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El síndrome de la Zarzuela
¿Dónde viven los reyes? Puesto que en una monarquía todo, absolutamente todo, es símbolo y representación, aceptemos que también su lugar de residencia es parte de su narrativa, de qué construcción imaginaria se hace cada sociedad de sus monarcas.
Si echamos un vistazo a la decena de monarquías que siguen reinantes en Europa aparte de la española, todas mantienen como residencia oficial el histórico palacio situado en el centro de la capital del reino. En algunos casos es residencia en sentido pleno, donde viven el rey o reina y su familia, como sucede en el Buckingham londinense, el Palacio Real de Oslo, o el Amalienborg en Copenhague.
En otros, es residencia oficial pero no privada. Los monarcas viven en otros lugares, pero emplean el palacio como centro de la vida real: allí donde el jefe de Estado realiza sus funciones, despacha asuntos oficiales, recibe visitas y trabajan sus funcionarios. Sucede así en los palacios reales de Bruselas o Estocolmo.
En todos los casos, en las 10 monarquías europeas, el palacio está a la vista. Cualquiera puede pasar por su puerta, acercarse a su fachada. Más aún: en muchos de ellos, buena parte del recinto está abierto a turistas y a ciudadanos en general, por ser sede de actos civiles y culturales. Así, la familia real forma parte del paisaje, del vecindario, y sus movimientos, sus entradas y salidas, se producen ante los ojos ciudadanos. En la calle.
Es más: en el caso de reyes que trabajan en el palacio real pero han elegido vivir con sus familias en otras residencias, éstas también son visibles, incluso visitables como atracción turística, caso de los palacios de Laeken en Bélgica o Drottningholm en Suecia.
Sucede así en todas las casas reales europeas, salvo en una: la nuestra. Mientras los reyes del continente ejemplifican ante sus ciudadanos un relato de proximidad, de visibilidad, de transparencia; la familia real española habita las sombras. Ahí está el Palacio Real de Madrid, que sólo se utiliza para acoger cenas ceremoniosas u ocasiones muy especiales, pues el rey y su familia habitan y trabajan en uno de los lugares más inaccesibles (e invisibles, insisto) de España: el palacio de la Zarzuela. Desde que el entonces príncipe Juan Carlos se instaló en el histórico pabellón situado en el monte de El Pardo, ya no han salido de allí. El actual rey Felipe VI se hizo construir una residencia propia en el mismo recinto, siendo príncipe de Asturias, y hoy la mantiene como casa de su familia, mientras el rey emérito sigue en la misma vivienda que ha ocupado durante medio siglo.
Allí viven y allí trabajan. El despacho del rey, las oficinas de la Casa Real, se encuentran en el mismo espacio cerrado. Allí debe desplazarse el presidente del Gobierno para despachar o los líderes políticos en las recientes rondas para la investidura; allí son recibidos mandatarios extranjeros, presidentes autonómicos o deportistas laureados. Unos y otros son conducidos al palacio y sacados del mismo al terminar. Nadie puede ir a palacio si no ha sido llamado por el rey. Ni a palacio, ni a sus inmediaciones. No es un lugar de paso, sino aislado por una carretera privada sometida a rigurosa vigilancia policial. Un lugar público que no ha conocido una “jornada de puertas abiertas” en medio siglo.
Inaccesibles y lejos de curiosos
Por si fuera poco, los distintos edificios de la Zarzuela están dentro de un segundo anillo de seguridad: en pleno monte de El Pardo, una enorme finca totalmente cerrada por motivos medioambientales, uno de los espacios naturales más valiosos de España pero totalmente blindado, convertido en la práctica en jardín privado del rey, y también coto de caza para la familia real y sus invitados. Siempre lejos de curiosos, inaccesibles, invisibles.
Ese es el relato que ha construido la monarquía española: nada de vecinos, nada de transparencia. Al contrario, una familia lejana, escondida, intocable, a la que nunca veremos asomarse a una ventana como a la reina Isabel II en Buckingham, ni entrando o saliendo del palacio en su coche oficial.
Aunque quisiéramos, no podríamos acudir a su puerta a manifestarles nuestro apoyo, nuestro cariño, ni obviamente nuestro descontento. Ninguna manifestación republicana podría dirigirse a la Zarzuela. Antes de encontrarse con el dispositivo de seguridad, se perdería por los alrededores de El Pardo, pues ni siguiera es un lugar que sepamos situar en el mapa.
Una inaccesibilidad ciudadana que, por cierto, comparte con el otro centro de mando español: la Moncloa. Otro día podemos analizar ese urbanismo del poder tan español: cómo las sedes presidenciales europeas están igualmente en el centro de las ciudades (Downing Street, El Elíseo, la cancillería berlinesa, y lo mismo en Roma, Lisboa, Atenas o cualquier otra capital), menos en España, donde el presidente habita y trabaja en un palacio al que difícilmente se puede llegar a pie, rodeado por la M30 y la carretera de A Coruña, lejos de miradas pero también de manifestantes.
Volviendo a la Zarzuela, el espacio físico de la restaurada monarquía borbónica no tardó en convertirse en espacio simbólico. Y la invisibilidad residencial de los reyes devino categoría: una Zarzuela mental, un imaginario de aislamiento y ocultación, en el que los reyes han podido hacer y deshacer a su antojo. La inviolabilidad residencial como representación y continuidad de la inviolabilidad constitucional. El blindaje territorial como garantía añadida al blindaje político y mediático de que ha disfrutado la familia real española.
Hablamos mucho del “síndrome de la Moncloa”, ese mal que afecta a los sucesivos presidentes que acaban aislados en el recinto gubernamental, cuidando bonsáis o caminando sobre la cinta eléctrica, ajenos a cuanto sucede en el exterior. Pero deberíamos diagnosticar el “síndrome de la Zarzuela” que ha caracterizado a la familia real. De forma muy acusada en el caso de Juan Carlos, y apuntando ya los primeros síntomas en el recién llegado Felipe.
Alrededor de los reyes se levantó desde la Transición un cinturón político y mediático equiparable al perímetro de seguridad de la Zarzuela. Sus actos transcurrieron ocultos tras una pantalla opaca, comparable a la arboleda que en El Pardo los mantiene realmente fuera de nuestra vista. En la protección del palacio, sin que nadie acechase sus ventanas pero tampoco sus puertas, podían entrar y salir visitantes clandestinos, fuera del control ciudadano, con la misma facilidad con que la clase política y periodística hacía la vista gorda a cuanto hicieran los reyes y su familia.
Dicho en un ejemplo claro: en un palacio de Buckingham, rodeado a diario por miles de paseantes, turistas y fans de la monarquía, no habrían podido entrar con tanta alegría Francisco Camps y Rita Barberá para reunirse con Urdangarin y montar la estafa del Valencian Summit; ni entraría como Pedro por su casa el enigmático testaferro Arturo Fasana, protector de los grandes patrimonios españoles en Suiza y al que en cierta ocasión recogió el chófer de Francisco Correa a la puerta de Zarzuela.
Por el céntrico y mil veces fotografiado Palacio Real de Oslo no se habrían paseado las amistades peligrosas del rey con la tranquilidad que lo han hecho en Zarzuela. Los reyes europeos no habrían podido montarle un chalet a sus Corinnas en los mismos recintos que habitan, como sí lo hizo Juan Carlos con la conocida comisionista y “amiga”: una casa en pleno monte de El Pardo, reformada y decorada a su gusto, con una carretera privada que la unía al palacio, y donde se dice que incluso su hijo podía pasear sobre un quad por los hiperprotegidos terrenos que comparten ciervos y jabalíes.
El rey Felipe llegó al trono en medio de la peor crisis de la monarquía. Su padre, protegido en el confort de la Zarzuela (la real y la metafórica), había vivido peligrosamente. Más allá de la cacería de Botsuana, de Corinna y de Iñaki Urdangarin, las muchas sospechas sobre su comportamiento, sus amistades y su fortuna dilapidaron en apenas meses un capital de apoyo ciudadano acumulado durante décadas, e hicieron insostenible su continuidad.
El nuevo rey prometió terminar con las zonas de sombra acumuladas por el anterior, y convertir la Casa Real en un lugar transparente, abierto, bajo control. Ejemplar. Donde no serían posibles los excesos anteriores. Se lanzó a una política de gestos cuyo relato de fondo era muy explícito: los tiempos han cambiado, la monarquía se adapta a la nueva realidad social, el rey será ejemplar y no habrá zonas de sombra. Sin embargo, la primera medida que tendría que haber tomado no era renovar la web o publicar parte del presupuesto asignado, sino abandonar la Zarzuela. No vale con dejarse ver de vez en cuando en conciertos y cines: el primer gesto del nuevo tiempo, el único creíble, habría sido coger las maletas y junto a su familia salir de allí, instalar su vivienda y sobre todo su lugar de trabajo en un lugar a la vista de los ciudadanos. No es que así ya estuviéramos seguros, harían falta más y mejores controles democráticos. Pero sería un importante primer paso.
Falta de transparencia y control
Felipe VI no sólo ha permanecido en Zarzuela, sino que los primeros meses de reinado ya nos han dejado señales de que la otra Zarzuela, la político-mediática, no afloja, se mantiene tan férrea como la valla que aleja del palacio a los curiosos. El reciente caso de su amistad con ese personaje tan turbio llamado Javier López Madrid, por ejemplo, fue una primera prueba de fuego, por pequeña que fuera. Una vez más, el resorte saltó, la protección se disparó cual alarma de incendio: los principales dirigentes políticos y los grandes medios de comunicación tuvieron un primer impulso de cerrar filas, silenciar la noticia, esperar a la respuesta de la Casa Real y quitar importancia. Mala señal, para empezar.
Juan Carlos I, el rey de los negocios, en tintaLibre de abril
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El síndrome de la Zarzuela no lo sufre el rey, o no sólo él. Son sobre todo la clase política, las instituciones, el poder económico y los grandes medios quienes viven aquejados de este mal, del que no saben curarse tras tantos años de automatismo cortesano. Nada nos asegura que, si el actual rey siguiera la senda torcida de su padre, no tuviéramos que esperar otra vez a que, dentro de 20 o 30 años, se le rompa la cadera en un safari para empezar a ver algo entre las espesas zarzas que dan su nombre a la Zarzuela.
También los ciudadanos estamos de alguna manera aquejados de ese síndrome de la Zarzuela. Debemos ser nosotros los que saltemos el metafórico recinto blindado y despejemos el bosque que oculta a la familia real; somos nosotros los que tenemos que exigir transparencia de verdad, mecanismos de control democrático y rendición de cuentas. Pero por ahora no parecemos muy dispuestos a sacudirnos el síndrome, y más bien hemos dado por bueno el relato del nuevo tiempo: aceptamos que con el cambio de rey quedan atrás las dudas, y que la monarquía se ha enderezado a tiempo. Le hemos devuelto la confianza a cambio de muy poco.
A los republicanos nos encantaría ver al rey saliendo de Zarzuela, sí; pero para tomar la carretera camino de Cartagena, como su bisabuelo Alfonso XIII. Mientras ese día no llegue, por ahora deberíamos exigir que al menos salga de la Zarzuela y se venga a vivir a la ciudad, donde podamos verlo. Romper el blindaje territorial sería un primer paso, no menor, para quebrar el blindaje político y mediático.