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Hay un fuego dentro y lo dejé arder en Sancti Petri

Hay un fuego dentro. Intentamos que no nos queme, pero nos quema. Lo ideal sería bajar un poquito la intensidad de la llama, para que simplemente alumbrara el camino y nos diera calor si nos perdemos, pero dan muchísimas ganas de darle un manotazo y extinguirlo y espolvorear las cenizas, y que se acabe todo. Es el fuego que nos hace avanzar, desear otras bocas, llorar en un concierto, soñar con funerales, escribir con rabia, odiar al enemigo de clase.

Vivir en pandemia —o, mejor dicho, vivir así en pandemia, con la producción por encima del cuidado y con la vida siendo asediada por tantos frentes— es querer apagar el fuego y marchar a dormir al fondo de la cueva. Así que el verano pasado salí corriendo buscando que le diera un poco al aire. Montamos cuatro planes, cogimos dos coches y nos plantamos en Sancti Petri, Cádiz, antiguo poblado marinero. 

Podría contarles muchas cosas. Podría explicarles que en Novo Sancti Petri, al este, los grandes complejos hoteleros intentan privatizar la playa, de lo poco que nos queda público. Ponen vallas y senderos y los turistas sonríen, aplauden, asienten y pagan. Podría matizar que, al oeste, algunos restos del antiguo poblado se mantienen en pie a duras penas. Hemos tenido suerte: ninguna administración ha sabido muy bien qué hacer con ellos. Una excavadora tiró en 2008 la mayoría de las edificaciones maltrechas. Un paseo entre las que quedan devuelve la belleza brutal de lo abandonado, del fin de una historia. Los pescadores, que practicaban el sencillo arte de la almadraba para capturar atunes, tampoco están. Pero sigue oliendo muy fuerte a sal y un artista local ha pintado un grafiti en un muro. Los guardias civiles tuvieron la sorprendente decencia de pillarle in fraganti y dejarle hacer. 

Podría incidir en el hecho de que aquí la masificación turística, probablemente más por el azar que por la ordenación urbanística sensata, no ha llegado. Aquí se respira. No hay mucho que comprar ni que consumir. Algunas empresas de lo que, de manera un tanto irónica, llaman "turismo activo" alquilan kayaks con las que tirarse al mar y llegar al islote de Sancti Petri, donde se levanta el castillo del mismo nombre. Es tan, tan antiguo que se cree que lo fundaron los fenicios, los primeros que llegaron a la zona calificados como civilización, y que visitaron el paraje personajes tan legendarios como Aníbal Barca o Julio César.

Un poco más allá se ubica un pequeño puerto deportivo, sin demasiadas pretensiones, y dos o tres restaurantes donde pedir unas cuantas raciones de buen pescaíto frito, con tercios baratos, ortiguillas en la carta y mantel de cuadros. No hace falta más. No hay un grandioso paisaje, ni una historia épica. Es sencillo: aquí se para el tiempo. 

Podría contarles que cogí el kayak, que visité y revisité el poblado, que me empapé de su pasado, que conocí al artista y le pregunté por su historia, pero sería mentira: no hicimos nada de eso. Hicimos lo que necesitábamos. Nos sentamos en un chiringuito cualquiera y pedimos una copa, y luego otra más, nos bañamos en el mar y volvimos y reímos. No pensamos en el jefe, ni en el alquiler, ni en ese dolor que no le cuentas a nadie. Vimos atardecer acompañados de un camarero jerezano que no paraba de hacer bromas y luego dimos un largo paseo, en práctica soledad, charlando de trivialidades para acabar cenando en una de esas terrazas poco pretenciosas. 

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Nos hacía falta parar y Sancti Petri es un buen lugar para parar. Porque si nunca nada para de agitarse, el fuego se acaba apagando. Veníamos de una pandemia que había estado a punto de llevarse por delante a nuestros seres queridos, viviendo a 500 kilómetros, aislados con un ordenador enfrente, mucho trabajo por hacer y las Unidades de Cuidados Intensivos como principal noticia. Una y otra vez. Luego volvimos de Cádiz y la llama volvió a titilar, lloramos por amor, por ansiedad y por las dos cosas a la vez, echamos de menos, cumplimos con nuestro papel en el engranaje productivo, intentamos seguir tirando palante aunque no sabíamos muy bien adónde íbamos. 

Este verano de mierda, de una nueva promesa incumplida de normalidad, intentaremos volver, si las variantes y el protocolo de aislamiento anticovid nos dejan. Le he prometido a mi amiga Alba que esta vez, de verdad, sí que cogeremos el kayak. Creo —no se lo digan— que ella piensa un poco que perdimos el tiempo allí tirados en aquella terraza, riendo y pontificando sobre la identidad andaluza como si fuéramos la reencarnación de Blas Infante. Yo creo que no lo perdí, sino que lo gané. Pero este verano vamos a ir un poco más allá y vamos a intentar que el fuego arda fuerte y sano, simbolizando el hogar en vez del infierno. 

Sin quemar. 

Hay un fuego dentro. Intentamos que no nos queme, pero nos quema. Lo ideal sería bajar un poquito la intensidad de la llama, para que simplemente alumbrara el camino y nos diera calor si nos perdemos, pero dan muchísimas ganas de darle un manotazo y extinguirlo y espolvorear las cenizas, y que se acabe todo. Es el fuego que nos hace avanzar, desear otras bocas, llorar en un concierto, soñar con funerales, escribir con rabia, odiar al enemigo de clase.

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