Cuentan que cuando un ministro, subsecretario o gobernador le planteaba algún problema de gestión en su despacho de El Pardo, el general Franco solía responderle: “Haga como yo, no se meta en política”. Aunque hubiera acaudillado un golpe de Estado y llevara décadas gobernando a su albedrío, Franco estaba convencido de que lo suyo no era política. Política era lo de los otros, los judíos, masones y rojos eternamente empeñados en destruir la sagrada unidad de España. Lo suyo, en cambio, sólo era el cumplimiento de una misión divina: salvarla.
Ya lo dijo Henri Guillemin, un historiador francés muy interesante del pasado siglo: la derecha considera que lo que ella dice y hace no es política, tan sólo es la verdad. Lo de la derecha es la ley, el sentido común, el derecho divino o natural, lo razonable, lo evidente, tan indiscutible como que el día sigue a la noche. Lo de la izquierda, por el contrario, siempre es opinión, demagogia, partidismo, insensatez, radicalismo, en definitiva, política.
Algo semejante está ocurriendo ahora con el asunto de las llamadas fake news. Resulta que los políticos, periodistas y medios de comunicación poderosos, los que viven de difundir noticias falsas 24 horas al día y siete días a la semana andan muy preocupados por lo que denuncian como una peligrosísima inundación de fake news. Siendo fake news, por supuesto, lo que cuentan otrosfake news, preferentemente en Internet.
Me detendré un minuto en una cuestión lingüística. Resulta irritante que gente de un españolismo tan castizo como Soraya Sáenz de Santamaría o María Dolores de Cospedal empleen la fórmula fake news para lo que puede traducirse perfectamente al castellano como noticias falsas. No hay la menor diferencia semántica entre una y otra cosa. Fake news significa en inglés noticias falsas, se difundan a través de la prensa impresa, las radios y televisiones tradicionales o las redes sociales en Internet. Como download significa descarga, sea de la mercancía de un camión o de la actualización del sistema operativo de un teléfono móvil. El inglés no ha inventado esas palabras para cosas que no existían en el siglo XIX. No hay ninguna razón para que el castellano las adopte como si aludieran a novedades de la era digital.
Esta gilipollez, habitual entre políticos, publicitarios y periodistas que con frecuencia no hablan inglés y manejan un castellano deficiente, no tiene ninguna razón, excepto, claro, la de aparentar modernidad. Es como lo de llamar running al correr.
En fin, habrá que recordarles que las noticias falsas son tan viejas como la humanidad. Los textos fundacionales de las religiones están repletos de ellas. Como la de que alguien se ha subido a un monte, allí se ha encontrado con Dios y al bajar se ha traído unas tablas de la ley de irrecusable cumplimiento. Este tipo de historias fueron presentadas - y siguen siéndolo- como hechos históricos, como sucesos que ocurrieron realmente.
Del ágora a Twitter
Internet no ha inventado nada en esta materia. En todo caso, es el principal de los espacios –más rápido y universal que los anteriores- donde ahora se cuentan verdades, mentiras y todo lo que hay en medio. Como ocurre desde la antigüedad con el ágora, el mercado y la taberna, o, en los últimos dos siglos, en otros escenarios como el periódico, la radio y la televisión.
Pero que conste en acta: los gobernantes no han dejado de soltar embustes desde el comienzo de los tiempos. Desde los monarcas que aseguraban serlo por la gracia de Dios –Franco también lo decía- hasta ganadores de elecciones como George Bush, Tony Blair y José María Aznar que juraban que Irak tenía armas de destrucción masiva y era la mayor amenaza para la humanidad desde los tiempos de Hitler. Recuérdese que las interesadas patrañas del trío de las Azores fueron reproducidas como certezas indiscutibles hasta por el mismísimo The New York Times.
En una entrevista televisiva de febrero de 2017, Kellyanne Conway, asesora de Donald Trump, afirmó que refugiados de Oriente Próximo habían cometido una masacre yihadista en Bowling Green (Kentucky). Pretendía argumentar así que a los viajeros musulmanes se les prohibiera el ingreso en Estados Unidos. Tal masacre no había existido ni por asomo, pero Conway declaró que daba igual, que se inscribía en un concepto de su invención: “Hechos alternativos”. Es cierto que Donald Trump y su gente son particularmente descarados en practicar aquello de que la verdad es lo que digan ellos, pero tampoco se lo han inventado. Goebbels ya lo desarrolló a escala industrial en los años 1930 y no es menester complicarnos la vida con palabras como posverdad para lo que siempre hemos llamado falsedad.
Muchos historiadores han presentado invenciones suyas como hechos realmente acaecidos. Uno de los embusteros más conspicuos de este gremio fue el bizantino Procopio, que en el siglo VI quiso arruinar la reputación del emperador Justiniano escribiendo unas trolas tan burdas que hasta sus propios colegas las ponen en cuestión desde hace siglos. Y por supuesto, el caballeresco rey Arturo no existió, Hernán Cortés no quemó sus naves y la guillotina no fue inventada por el doctor Guillotin. Bastantes citas célebres son asimismo muy discutibles. No existe ninguna prueba de que Galileo soltara al final de su proceso: “Y sin embargo, se mueve”. Y es probable que María Antonieta tampoco dijera: “Si no tienen pan, que coman pasteles”, cuando le contaron las penalidades de los parisinos.
Es indudable que Internet ha ampliado el acceso del pueblo llano a hacer públicas sus verdades o sus mentiras, y esto es lo que les jode a los apóstoles de la lucha contra las fake news, que ahora tienen más difícil el monopolio de los instrumentos de creación de opinión. Pero el pueblo no ha dejado de difundir tanto hechos como bulos desde la invención de la escritura. En la Roma clásica lo hacía con grafitis en las paredes. En 1522 Pietro Aretino enseñó un método nuevo cuando empezó a colgar sonetos de intención política en un busto conocido como Il Pasquino, cerca de la Piazza Navona. Aretino inventó así el pasquín, que se convirtió enseguida en un modo generalizado de difundir informaciones o calumnias.
La Francia de los siglos XVII y XVIII introdujo otra novedad: el canard, los impresos anónimos que se difundían gratuita y callejeramente con chismorreos imposibles de verificar. Por ejemplo: “Se dice que el cura de Saint-Eustache fue sorprendido in fraganti con la diaconisa de las Damas de la Caridad de su parroquia, lo cual debería enorgullecerles, porque ambos tienen ya más de 80 años”. Durante la Revolución Francesa los canards más exitosos fueron los que contaban detalles picantes -algunos ciertos, otros pura invención- sobre los amoríos, la pasión por el lujo y el desprecio al pueblo de la reina María Antonieta. Todavía hoy, la palabra canard significa en francés no sólo pato, sino también noticia falsa.
Aquí es donde salta el dogmático y dice que todo esto resulta imposible en la prensa impresa profesional tal y como ahora la conocemos. Que esta prensa es The New York Times de los Papeles del Pentágono, el The Washington Post de Watergate y los mejores tiempos de Le Monde y El País. Sí, es eso, ciertamente, pero no sólo es eso. El periodismo impreso nació tan vinculado a la difusión de noticias verdaderas, contrastadas y relevantes como de falsedades malintencionadas. ¿De dónde procede si no la mala reputación de los vocablos tabloide, sensacionalismo o amarillismo?
Los periódicos impresos tal y como ahora los conocemos nacieron en el Londres del siglo XVIII. Algunos contaban hechos ciertos y otros, como The Morning Post del reverendo Henry Bate, eran una sucesión abracadabrante de noticias falsas o –un truco habitual- contadas adrede a medias. A los que escribían para aquellos periódicos se les denominaba gacetilleros, que es otra palabra de merecida mala reputación.
Noticias a la medida del poder
William Randolph Hearst, inmortalizado por Orson Welles en Ciudadano Kane, convirtió la prensa amarilla en un inmenso negocio. Él prendió la mecha de la guerra de 1898 publicando en sus diarios que el hundimiento del acorazado estadounidense Maine en el puerto de La Habana había sido provocado por un atentado español. Es la más conocida de sus muchas calumnias, pero no la única. Hearst les pedía descaradamente a sus reporteros que se limitaran a redactar y firmar las noticias que él fabricaba en función de sus gustos políticos o intereses empresariales. Vista la evolución en los últimos años del periodismo ofrecido por las grandes corporaciones, hasta podría decirse que fue un auténtico visionario.
Que estén impresas con tinta sobre papel de diario o de revista no garantiza en absoluto la exactitud de las noticias. ¿O es que ustedes se creen que una nave extraterrestre se estrelló en Roswell en 1947? ¿O, por seguir en esta línea, conocen a alguna mujer que haya sido embarazada por un marciano? ¿O es que Hitler escribió de veras los diarios que el semanario alemán Stern publicó en 1983? ¿Y cuántas veces se informó “en exclusiva” de que Fidel Castro se había muerto antes de que se muriera de veras en 2016?
Sí, ya se cocían habas antes de YouTube, Facebook y Twitter. A calderadas y en todos los soportes, formatos y medios. Orson Welles hizo en 1938 una adaptación radiofónica tan realista de La guerra de los mundos que miles de norteamericanos se creyeron que su país estaba siendo atacado por extraterrestres. En 2009 Wyoming fingió en su programa en La Sexta una bronca a una becaria que Intereconomía dio por cierta. En ambos casos, que conste, los autores de estas falsas noticias lo hicieron bajo el legítimo paraguas del arte o el humor. A este género los franceses le llaman canular.
Lo grave, lo de todo punto intolerable, es cuando el embuste procede de un medio que se jacta de ser serio, uno de esos que ahora lideran la campaña contra las fake news en Internet. Por ejemplo, El Mundo de Pedro J. RamírezEl Mundo , que se pasó años dándonos la tabarra con la fantasiosa teoría de que los atentados del 11 de marzo de 2004 habían sido fruto de una conspiración de etarras, moros y gente de izquierdas. O cuando en la edición extraordinaria del mediodía de esa funesta jornada, El País tituló a todo trapo en su portada: “Matanza de ETA en Madrid”. Conozco la historia de este último disparate. Resulta que Aznar telefoneó al entonces director de El País y le dijo que había sido ETA. El director podría haber titulado así: “El Gobierno atribuye la matanza a ETA”. Eso hubiera sido lo correcto, pero no lo hizo. Adoptó como propia la falsedad interesada de Aznar, la desinformación gubernamental.
¿Y qué decir sobre cuando ese mismo periódico publicó en portada la fotografía de un señor de aspecto agonizante y afirmó que era Hugo Chávez, presidente de Venezuela? Ocurrió en esta misma década, en 2013, y ni se trataba de Chávez ni, aunque lo hubiera sido, es de recibo difundir fotografías robadas de un moribundo. Lecciones, las justas.
Los adalides de la lucha contra las fake news tienen una memoria corta y selectiva. En esta materia, practican el adanismo, la idea de pensar que el mundo nació ayer, que las noticias falsas nacieron con Internet. Olvidan las suyas, antes y después de Internet, y desdeñan intencionadamente que Internet también puede permitir un desmentido rápido y universal, a diferencia de lo que ocurría con un periódico impreso de hace apenas unos años.
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Ahora crearán comisiones de investigación en el Congreso, celebrarán juntas de Seguridad Nacional y aprobarán nuevas leyes mordaza que restrinjan la libertad de expresión en el ciberespacio. La libertad de todos, menos la suya, faltaría más. El poder –el político, el económico, el mediático- siempre ha sido el principal productor de mentiras. Pretende seguir siéndolo por los siglos de los siglos, amén.
*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar la revista completa haciendo clic aquí. aquí
Cuentan que cuando un ministro, subsecretario o gobernador le planteaba algún problema de gestión en su despacho de El Pardo, el general Franco solía responderle: “Haga como yo, no se meta en política”. Aunque hubiera acaudillado un golpe de Estado y llevara décadas gobernando a su albedrío, Franco estaba convencido de que lo suyo no era política. Política era lo de los otros, los judíos, masones y rojos eternamente empeñados en destruir la sagrada unidad de España. Lo suyo, en cambio, sólo era el cumplimiento de una misión divina: salvarla.