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Revilla o el modelo Astérix

Miguel Ángel Revilla a la salida de la Fiscalía de Cantabria, Santander, el pasado mes de marzo.

Año 23 de nuestra era. Toda la patria está ocupada por las legiones del bipartidismo. ¿Toda? ¡No! Una provincia poblada por irreductibles cántabros resiste, todavía y siempre, al invasor. ¿Su secreto? Una poción mágica compuesta con sobaos y anchoas, fraguada en las marmitas del partido regionalista por su ocurrente líder: un Astérix bigotudo llamado Miguel Ángel Revilla.

Antes de convertirse en el opinador oficial del Reino y el embajador plenipotenciario de la anchoa, don Miguel Ángel sintió el llamado de la política. En su más gozosa juventud, militó en el Movimiento Nacional y fue encargado de un sindicato vertical. Gente de orden, carajo. Estamos ante un ejemplar inédito: posiblemente, el único demócrata que no ha corrido delante de los grises (guiño, guiño; codazo, codazo). Trabajó en una sucursal bancaria y tuvo algún escarceo con la pompa académica antes de acudir al llamado del deber y terminar fundando, en el año de nuestro señor de 1978 (¡viva nuestra modélica Transición!), el Partido Regionalista de Cantabria, que luchó ferozmente para salvaguardar la autonomía de la pujante provincia de Santander. Evitada la amenaza del imperialismo castellanoleonés y queriendo evitar futuras intentonas anexionistas, Revilla se apoltronó en las cortes locales hasta el día presente: va por su cuarto mandato y por no se sabe cuántas legislaturas.

Pero, querido lector, examine su conciencia: ¿Por qué usted conoce al pizpireto presidente? ¿Por sus audaces iniciativas parlamentarias? ¿Por su trepidante acción legislativa? Digo más: ¿Tengo yo, acaso, pinta de experto en política cantonalista? Sincerémonos y paseemos juntos por el currículo de astracanadas más prolijo que han visto los siglos: las andanzas del bocachancla más grande de la nación más antigua del mundo (¡chupaos esa, sumerios!).

Los más veteranos lo recordarán. Revilla solía protagonizar una divertida zarzuelilla durante sus viajes a Madrid: se personaba en Moncloa a lomos de un taxi, renunciando al casposo coche oficial (la carrera salía igualmente de los fondos públicos, pero como Eva Perón él se engalanaba para sus pobres). Al bajarse, exhibía a la atenta concurrencia unas conservas del Cantábrico, le daba unas últimas caladas al puro y dejaba la chusta rechupeteada templándose en el quicio de alguna ventana. Esta humildad de cartón piedra le salió rentable: en aquellos años, los españoles bebían los vientos de la campechanía. Pronto, los magacines más sensibles al fervor popular empezaron a reclamar su sabiduría. Sacaban de él las verdades del barquero, la sensatez del compadre que analiza el tablero geopolítico mientras se aprieta un chupito de orujo.

Los magacines más sensibles al fervor popular empezaron a reclamar su sabiduría. Sacaban de él la sensatez del compadre que analiza el tablero geopolítico mientras se aprieta un chupito de orujo

Revilla sabía lo que quería su público y (como hay un Dios en el cielo) estaba dispuesto a dárselo. El tipo lo mismo se hacía retratar poniéndole ojitos a una bandeja de boquerones que le cantaba una jota a una ternera de trescientos kilos. “Nos han traído una pareja de gorilas al zoo de Cabárceno”, le contaba a un anonadado Buenafuente. “Están en semilibertad, para no desnaturalizarlas”, decía, hablando de unas jirafas que se desayunaban con vistas a la bahía de Santander.

Remedios de andar por casa

Repasando la hemeroteca, empiezo a sospechar que el bueno de Miguel Ángel es un hombre del Renacimiento: te explica los intereses ocultos en la segunda Guerra del Golfo y, a renglón seguido, te suelta las claves para solucionar el asuntillo catalán. Remedios de andar por casa para crisis multifactoriales: tiene todita mi confianza, buen señor. Sabiendo que verba volat, scripto manet, nuestro osado protagonista se ha entregado a los brazos de la bienaventurada industria editorial para provecho de las generaciones futuras. Obviando un aburrido mamotreto, pecadillo de juventud (Economía de Cantabria, quita, quita), el catálogo de obras completas de este prócer norteño podría apañar el conflicto de Oriente Medio en dos telediarios. Atiendan a los títulos: Nadie es más que nadie (irónicamente, en la portada aparece arrodillado a los pies de don Juan Carlos), La jungla de los listos (si el fotomontaje de la cubierta tirándole de las orejas a Merkel les parece el recopetín, ojo a las primeras líneas: “Este libro es la voz de muchos ciudadanos que me han trasladado sus preocupaciones y angustias. Hablando con ellos he aprendido más que en la universidad”, trocotró), Este país merece la pena (el Revilla más popular y conciliador), Ser feliz no es caro (su disco más íntimo), ¿Por qué no nos queremos? (el “mi cuñado te lo encuentra más barato” de la política interior), Sin censura (¡y que lo digas!) y Toda una vida (dando el coñazo).

Pero, ay amigos, hasta el mejor escribano echa un borrón. Durante la pandemia, unos rufianes desvergonzados pillaron a nuestro héroe fumándose un habanito de nada en un reservado con un par de empresarios. ¿Es que acaso ya no se pueden compartir miasmas con los colegas durante una alerta sanitaria? Él sabe del tema, así que se apresuró a explicar la sensatísima hipótesis de que el viento le traía el virus desde Cataluña o desde el País Vasco ante la cualificada audiencia de Espejo Público. Vapores inmundos, frenología y sanguijuelas, ¡viva! Tras este máster en ciencias de la salud, se acercó a cantarle a un paciente hospitalizado (sin mascarilla ni esas mariconadas) que tenía toda la pinta de estar considerando seriamente la eutanasia como alternativa al recital.

Se vienen elecciones, pero podemos estar tranquilos: el titán de Salceda acudirá a los comicios. Tiene ochenta añitos, no descartemos que le propongan encabezar alguna moción de censura. Con un poco de suerte, los osos del zoo y las ovejas de los prados estarán guarnecidas bajo la sombra protectora de su mostacho; el sobao seguirá espantando a los cardiólogos y las anchoas nadarán felices en su salmuera. ¿Y qué será de nosotros –se preguntará usted, amadísimo lector– que vivimos alejados de la cántabra tierra de promisión? No desfallezcamos: de seguro, Pablo Motos seguirá ofreciendo un púlpito digno al excelso papanatas, desde el que pronunciar sus salvíficas naderías y sus peroratas de mequetrefe. ¿Qué haría este país sin la “opinión de Revilla sobre Iñaki Urdangarin”? ¿Sin finura para enumerar “los aciertos y errores de Pedro Sánchez”? ¿Sin todas esas chucherías sobre aquella vez que comió con tal o cenó con pascual?

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