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"Lo que nos contaba Antonio no estaba en ningún libro", la profunda huella de la tradición oral

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Juan Manuel Arévalo Badía

Hay un momento en los atardeceres del estío en que el tiempo parece detenerse. Es cuando los colores comienzan a confundirse aun sin haberse transformado todavía en sombras. Las últimas luces siguen luchando ante la ausencia de color que sobreviene. El sentido de la vista cede su papel al olfato y al oído, para adecuarse al nuevo cuadro natural del momento. A esa hora, los olores de las húmedas acequias y los caces de riego se hacen presentes. Los dompedros abren sus trompetas.

Es entonces cuando Antonio, que ha recogido varias gavillas de esparto del remojo de la alberca, camina hacia un promontorio de piedra cercano a la casería. Es la señal. Toma asiento en la meseta que sobresale horadada por tres oquedades que infantilmente atribuíamos a tumbas de hombres primitivos, pero luego supimos que se llamaban godos. Tan primitivamente lejanos como la imagen de una muerte inadvertida, presente, pero a la vez borrosa como los árboles del lejano horizonte.

Siempre he recordado esa inmensa habilidad creativa de la tradición oral, de la que posiblemente Antonio fuera receptor y a la vez transmisor cuando la palabra cantada había sido ya vencida por la escrita

Erguido y con su camisa remangada coloca bajo su brazo izquierdo la gavilla de esparto. Engola la voz a la vez que sus áridos dedos de jornalero de campo comienzan a moverse con destreza para enlazar los ramalillos de esparto y confeccionar las tiras de pleita. En cuclillas y formando un semicírculo, nuestra infantil expectación nos sobrecoge. Antonio es hábil y retarda el inicio del relato para convocar aun más el interés curioso de la chiquillería. Mira hacia la veleta de la casería de San José. Indaga si la flecha pinta solanera para la madrugada y habrá trilla en las eras. Del preciso saca el mechero de torcida y un caldo de gallina. Lo enciende y después de la primera humareda comienza su relato.

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Lo que nos contaba Antonio no estaba en ningún libro de los que entonces ya empezábamos a leer, ni recuerdo tampoco encontrarlo en los muchos que pasaron ante mis ojos. Cuando los grillos iniciaban su coro nocturno, la voz de Isabel y la de mi madre llamaban a la cena bajo la parra que daba sombra a la lonja, limitada por la alberca de riego.

Siempre he recordado esa inmensa habilidad creativa de la tradición oral, de la que posiblemente Antonio fuera receptor y a la vez transmisor cuando la palabra cantada había sido ya vencida por la escrita. Sus narraciones no tenían fin. Se extendían una, dos y cuantas tardes-noches considerara su imaginación o su recuerdo, como aquellos viejos aedos griegos que nos dejaron la Ilíada y la Odisea. En mi mochila llevo lo mucho que aprendí con quienes conviví durante muchos veranos.

A Antonio e Isabel, a Adela, Pili y Juan Fausto, santos caseros que como otros de tantas caserías supervivieron con tesón y esfuerzo a la escasez.

Hay un momento en los atardeceres del estío en que el tiempo parece detenerse. Es cuando los colores comienzan a confundirse aun sin haberse transformado todavía en sombras. Las últimas luces siguen luchando ante la ausencia de color que sobreviene. El sentido de la vista cede su papel al olfato y al oído, para adecuarse al nuevo cuadro natural del momento. A esa hora, los olores de las húmedas acequias y los caces de riego se hacen presentes. Los dompedros abren sus trompetas.

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