En 1994, el último régimen segregacionista racial del mundo cayó para dar paso a un nuevo sistema que carecía de precedentes y que dejaba a sus ciudadanos liberados y desamparados al mismo tiempo.
Esta es la historia de Dipuo, una de las activistas cuya lucha hizo caer el apartheid, pero también de su hija Malaika, que sobrevive en un mundo hostil y violento del que sigue sin sentirse parte. Y Christo, uno de los últimos sudafricanos blancos reclutados para luchar por la supervivencia del antiguo régimen y cuya deriva es pareja a la de una sociedad que ha perdido sus privilegios y que vive anclada entre la nostalgia y el resentimiento.
Reconocido con el prestigioso premio PEN/Galbraith de 2023, Los herederos, fruto de doce años de reporterismo, es una aproximación al pasado y al presente de Sudáfrica a través de la vida cotidiana de tres de sus ciudadanos. Un libro que, con sutileza, dibuja la compleja realidad de un país desde la intimidad de sus protagonistas.
infoLibre adelanta su prólogo días antes de su llegada a las librerías el 30 de agosto de la mano de la editorial Península.
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Se puso en movimiento cuando aún era de noche. Así funcionaban las cosas en Soweto: los negros se levantaban antes del amanecer porque tardaban horas en llegar al trabajo en los autobuses que los llevaban a la ciudad que antes era solo para blancos. Hasta donde le alcanzaba la memoria, Malaika oía a los hombres y las mujeres levantarse a las cuatro de la madrugada para avivar las brasas y preparar el té. Las paredes de la chabola en la que vivía con su abuela, su madre, su tía — a la que llamaba «hermana»— y sus tíos eran de planchas de hierro ondulado, y las otras estaban tan cerca unas de otras que oía a gente que vivía tres casas más allá levantarse y refunfuñar, y le llegaba claramente el entrechocar de sus cacharros.
Siempre intentaba volver a dormirse. Pero desde que cumplió los once años, a ella también le tocaba despertarse a la misma hora. Su madre la había matriculado en una escuela que antes era solo para blancos y que quedaba al otro lado de la montaña, y el trayecto en autobús duraba dos horas. Cuando se levantaba de la manta extendida en el suelo que usaba como cama, las estrellas ya se habían ocultado y el humo de las fogatas de sus vecinos, que se colaba hasta su chabola, la cegaba y a veces tropezaba con el hornillo aún caliente de su abuela, y se quemaba los brazos.
Pero se decía a sí misma que valía la pena. A oscuras, se recogía el pelo, llenaba la mochila con sus cosas, se vestía con el uniforme — una falda negra y un jersey de un azul turquesa muy luminoso con un emblema rosa y púrpura bordado en la pechera— y esperaba a que uno de sus tíos la acompañara hasta la parada del autobús.
De haber podido pedir un deseo, habría sido que la llevara Godfrey, el hermano de su madre que era su favorito. Los otros dos tíos que vivían con ella jugaban a dados en las calles para ganarse unas monedas, y a ella le parecía que ya tenían modales de abuelo, porque eran cascarrabias y descreídos. Pero Godfrey era serio, guapo y se diría que no envejecía. A ella le parecía que nunca había tenido el aspecto de un hombre de Soweto. Trabajaba duro, pero cuando entraba en casa transformaba el aura de la chabola. Llevaba zapatos nuevos y unas camisas increíbles, con los primeros botones desabrochados que dejaban al descubierto su pecho aterciopelado. Y era amable, y llevara la ropa que llevara siempre se agachaba y se sentaba en el suelo para conversar y reírse con Malaika. Su risa era como una de esas bombillas eléctricas que tantas veces no funcionaban: cuando Godfrey se reía, ella olvidaba que la luz, en la chabola, solo iba a ratos.
Su país, Sudáfrica, había optado por la integración racial apenas en 1994, cuando ella tenía dos años. Siempre había existido escuela primaria para los niños negros — a los que se mantenía alejados de los barrios blancos mediante el sistema de segregación racial más estricto que jamás ha conocido el mundo—, a quince minutos de allí. Pero su madre le explicaba que, ahora que podía, le convenía más estudiar en una escuela que hasta hacía poco era solo para blancos para que, cuando creciera, se pareciera más a Godfrey; para que fuera una joven empoderada, libre, y para que tuviera mayor confianza en sí misma. Su tío, por trabajo, visitaba lugares que tenían unas cosas increíbles. Cuando regresaba a casa traía bolsas llenas de comida, unas piezas preciosas de bisutería y unas chucherías con el centro cremoso que no ofrecían los vendedores ambulantes de Soweto. De eso estaba segura, porque las había probado todas.
—¿De dónde has sacado estas? — le preguntaba.
—Del País de Nunca Jamás — respondía él riéndose.
Ahí era donde le decía que trabajaba: «En Nunca Jamás». Le contaba que allí los muebles eran de chocolate y que por las cloacas corría oro líquido. Ella no sabía si creérselo, pero debía de ser un lugar maravilloso si Godfrey estaba tan contento.
Cuando estaba con él olvidaba por qué debía salir siempre acompañada a la calle. La gente decía que caminar por Soweto no era seguro. Los ladrones podían agazaparse detrás de los altos montículos de basura que había por el camino y asaltar a las niñas pequeñas. En realidad, desde su colegio nuevo enviaban un autobús a Soweto que recogía a los niños negros a la puerta de sus casas, pero Tshepiso, su hermana, se avergonzaba tanto de la chabola en la que vivían que se negaba a que los demás niños del transporte escolar vieran que las recogían allí.
Así pues, Malaika tomaba el autobús urbano. Al pensar en Godfrey también se olvidaba de lo triste que se sentía ahí. Los otros pasajeros eran mucho mayores, criadas y los llamados «chicos jardineros», que conservaban los trabajos que tenían antes de que terminara la discriminación racial en Sudáfrica.
Parecían exhaustos, sin fuerzas, mendigos más que herederos, y llevaban sus uniformes de criada o las herramientas de jardinería en la misma clase de bolsas que cargaban los sintecho por la autopista elevada que separa la vieja ciudad negra de la vieja ciudad blanca, además de otras bolsas, en este caso vacías, para recibir la ropa usada de sus señoras blancas, o las sobras de comida. En el autobús, se sentaban con la cabeza apoyada en las manos, intentando dormir un poco más mientras un predicador itinerante recorría los pasillos entonando un himno olvidado de la era del apartheid.
Morena ke o tshepile.
Onkise qhobosheaneng.
Onthuse ke tshabele teng.
Ver másCómo no ser esclavo del sistema
Ha ke le qhobosheaneng le hao ha dina ho mphilela.
(En Dios confío. / Dios, llévame a tu refugio. / Ayúdame a correr hasta allí. / Cuando llegue a tu refugio, ellos ya no podrán encontrarme.)
En Nunca Jamás no haría falta un predicador como ese. Allí no había «ellos» que siguieran bloqueando los caminos de los negros. El autobús avanzaba a través del norte de Soweto, entre montículos de tierra removida y vertederos, hasta que empezaba a ascender. En lo alto de la colina, el mundo parecía volverse, a la vez, más oscuro y más hermoso. Era ahí donde el autobús entraba en lo que antes era la ciudad de los blancos. La gente que vivía allí parecía seguir durmiendo, pero las luces que iluminaban sus jardines — piscinas y plataneras y jacarandas de flores moradas— seguían encendidas toda la noche, como el cielo. El autobús iniciaba el descenso tan deprisa al llegar a la cima que ella casi se mareaba. Pero al mirar por la ventanilla, como la neblina se disipaba, divisaba el horizonte. Los barrios blancos se ondulaban en dirección a él hasta que las luces se volvían tan densas, tan brillantes, que imitaban la salida del sol. ¿Era eso Nunca Jamás? No lo sabía, pero a ella le parecía que sería suficiente.
En 1994, el último régimen segregacionista racial del mundo cayó para dar paso a un nuevo sistema que carecía de precedentes y que dejaba a sus ciudadanos liberados y desamparados al mismo tiempo.