Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), precisa que, para los antiguos, el rango de héroe se aplicaba a aquella persona que, aunque mortal de condición, era capaz de llevar a cabo “hazañas tan grandiosas que parecía tener en sí alguna divinidad”. El héroe se instalaría, por tanto, en una categoría intermedia entre lo humano y lo sobrehumano: alguien que se sobrepone a las debilidades propias de un ser corriente para acercarse a la esfera de los semidioses.
¿Hay lugar para el héroe en nuestra vida contemporánea? Cabe suponer que sí, porque tampoco vamos a quitar méritos a nuestra vida contemporánea, a la que tantos nos resignamos a pertenecer, pero depende de en qué ámbitos, ya que la tradición relaciona al héroe con las acciones bélicas y da la impresión de que en nuestros días el hecho de ser un héroe de guerra no lo consideramos tanto una gesta admirable como un golpe de mala suerte, sobre todo si el héroe acaba en mártir. Por otra parte, Alejandro Magno o Julio César no estarían hoy al frente de sus tropas en el campo de batalla, sino ideando estrategias tras la pantalla de un ordenador, en un despacho climatizado.
El héroe competidor Es posible, no sé, que nuestra percepción actual del heroísmo se centre en el mundo del deporte. Un equipo de fútbol, pongamos por caso, sería una colectividad heroica, aunque dentro de esa colectividad suele imponerse un nivel jerárquico superior: las individualidades que, dentro del conjunto, se encargan de resolver con éxito una táctica de grupo, trazada por alguien que ni siquiera está en el terreno de juego, sino sentado en el banquillo o bien correteando por la banda, a menudo tirándose de los pelos o al borde de la apoplejía. Rara vez un gol es el resultado de una jugada exclusivamente personal, pero, en última instancia, el gol acaba siendo mérito de quien lo marca, no de quienes lo propician. El papel heroico no recae, en fin, en los carpinteros que construyeron el caballo de Troya, sino en Odiseo. Frente al deporte de grupo, están los deportes solitarios, y quizá ninguno de ellos tan solitario como el tenis, en el que el jugador sale a la pista con la tarea de gestionar no sólo sus habilidades en función de las habilidades del contrario, sino también sus ilusiones y sus fantasmas. La ilusión de vencer y el fantasma de la derrota. La ilusión de jugar el partido que lleva en mente y el fantasma de que la mente se le quede en blanco.
Aparte de alguna que otra exclamación de júbilo o de rabia, de algún exabrupto o de alguna queja al árbitro, un tenista se ve obligado a pasar horas y horas en la cancha sin poder cruzar una palabra con nadie, sin recibir un consejo técnico más allá de las apresuradas indicaciones inútiles –y sancionables– que pueda hacerle su equipo desde la grada. Tendrá que resolver por sí solo no ya las complicaciones que se le presenten para dar la vuelta a una situación desfavorable o para mantener un marcador favorable, sino también para administrar la deriva imprevisible de sus emociones, ya que un partido de tenis se juega con una raqueta en la mano, sí, pero también con la mente, cuya estabilidad acaba siendo tan importante como la estabilidad de las piernas para ejecutar un revés paralelo.
Nadal ejemplifica como pocos el heroísmo deportivo, lo que el heroísmo tiene de proceso dramático, de incertidumbre, de esfuerzo sobrehumano
El mentalista de Manacor A Rafael Nadal se le suele atribuir y reconocer una fortaleza mental sin parangón ni fisuras, y hay quien supone que esa fortaleza es la que le hace ganar partidos, no sus habilidades técnicas (¿?), lo que, de ser así, nos trasladaría del mundo del deporte al territorio de la parapsicología: el tenis como una variante del mentalismo, por no decir que de la telequinesia. Hay quien, con menosprecio, ha llegado a tildar a Nadal de mero pasapelotas. Con 92 títulos individuales en su palmarés (22 de ellos de Gran Slam), a lo mejor resulta que lo que le conviene a cualquier tenista es algo tan sencillo como convertirse en un pasapelotas. (El problema estaría en que la pelota pasase con la mayor frecuencia posible por donde tiene que pasar).
Nadal ejemplifica como pocos el heroísmo deportivo, lo que el heroísmo tiene de proceso dramático, de incertidumbre, de esfuerzo sobrehumano –y a veces inhumano– para conseguir un fin que, en su caso, participa tanto de la grandiosidad de un espectáculo como de la trivialidad de un juego. Nos provocaba un pasmo gozoso aquel Nadal adolescente que apabullaba con su juego torrencial a los maestros veteranos. Nos admiraba ese Nadal maduro que, siempre en sí mismo, ganase o perdiese, nos regalaba un tenis esforzadamente asombroso. Nos emociona este Nadal crepuscular que, unos días después de salir cojeando de una pista a causa de una lesión que arrastra desde los 19 años, sin saber casi hasta última hora si los médicos iban a recomendarle competir o no, llega a Roland Garros y levanta allí su decimocuarta copa, tras fulminar en cuartos de final al siempre enrachado (y casi siempre imbatible) Novak Djokovic. Emociona, sí, este Nadal sufriente de hoy al que se le enredan a menudo los partidos, como si la adversidad lo estimulase; este Nadal que, más que encontrar soluciones, parece tener memorizado de cabo a rabo un libro de magia y prestidigitación, porque cosa de magia parecen sus remontadas, porque mañas de prestidigitador se nos figuran las que despliega en esas situaciones en que incluso los más optimistas le auguran una derrota que, por arte de birlibirloque, acaba en victoria.
¿Deporte y salud? El llamado deporte de elite presenta la paradoja de ser a menudo una actividad insalubre, por la necesidad de llevar el cuerpo al límite –e incluso más allá– tanto en el gimnasio como en la pista. Vulnerable a las lesiones a lo largo de toda su carrera, Nadal es la imagen viva, a partes casi iguales, del deportista todopoderoso y a la vez fragilísimo, y se pregunta uno qué no hubiera conseguido, aparte de lo muchísimo conseguido, de haber disfrutado de la estabilidad física de Federer o de Djokovic, con los que forma la prodigiosa trinidad del tenis de ahora y de todos los tiempos conocidos, hasta el punto de que tenistas de grado excepcional suelen acabar pareciendo simples sparrings cuando compiten con ellos.
Cabría suponer que en una figura heroica hay un componente de predestinación: el llamado desde la cuna a grandes hazañas… a menos que pensemos que las grandes hazañas se llevan a cabo por casualidad: el héroe por accidente, modalidad de heroísmo que no deja de tener un ligero componente cómico. En el deporte en general y en el tenis en particular, estaríamos ante una especie de predestinación inducida: alguien decide que un niño crezca con una raqueta en la mano para que su destino sea el de ganarse la vida con una raqueta en la mano. El niño tenista disfruta con el juego, claro está, porque para eso es un niño y para eso el tenis es un juego, pero resulta difícil imaginar que un niño sepa que, a través de ese juego, alguien está intentando determinarle el destino, con la esperanza de que ese destino acabe siendo heroico y triunfante.
Lo dijo una vez el propio Nadal: si alguien no empieza a jugar y a ganar partidos con seis o siete años, que se olvide de aspirar a la competición de altura y se resigne de por vida al amateurismo o a una posición de tres o cuatro cifras en el ránking. Algo hay de crueldad en esa apreciación con respecto a los menos afortunados, sin duda, pero también algo de autocompasión por parte de un privilegiado: dejando al margen la medida de su talento natural y de sus habilidades adquiridas, quienes llegan a lo más alto lo hacen al precio de sacrificar disciplinadamente su vida a un único afán. Para completar el cuadro, Nadal ha tenido siempre a su lado a esa especie de filósofo senequista que es su tío Toni, que le inculcó el que tal vez sea el principio básico de cualquier deporte: que ganar no es importante, pero lo único importante es ganar.
Uno desearía que los héroes deportivos fuesen como los gladiadores de la Roma del Imperio: gente a la que uno solo ve en acción, sin conocer sus opiniones, sus anhelos ni sus desdichas. Entes, en suma, que se manifestasen en medio de una pura fantasía, como hologramas de una ficción. El siglo XXI quiere, no obstante, que veamos a nuestros héroes en un anuncio de coches o de crema bronceadora, que tengamos acceso a sus fotos de boda o a las de sus paseos en yate, y no sabe uno si eso resulta del todo coherente con la imagen neta del héroe: alguien que lucha para complacernos, para entretenernos y para hacernos partícipes gozosos de sus acciones triunfales, de las que nos sentimos vencedores vicarios, o bien partícipes apesadumbrados de sus derrotas.
Pero, como bien disponen la sabiduría popular y un personaje de Billy Wilder, nadie es perfecto.
_______________________________
Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960) es escritor. Algunos de sus libros más conocidos son ‘El novio del mundo’, ‘El azar y viceversa’, ‘La propiedad del Paraíso’ o ‘Mercado de espejismos’.
Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), precisa que, para los antiguos, el rango de héroe se aplicaba a aquella persona que, aunque mortal de condición, era capaz de llevar a cabo “hazañas tan grandiosas que parecía tener en sí alguna divinidad”. El héroe se instalaría, por tanto, en una categoría intermedia entre lo humano y lo sobrehumano: alguien que se sobrepone a las debilidades propias de un ser corriente para acercarse a la esfera de los semidioses.