LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Mazón prepara su defensa judicial echando balones fuera y frustra las expectativas de Feijóo

¿Fotografiar pensamientos o invocar a los muertos? El arte y la fullería: la relación más fecunda de la historia

En 1827, Joseph Nicéphore Niépce plantó, en una ventana de su casa, una caja con una pequeña abertura por donde pasaba la luz. En su interior, expuesta al haz, colocó una plaquita metálica cubierta con betún. Como el proceso requería un posado largo, escogió como modelo el tejado de los vecinos. Ocho horas después, voilá: un retrato de tejas y azoteas. El amigo José Nicéforo acababa tomar la primera fotografía de la historia, mediante un proceso que bautizó heliografía, esto es, dibujos del sol.

Durante el siglo siguiente, la fotografía sirvió a los propósitos más insospechados y se interesaron por ella psiquiatras, militares retirados, criadores de caballos, adivinos, nigromantes y tanatopractores. Enhebremos algunas historietas. En 1872, los hinchas californianos de la hípica andaban a guantazos. ¿El motivo? Una discusión bizantina: querían saber si en algún momento del galope los caballos flotaban en el aire. Para solventar esta cuestión trascendental, Leland Stanford, de profesión magnate, contrató los servicios de Eadweard Muybridge quien, tras varios intentos y mediante un ingenioso sistema de sábanas (que hacían de pantalla de fondo), logró capturar la secuencia completa de la marcha del caballo. ¡Viva el fotograma! Muybridge, como era un tipo sagaz, aplicó el innovador procedimiento a toda clase de sujetos: tenistas en porretas, muchachas en toples y búfalos sin pantalones. Los fotógrafos, ya se sabe.

En pleno frenesí electrobiológico, Louis Darget inventó una diadema para fotografiar el pensamiento. Colocaba una plaquita en la cabeza del sujeto mientras le pedía que pensase muy fuerte en tal o cual cosa. Luego, cogía el manchurrón y se convencía de que aquello era, efectivamente, un águila o una estrella

Como la nueva técnica podía emplearse con propósitos científicos, el neurólogo Jean-Martin Charcot hizo instalar un gabinete fotográfico en el hospital parisino de la Salpêtrière. Hasta entonces, los libros de medicina tenían que contentarse con ilustraciones y descripciones: ahora, gracias a los prodigios de la cámara, incluirían pruebas indubitables. Charcot, encelado en este propósito, terminó armando un teatrillo con las pacientes del ala psiquiátrica, a quienes inducía a padecer los estadios de una nueva patología: la histeria. Para detallar cada minucia del trastorno, el médico pedía a sus pacientes que posaran en tal o cual postura el tiempo suficiente para que la cámara, incapaz de capturar una crisis a velocidad normal, inmortalizasen el episodio de una dolencia que solo existía en ese gabinete psicosomático. La cosa fue tan histriónica que sus pacientes-modelos-víctimas se hicieron famosas: pueden curiosear la historia de Louise Augustine Gleizes o de Blanche Wittmann, la 'reina de las histéricas'.

Por esa misma época, otro médico, llamado Hippolyte Baraduc, sintió fascinación por las modernas teorías sobre la electricidad animal y se dijo: malo será que las placas fotosensibles no capten los efluvios vitales. Esta simpática idea nos ha legado imágenes preciosas, todas ellas explicables por las aberraciones que produce el manoseo de las soluciones químicas. Incluso, hubo quien, para facilitar el proceso, se dejó dar calambrazos para estimular la energía vital. El intrépido Louis Darget llegó aún más lejos: en pleno frenesí electrobiológico, inventó una diadema para fotografiar el pensamiento. Colocaba una plaquita en la cabeza del sujeto mientras le pedía que pensase muy fuerte en tal o cual cosa. Luego, cogía el manchurrón y se convencía de que aquello era, efectivamente, un águila o una estrella.

'Pájaro en el espacio', el juicio de Brancusi contra EEUU para aclarar qué es arte en las aduanas

Ver más

La creciente confianza en las imágenes (que valen más que mil palabras) también produjo triquiñuelas menos inocentes. Recuerden que, en esta época, el espiritismo causaba sensación y no faltó quien, mediante dobles exposiciones, veladuras y trucos de tahúr hizo aparecer a la abuela muerta. El precursor fue un tal William Mumler, que aprovechó la coyuntura de la Guerra de Secesión para gritar la consigna de los psicópatas: una crisis es una oportunidad. ¿Le han matado al chiquillo en Petersburg? No se inquiete, mire al pajarito y, tachán, el muchacho aparece posando de uniforme. Ay, el arte y la fullería: la relación más fecunda de la historia.

***

Déjenme terminar con unas recomendaciones bibliográficas. Sobre los tejemanejes de Charcot, hay un libro imprescindible de Georges Didi-Huberman que tiene por título La invención de la histeria. Sobre la influencia de estos pioneros de la fotografía, les recomiendo el catálogo de la exposición Histeria. La transgresión del deseo, comisariada por Pilar Soler Montes y editado por el TEA de Tenerife. Finalmente, si les interesan las fotos que salen mal, vayan a la Breve historia del error fotográfico, de Clément Chéroux. Un librito ameno e interesantísimo.

En 1827, Joseph Nicéphore Niépce plantó, en una ventana de su casa, una caja con una pequeña abertura por donde pasaba la luz. En su interior, expuesta al haz, colocó una plaquita metálica cubierta con betún. Como el proceso requería un posado largo, escogió como modelo el tejado de los vecinos. Ocho horas después, voilá: un retrato de tejas y azoteas. El amigo José Nicéforo acababa tomar la primera fotografía de la historia, mediante un proceso que bautizó heliografía, esto es, dibujos del sol.

Más sobre este tema
>