la energía del deseo cuando antes aspiraba a guardarla y contenerla. El operario fabril, mero apéndice de la máquina, fue reemplazado por el empresario de sí mismo, genuina marca personal. Y, después, ¿cómo hemos pasado de la euforia a la depresión, del estrés al hundimiento?

“La depresión”, observa Berardi, “aparece como síntoma final del régimen semiocapitalista: la intensidad del ritmo social y emocional se vuelve insoportable, y la única manera de escapar al sufrimiento es cercenar el vínculo con el deseo”. La pandemia del COVID y sus consiguientes confinamientos constituyeron el acontecimiento que marca los últimos compases del segundo inconsciente, que ha generalizado la depresión y el sentimiento cínico de que no hay alternativa a lo ancho y largo del globo. Este impasse señala nuestra crisis afectiva, pero también permite imaginar un tercer inconsciente, otra forma de desear. ¿Cómo encontrar fuerzas en el cansancio y la depresión? ¿Cómo podemos articular esa fuerza que, en lugar de espolearnos a seguir corriendo, nos permita parar y renunciar? Si despatologizamos la depresión y otros afectos negativos, quizá podamos encontrar en ellos ya no las cadenas del inmovilismo cinético y el identitarismo más rancio, sino el acicate para la agencia y la imaginación política. Una agencia que consiste en parar, en parar y en perder. Una imaginación que es potencia-de-no, que se compone de las exquisitas artes de la renuncia.

Colin Smith servía a todos los destinos, porque siempre acudía. Colin obedecía a todas las carreras, porque todas las ganaba. Colin estaba, ay, condenado a la victoria, hasta la victoria siempre. Y su historia es triste, pero el final resulta esperanzador: el chico robó un pan y fue enviado a un reformatorio. En el correccional mostró ser buen atleta, pues ganaba todas las carreras en las competiciones regionales, y por ello se le fue premiando y agasajando. Y así sucedió hasta la carrera final: a pocos metros de la línea de meta, a punto de vencer, Smith comprende que ganar la carrera implica mostrar aquiescencia con el sistema que lo somete, colaborar con las fuerzas que le explotan y maltratan. Con esta convicción íntima, Colin se para justo antes de la meta y dirige una mirada sonriente al director de su correccional mientras pierde deliberadamente. En el juego de la guerra, tanto la posición del ganador como la del perdedor son una afirmación de la violencia. Y cuando el sistema en todas sus partes es violento, la estrategia política más noble es la de desertar, como Berardi y Amador Fernández-Savater nos recuerdan. Colin ha tornado su impotencia en potencia-de-no, escuchar su malestar le ha permitido convertir su resentimiento en rabia. Allí donde le gobernaban corriendo, Colin ha conseguido detenerse. Allí donde lo dominaban ganando, Colin se ha deleitado en el gusto de perder.

¿Cuál es el registro afectivo de la rebeldía contemporánea? ¿Cómo politizar nuestra miseria afectiva para librarnos del FOMO? ¿Cómo hacer que la depresión, lejos de ser la constatación de un impasse político y existencial, nos lleve a imaginar una forma otra de vínculo, una forma distinta de habitar este planeta? En las profundas mareas de la memética, hace años que navega un nombre popular que designa la fuerza para rendirnos que tanto ansiamos: el JOMO (Joy of Missing Out), la alegría o el gustazo de perder, de perderse cosas. Una rana flotando en un estanque ilustra un meme del JOMO. Una señora bien tapada en su cama, con la soberbia testa de su gato al lado, encarna las siglas del JOMO. Una nutria jubilosa, un perro tumbado, tanta gente en pijama, horizontales y sonrientes celebran la gloria de dejarlo todo pasar, de no ganar en nada, de dejar de correr, de comprar, de consumir. El JOMO es el índice afectivo de la deserción, señala la retirada del deseo de la economía neoliberal de la excitación.

Perder, perderse

Cuando no hay fuerzas para nada, permanece todavía el deseo de parar y rendirse, dejarlo caer todo, dejar de buscar el valor propio en conquistas y consumos sociales y encontrarlo en la quietud de la placidez. Perder, perderse, ha sido siempre una amenaza inasumible para el sistema capitalista, que enseña que solo somos en tanto que ganamos y crecemos: lacra económica, lastre moral, perder es intolerable en esta carrera infinita a la que estamos condenados. Perder, en sus diversas formas (derrota, renuncia, decrecimiento, desaparición), interrumpe el circuito económico, desgarra el orden simbólico capitalista. Por eso mismo, a pesar del vértigo y la amenaza que suponen, perder y parar son la única forma de experiencia sin cálculo, el único don o la única vida que valen la pena. No hacer nada, no ser nadie, no ir a ninguna parte: es entonces en la quietud y el hábito donde se distinguen obsesión y amor, ansiedad y deseo. Me parece que hoy es el JOMO, forma intempestiva de la pereza, alquimia de placidez y de rabia, el afecto que requerimos para salir de esta carrera tan cansada y tan absurda.

En su Estética conflictual, Oliver Marchart sostiene que las revueltas que hemos presenciado alrededor de 2011, desde Occupy hasta la Primavera Árabe, desde el 15-M hasta el estallido en Chile, pueden concebirse como una tercera revolución mundial radicalmente democrática. Si esto es así, podríamos observar a partir de la pandemia un último tramo de este ciclo, que se desencadenaría con todos los activismos, revueltas y manifestaciones que han tenido lugar tras el confinamiento: la Gran Dimisión sería el más sonado de todos ellos, pero lo compondrían también el movimiento chino Tan Ping, las huelgas feministas, las manifestaciones de 2023 en Francia contra el retraso en la edad de jubilación, el subreddit r/antiwork y las protestas sociales que ha espoleado, o la renuencia generalizada a aceptar trabajos con malas condiciones laborales, sin importar las promesas de ascenso que exhiban en sus perfiles. Se trata de toda una serie de manifestaciones antitrabajo, activismos de renuncia que esbozan la utopía crítica de una vida más lenta, más atenta a la interdependencia, preocupada por habitar las ciudades y no por viajes excéntricos, atenta a formas de convivencia menos familiaristas, menos centradas en el trabajo y más en el tiempo libre, menos en ganar tiempo y más en perderlo, perderlo gustosamente.

El JOMO es el índice afectivo de la deserción, señala la retirada del deseo de la economía neoliberal de la excitación

Hay una revolución en curso, pero es una revolución micropolítica: el modo en que deseamos se está transformando, renunciamos a las ataduras excitadas del FOMO para abrazar la ternura y la placidez del JOMO. No entusiasmo, sino pereza; no superación, sino calma; no crecimiento, sino cuidado; no la verticalidad del éxito, sino la horizontalidad de lo compartido. En tantos activismos, debates sociales y filosóficos se va tejiendo una nueva estructura afectiva que, hundiendo sus raíces en la psicodeflación, convierte la desafección política en rabia y placidez, en pereza politizada: salir de la carrera, cuidarse de las victorias, redirigir la pasión y el deseo al cuidado, al cuerpo, a nuestra atención cotidiana, tan acribillada y descompuesta.

Tenemos que hablar de Colin, el niño díscolo de la familia, aquel solitario corredor de fondo que estaba obligado a ganar y aprendió a perder. Perder carreras, perder ascensos, perder méritos y privilegios, perderse planes y quedadas y cursos y series. Perderse todo, perderlo todo, para habitar ligero y con más gusto por lo que somos, deliciosamente vivos e inacabados, y no por la fantasía alucinada de lo que seremos. El JOMO señala ese movimiento colectivo que trasforma la depresión generalizada en el coraje de soltar, es la fuerza indómita de los perdedores. Y con el gusto de perder ganamos la oportunidad de dar, de poder darnos a fondo perdido.

*Juan Evaristo Valls Boix es profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid y su dos últimos libros han sido ‘Metafísica de la pereza’ (NED Ediciones, 2022) y ‘Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente’ (Herder, 2024).

Colin Smith pertenece a una familia que desde siempre ha resuelto sus problemas corriendo. Corriendo a todas partes, a máxima velocidad, para evitar detenerse. Si uno se queda quieto, se pierde algo; si uno se para, pronto descubren su falta. Ante la duda o el nervio, correr, mejor correr, competir para llegar antes que nadie a la meta, correr tan rápido que uno pueda ser siempre el primero, siempre ganarlo todo, tan rápido que su forma se vuelva borrosa, hasta no ser más que un espejismo confuso, apenas una mancha que gira y jadea, un avance fugaz hacia ninguna parte. Ese remolino furioso que gana todas las carreras y así evita soportar su dolor y su culpa es el protagonista de La soledad del corredor de fondo, que Tony Richardson estrenó en 1962. ¡Ay, Colin Smith, runner de la existencia, jinete de la tormenta cósmica! ¡Ay, Colin Smith, tan parecido a nuestra estirpe que se diría que eres nuestro abuelo! El llameante rostro del fracaso te ha perseguido. No sabías que era para salvarte.

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