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Aznalcóllar, la catástrofe medioambiental que pudo haberse evitado

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Júlia Oller

El 25 de abril de 1998, la presa minera de Aznalcóllar (Sevilla) reventó y provocó un vertido de entre 5 y 6 millones de metros cúbicos de lodos y aguas ácidas que supuso uno de los mayores desastres medioambientales de Europa. Más de 20 años después, el balance de la catástrofe, que muchos piensan que podría haberse evitado, es desigual: los trabajos de recuperación dieron resultados positivos, pero las responsabilidades penales y económicas siguen sin resolverse.

¿Qué pasó?

Todo comenzó con un fuerte ruido. Un muro de contención de una balsa de decantación de la presa, entonces propiedad de la empresa sueca Boliden, se rompió y se desató el desastre: se vertieron 5,5 millones de metros cúbico de lodos tóxicos y alrededor de 1,9 millones de metros cúbicos de aguas ácidas, con cadmio, zinc, plomo y azufre, entre otros, que se desbordaron sobre las riberas de los ríos Agrio y Guadiamar. El río de barro recorrió 62 kilómetros, con una anchura media de unos 400 metros, y llegó hasta las puertas del parque nacional de Doñana. En total, se vieron afectadas cerca de 4.600 hectáreas.

El vertido fue, por volumen, el segundo de los 59 grandes accidentes ecológicos de la minería en todo el mundo y el mayor de Europa. Según un estudio del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), tuvo un impacto contaminante cien veces superior al del hundimiento del Prestige, el petrolero que en 2002 dejó 63.000 toneladas de fuel óleo en las costas gallegas.

Dos años antes del vertido, en 1996, el periodista de Canal Sur José María Montero hablaba con un antiguo técnico que, desde el anonimato, advertía de que la deficiente estructura de la presa podía reventar "cualquier día" y de los peligros que ello suponía para Doñana. Pero tanto la empresa como las autoridades competentes hicieron caso omiso.

¿Cómo se desarrolló la crisis?

Tras el estallido de la presa, la Junta de Andalucía —con Manuel Chaves a la cabeza—, el Gobierno —presidido por Aznar— y Boliden comenzaron una carrera contrarreloj llenando el Guadiamar de diques y represas para evitar que el lodo tóxico llegase a Doñana. Finalmente, la masa de barro se quedó a las puertas del parque natural.

Como ocurriría en 2002 con el Prestige, la respuesta ciudadana sí estuvo a la altura: una avalancha de voluntarios acudió a la región para colaborar en las tareas de limpieza y de rescate de especies en extinción. En los meses siguientes a la tragedia, se depuraron aguas, se descontaminó la tierra y se retiraron los lodos de toda la superficie afectada (más de 4.500 hectáreas).

Boliden sólo se hizo cargo de la limpieza de la zona más próxima a la balsa; el resto —cerca del 90% de la superficie afectada— recayó sobre el Gobierno y la Junta. Antes de que estas administraciones pudieran iniciar los trámites para que Boliden pagase los más de 133 millones que aún se le reclaman, la empresa sueca recurrió a una táctica frecuente en los desastres medioambientales: en 2001 clausuró la mina y cerró su filial en España. Su marcha, además de complicar la recuperación de los fondos públicos destinados a descontaminar la zona, dejó sin empleo a más de 400 trabajadores.

El laberinto judicial derivado del desastre sigue activo: en 2014, la Junta de Andalucía convocó el concurso público para su reapertura. Lo ganó la compañía Magtel y Grupo México, pero las presuntas irregularidades en la concesión denunciadas por la empresa perdedora, Emerita Resources, activaron una investigación al año siguiente. Desde entonces, el caso se ha archivado y reabierto varias veces; la última reapertura, ordenada el pasado septiembre por la jueza Mercedes Alaya, tuvo como consecuencia la imputación y dimisión de Vicente Fernández, expresidente de la SEPI (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales) —dependiente del Ministerio de Hacienda— y ex alto cargo de la Junta de Andalucía.

¿Cómo se informó de ello?

Los periódicos de tirada nacional dieron la noticia un día después de lo sucedido. El 26 de abril de 1998, El País titulaba "Una ola de agua contaminada asedia Doñana". Con un periodismo ambiental aún en ciernes, el papel de Canal Sur en la cobertura del suceso fue clave: ningún medio reaccionó con tanta celeridad. José María Montero, el mismo periodista que en 1996 había alertado del peligro de que la Aznalcóllar reventase, recibió una llamada ese 25 de abril a las 5 de la mañana de un amigo guardia civil: la presa se había roto. "Se me cortó el cuerpo. Sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo", contaba Montero en 2018 a El Confidencial, rememorando el accidente dos décadas después.

¿Qué consecuencias tuvo?

Las dimensiones del impacto medioambiental fueron trágicas: murieron miles de aves y peces, los acuíferos se vieron muy contaminados y se batió el récord mundial de concentración de metales pesados en aves acuáticas. Según Ecologistas en Acción, se retiraron 7 millones de metros cúbicos de lodos y 30 toneladas de animales muertos. El desastre terminó también con unos 5.000 puestos de empleo y causó unas pérdidas alrededor de 1.800 millones de las antiguas pesetas.

El trabajo coordinado del Gobierno y la Junta, con la colaboración de unos 800 voluntarios, contribuyeron a que actualmente la zona esté prácticamente descontaminada y haya recuperado su riqueza ecológica. Hoy la balsa está sellada y colmatada, y el Guadiamar es un corredor verde protegido fundamental para el tránsito de múltiples especies.

No obstante, y pese a los trabajos de regeneración, Aználcollar aún tiene suelos contaminados: según un estudio de las Universidades de Granada y Almería, cerca del 7% de la zona afectada presenta todavía elevados niveles de acidez y metales pesados como arsénico, plomo, cobre y zinc.

¿Qué cambió?

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Pese a las cuentas pendientes, la legislación ha evolucionado en las últimas décadas para impedir que se vuelvan a producir accidentes similares al de Aznalcóllar: la ley de Responsabilidad Medioambiental de 2007 regula la responsabilidad de los operadores de prevenir, evitar y reparar los daños medioambientales y establece que "quien contamina, paga". Aun así, en muchas ocasiones, los recursos eternizan los procesos y dificultan la capacidad de la justicia para actuar.

En concreto, el periplo judicial del caso de Anzalcóllar ha sufrido múltiples reveses y se extiende hasta hoy en día: el pasado febrero, la Audiencia de Sevilla rechazó suspender la reapertura de la mina. Hasta el momento, los tribunales han tumbado tres veces las peticiones de las organizaciones ecologistas para frenar la reanudación de los trabajos en la mina, un proyecto que Ecologistas en Acción, Greenpeace, SEO/BirdLife y WWF tachan de inviable; en su lugar, piden poner fin al extractivismo, iniciar una transición ecológica y encontrar alternativas para la comarca. Cerca de 22 años después del desastre, consideran que el riesgo de que se vuelva a repetir un suceso similar no ha desaparecido.

Pero en el pueblo las cosas se ven distintas. El alcalde de Aznalcóllar, Juan José Fernández (IU), trabajador de la mina cuando tuvo lugar el accidente, se expresaba el pasado abril a favor de la reanudación de la actividad minera: "Queremos que todo acabe y la comarca vuelva a ser lo que fuimos. No es de recibo seguir esperando más burocracia y que la gente pase hambre literalmente. La mina supone ese comer". Según indicaba a Europa Press, este proyecto, que acarrearía 30 años de trabajo, 5.000 empleos y 450 millones de inversión, supondría la salvación económica de la comarca. El reto, pues, está en la complicada tarea de conciliar los principios ecologistas con las políticas de empleo que la zona necesita.

El 25 de abril de 1998, la presa minera de Aznalcóllar (Sevilla) reventó y provocó un vertido de entre 5 y 6 millones de metros cúbicos de lodos y aguas ácidas que supuso uno de los mayores desastres medioambientales de Europa. Más de 20 años después, el balance de la catástrofe, que muchos piensan que podría haberse evitado, es desigual: los trabajos de recuperación dieron resultados positivos, pero las responsabilidades penales y económicas siguen sin resolverse.

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