Maleta de libros
'Las grietas de América', de Mikel Reparaz
En Estados Unidos hay un Gran Arácnido que anida en su corazón, muerde a sus enemigos y pone huevos en los sitios más insospechados. Es la supremacía blanca. Esa es la conclusión a la que llega el periodista Mikel Reparaz recorriendo el enorme país de parte a parte, hablando con los vecinos, encontrando historias de adolescentes que heredan el miedo a morir o de cowboys antifascistas. Esas experiencias están recogidas en Las grietas de América, que publica el sello Crítica el 8 de septiembre. infoLibre publica aquí un extracto de su primer capítulo.
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"Si salgo corriendo ahora, me dispararán sin preguntar —me dice Trevon con una sonrisa nerviosa—. En cambio, si sales tú, te darán el alto y te preguntarán a dónde vas". Bajo la mirada al asfalto sabiendo que tiene razón. Se acabó nuestra conversación.
Es casi medianoche. El toque de queda está a punto de comenzar. La calle está cortada por decenas de policías antidisturbios y vehículos militares, Humvees blindados que le sobraron al ejército tras la invasión de Afganistán y que ahora utiliza la Guardia Nacional para patrullar los barrios de Baltimore. Fogonazos azules y rojos bosquejan un supermercado destrozado, saqueado e incendiado durante la noche anterior. Un grupo de manifestantes, en su mayoría jóvenes negros, desafía las órdenes del gobernador de Maryland. Permanecen en la calle, frente a la muralla de agentes acorazados detrás de cascos, escudos y armaduras mientras un helicóptero lanza sobre ellos un cañón de luz blanca. "¡Vuelvan a sus casas!", resuenan los altavoces del helicóptero. Pero nadie se mueve. Y la tensión crece por momentos. "¡El Departamento de Policía de Baltimore les ordena que abandonen inmediatamente las calles!", ladra la voz metálica del helicóptero. "¡Repito, abandonen las calles!". Pero nadie se mueve. Tampoco nosotros, los periodistas, apostados en tierra de nadie, entre la barrera policial y los manifestantes.
Trevon es un chico de unos veinte años. Luce rastas y viste una camiseta que reza Jesucristo era Negro. Está nervioso. Da pequeños saltitos y manosea compulsivamente su iPhone mientras lanza miradas repentinas a los policías antidisturbios, como si a ratos se le olvidara que están ahí, a pocos metros de nosotros. Lleva así unos minutos, sin despegarse de mí. Hace fotografías para subirlas a su cuenta de Instagram, me ha explicado. Y si sale corriendo, sí, es probable que alguno de los cientos de policías armados le dispare. Es lo que puede ocurrir aquí en West Baltimore cuando un joven negro se acerca a un policía peligrosamente. Porque los uniformados ven eso, peligro, en los jóvenes de piel oscura vestidos con camisetas de Jesucristo era Negro, sudaderas con capucha o pantalones caídos. "Es lo que le pasó a Freddie Gray", me ha dicho Trevon antes de que nuestra conversación agonizara entre luces azules y rojas, gritos y el zumbido del helicóptero que nos sobrevuela.
Aunque Trevon nunca había cruzado una palabra con él, Freddie Gray bien podía haber sido uno de sus amigos del barrio. Uno más entre los jóvenes que deambulan por las calles de Sandtown, en West Baltimore, porque no tienen trabajo ni perspectivas de estudiar, ni nada. Un chaval de Gilmor Homes, un project de viviendas sociales en un vecindario donde uno de cada diez residentes es adicto a la heroína y donde la mitad de las casas, ciegas y vacías, de puertas y ventanas tapiadas, se fosilizaron hace tiempo en un paisaje espectral. Desde las ventanas de las casas todavía habitadas, ancianos y vecinas vigilan a los niños que juegan en la calle. Niños que pronto serán adolescentes condenados a buscarse la vida en estas mismas calles. El tráfico de drogas es una salida fácil, al alcance de la mayoría, pero una vez arrestados esos jóvenes quedan marcados y se les cierran las puertas de cualquier otro trabajo. Es el círculo vicioso en el que se encuentran atrapados muchos jóvenes de Sandtown y del que no podía salir Freddie Gray. Sus amigos cuentan que quería dejar los trapicheos, pero no veía la salida. Había sido arrestado ya dieciocho veces por la Policía de Baltimore. Los agentes que pusieron fin a su vida lo conocían bien.
Domingo. Primera hora de la mañana. Dos niños negros, casi bebés, casi desnudos, juegan con una llanta de coche sobre el asfalto. Son de otro tiempo, de otro hemisferio. Hacen rodar la llanta frente a las escalinatas de uno de esos fósiles de dos pisos de ladrillo rojo, vestigios arquitectónicos de un pasado mejor en el que aquí vivían familias de clase media. Muchas son las mismas que han visto a sus nietos morir de sobredosis o de un tiro en la cabeza. Freddie probablemente conocía a esos niños, puede que hasta bromeara con ellos al pasar a su lado. Los vecinos lo recuerdan siempre sonriente. Sonrió. En el fondo, este barrio, por muy deprimido que esté —debió de pensar— es su casa, y es reconfortante pasear por sus calles. Especialmente tras haber pasado dos años a la sombra por posesión de drogas. En poco menos de dos semanas tenía que volver a presentarse en el juzgado por otra denuncia similar. La historia de otros muchos chicos del barrio. Detenciones, interrogatorios y temporadas en la cárcel por posesión o tráfico de drogas. La tasa de encarcelación en Sandtown es la más alta del país. También la tasa de criminalidad. Y la de pobreza. Esa pobreza de la que es casi imposible salir si eres negro en West Baltimore, porque los barrios pobres de los centros urbanos (los llaman inner cities o "ciudades interiores" en contraposición a los suburbios de clase media y alta) son compartimentos estancos en Estados Unidos, asfixiantes acuarios de cristal de los que es imposible salir al mar abierto de la abundancia, del prometido sueño americano. Y esa pobreza siempre acompañó a Freddie. A paso ligero, dejó atrás uno de los muchos edificios decrépitos en los que vivió de alquiler con su madre soltera y sus hermanas.
Heroinómana y analfabeta, Gloria dio a luz a gemelos prematuros hace veinticinco años. Niña y niño: Fredericka y Freddie. Los primeros instantes de la vida del chico fueron tan dramáticos como su final. Tras su llegada al mundo, brusca e inesperada, Freddie pasó semanas aislado en una incubadora del hospital, hasta que los médicos consiguieron que su peso superara los dos kilos y le salvaron la vida. Superviviente de nacimiento, estaba condenado a una infancia penosa, en la que la figura de la madre se evaporaba durante las temporadas que tenía que pasar supuestamente en programas de rehabilitación por su adicción a la heroína. Del padre no se sabía nada, ni se le esperaba. Una infancia que transcurrió en Sandtown, a menudo en casas sin electricidad ni agua caliente, con escasez de comida y atención médica precaria. Ante la ausencia intermitente de su madre, Freddie se apoyó en Fredericka y sobre todo en la hermana mayor de ambos, Carolina, con la que vivió los últimos años de su vida. Como otros muchos niños de West Baltimore, los hijos de Gloria crecieron enfermos, envenenados por el plomo utilizado en la pintura de las paredes, que al descascarillarse llenaba de polvo tóxico sus habitaciones. Durante los últimos años Gloria y sus hijos vivieron de las indemnizaciones que obtuvieron en 2008 en el juicio contra la inmobiliaria que les alquiló un apartamento durante cuatro años. Era el "dinero del plomo", como se conocía en Sandtown. Indemnizaciones, ayudas y subsidios, único sustento de muchas familias pobres. Y luego, claro, estaba el dinero de los trapicheos. Ese dinero del que Freddie prefería no hablar a sus hermanas.
Al doblar la esquina se encuentra frente a frente con una pareja de agentes de policía patrullando en bicicleta: Edward Nero y Garrett Miller. Como es habitual en este barrio, los únicos blancos que se ven por la calle van de uniforme. Camisa fluorescente y casco de ciclista. Le miran, les mira, y él gira la cabeza. Su instinto le lleva a darse la vuelta y acelerar el paso. Entonces, los agentes Nero y Miller, como dos escapados en la subida al Tourmalet, se yerguen sobre sus bicis y pedalean con todas sus fuerzas. Freddie corre. Vuelve a pasar junto a los dos niños, que ríen agitados cuando le ven saltar sobre una pila de bolsas de basura. Pero en pocos metros los ciclistas caen sobre él.
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No tarda en llegar una patrulla con el teniente Brian Rice al mando. Nero y Rice inmovilizan al joven en el suelo. Mientras uno le clava la rodilla en la nuca, el otro sujeta sus piernas y las dobla en una dolorosa contorsión hacia su cabeza. En la jerga policial lo llaman «el nudo de piernas». El agente Miller es el encargado de registrar sus bolsillos. No tarda en encontrar la navaja. En el estado de Maryland las armas blancas plegables son legales, pero una ordenanza de la ciudad de Baltimore prohíbe las navajas automáticas. Y ese es el motivo por el que el teniente Brian Rice decide detener a Freddie Gray. Inmediatamente, con el joven esposado en el suelo, pide más refuerzos por radio. El furgón policial no tarda en llegar. Varios jóvenes del barrio miran cómo meten a Freddie en el vehículo, a golpes. Según explicará uno de ellos más tarde, apenas puede caminar. Una hora después ingresa en estado de coma en la unidad de traumatología del hospital de la Universidad de Maryland. Tiene la columna vertebral fracturada a la altura del cuello.
"Si Freddie hubiera sido un chico blanco de la zona Este de Baltimore, por mucho que hubiera esquivado la mirada de un policía en la calle, por mucho que llevara una navaja en el bosillo, jamás habría acabado con el cuello roto agonizando en un hospital —me dirá Trevon días después durante las protestas—; eso es puro racismo". Pero el racismo es mucho más sutil que todo eso, pienso. Va mucho más allá del color de la piel. Como en los miles de casos de brutalidad policial a lo largo y ancho de Estados Unidos, el de Freddie Gray ocurre en un barrio deprimido, un gueto donde casi el cien por cien de la población es negra. Nada parecido habría pasado en el Este de Baltimore, en la zona del Puerto Interior o en los suburbios de clase media, donde los índices de pobreza y de criminalidad son los de cualquier país desarrollado. El cuento de las dos ciudades de Dickens. Dos países. Paralelos. Y en eso ha llegado la medianoche, hora del toque de queda. Vuelan los primeros cócteles molotov.
Mientras la policía lanza botes de humo y carga contra los manifestantes a porrazos, por un instante juraría que llega el sonido de la trompeta de Louis Armstrong desde el Teatro Royal. Las notas de Blueberry Hill son casi imperceptibles tras el sonido de los cristales rotos, el aullido de las sirenas y el estruendo del helicóptero, a punto de enredarse en los cables de alta tensión que cuelgan entre las hileras de casas adosadas de la avenida Lafayette. Varios jóvenes encapuchados lanzan cohetes, apostados junto a la entrada de un Bank of America iluminado por un contenedor en llamas. Los proyectiles causan explosiones pirotécnicas al impactar contra el suelo o contra los escudos de policarbonato transparente de la policía, inaudibles cuando la famosa orquesta All Stars estalla en un riff de metal bombástico. La sordina de Armstrong se funde con la cascada de trombones, tubas, saxofones y trompas. La policía se lleva a los primeros detenidos, maniatados con esposas de plástico. Aunque, pensándolo bien, es bastante improbable que la música del Teatro Royal llegue hasta aquí. La avenida Pensilvania está demasiado lejos. A quince minutos a pie, cuatro en taxi, según Google Maps. Además, a Louis Armstrong lo enterraron en 1971, justo el mismo año en que demolieron el Teatro Royal.