Marta Sanz (Madrid, 1967) es una de las escritoras que vio cómo su última novela se quedaba atrapada del otro lado de los escaparates de las librerías. pequeñas mujeres rojas (Anagrama), el cierre de su trilogía del detective Zarco, salió a la calle el 4 de marzo. Si le esperaba una primavera de intensa promoción, el trabajo —como tantos otros— se vio paralizado. O casi, porque la escritora, autora de libros como Clavícula o La lección de anatomía, no se detuvo. Desde el salón de casa, se paseó virtualmente por todo el país, y con la nueva normalidad lo ha hecho incluso físicamente. Ha descubierto, incluso, las bondades y maldades de Instagram (su primera foto es del 16 de abril), donde va hilvanando breves textos cada día.
Pero en este supuesto nuevo mundo, Sanz sigue hablando de los temas que le importan: la fragilidad de los cuerpos, la violencia contra las mujeres, la intersección de clase, género y raza, el poder (o la impotencia) de la literatura, los espejismos del sueño neoliberal... Ahora, con el coronavirus de fondo.
Pregunta. ¿Cómo ha pasado profesional y creativamente el confinamiento?
Respuesta. Con la preocupación de tener adormecidas, hechizadas, con los pies quietos, a mis pequeñas mujeres rojas, así que he estado hiperactiva haciendo un montón de clubes de lectura y encuentros virtuales para sacar las amapolas de la portada de un posible estado de congelación. He sufrido incertidumbre, pero con el desconfinamiento me he dado cuenta de que había mucha, mucha gente dándoles calor. También he estado profundamente triste y, a la vez, me he obligado a estar alegre porque la enfermedad en nuestra casa solo ha pasado rozando y tenemos que cuidar a los que están verdaderamente mal. En resumen, emociones muy contradictorias, desafinación para contar lo que sucede, escepticismo y, simultáneamente, esperanza respecto a la posibilidad de que hayamos aprendido algo de esta experiencia horrible.
P. ¿Cree que lo vivido en estos meses le ha cambiado? ¿De qué manera?
R. Me ha hecho más consciente, si cabe, de mi vulnerabilidad y de la de las personas que quiero. De nuestras debilidades y talones de Aquiles. Me he dado cuenta de que no se puede controlar todo y de que a veces mi hiperactividad me salva, mientras que otras ahonda más en las alienaciones de la realidad que me ha tocado vivir. Pero me impongo la obligación de que el miedo no me paralice y estoy cada vez más convencida de que los países, los Estados, las comunidades tienen que aplicar de manera estructural una política de cuidados y suturar las enormes brechas de desigualdad que van a ensancharse con esta pandemia vírica y económica. Para intentar estrechar la brecha creo que hemos de trabajar sinérgicamente desde la conciencia de clase, de género, de raza y desde una conciencia ecológica que visibilice las aberraciones de nuestro modelo económico y de explotación de los recursos.
P. En estos meses de enclaustramiento y “nueva normalidad”, ¿ha cambiado su relación con su propia imagen pública, y en particular con las redes sociales?
R. Sigo pensando que asumir de forma acrítica las consecuencias del uso de las redes es una posición papanatas. Porque las redes son adictivas y nos hacen normalizar procedimientos de vigilancia y radicalizan nuestro perfil de consumidores y consumidoras, a la vez que estructuran de otro modo nuestra cabeza y nuestro pensamiento: lo epidérmico, lo fugaz, lo vertiginoso, lo débil. Sin embargo, durante el confinamiento para mí ha sido imprescindible ese tejido, esa presencia de interlocución virtual, que me ha puesto en contacto con gente maravillosa que, de otro modo, no habría conocido.Y, como mi naturaleza es adictiva, ahora me va a costar desengancharme: el pie forzado de escribir cada día un post en Instagram me ha divertido y me ha ayudado a reflexionar. Es un soporte estupendo para escribir literatura autobiográfica y poesía visual. Supongo que tendré que encontrar un punto de equilibrio para que no me fagocite y acabe como la niña de Poltergeist. También espero que la gente se haya dado cuenta, por fin, de que, bajo mi coraza vitriólica, vive una tía muy cariñosa.
P. ¿Y cree que el mundo a su alrededor ha cambiado de una forma profunda, más allá de las alteraciones obvias?
R. Me temo que el mundo no ha cambiado mucho porque, junto con el sentimiento de comunidad, responsabilidad, prevención, cuidados y ayuda mutua, se ha agigantado una sensación de individualismo extremo y falsa libertad robada. Un concepto de libertad espurio fomentado desde la ultraderecha. Yo, por mi parte, me coloco en el primer término de la ecuación, pero soy humana, soy gregaria y echo de menos el tacto, los besos, el hedonismo...
P. El sector del libro, como otros muchos, se ha visto paralizado durante meses. ¿Cómo imagina el futuro de este sector a medio plazo?
R. Supongo que hay que evitar las burbujas, la desmesura, la inercia trituradora del mercado... El mundo de la edición debería recuperar cierto sentido de la lentitud, de la selección, reducir el número de novedades por temporada, trabajar con pausa los catálogos y no saturar las mesas expositoras de librerías que ojalá recuperen la dinámica de las librerías de fondo frente a la necesidad de dar un espectáculo diario para sobrevivir. Los lectores y las lectoras han puesto de manifiesto el apego que se tiene por las librerías de barrio. Creo que a muchas no las han dejado caer. Esa recuperación de los oficios documentados, vocacionales, no provisionales, sentidos, sería maravillosa... Sin la demagogia del todo vale, sin clientelizar al espacio de recepción de la literatura. Humanizando los procesos y construyendo la conciencia crítica.Rehabilitando una noción perdida de cultura nutricia y transformadora.
P. ¿Se ha planteado en algún momento escribir algo relacionado con las experiencias de estos meses? ¿Cree que es demasiado pronto, o que la literatura tiene el deber, de alguna forma, de contar también esto?
R. Yo he escrito muchas veces sobre las enfermedades personales y colectivas. Las enfermedades del capitalismo avanzado. Escribí Clavícula. Hablé de la ansiedad, la imposibilidad de separar el dolor físico del psíquico y del económico —me autoexploto, me duele, tengo miedo pero no tengo dinero, horizonte, no llego, me empastillo...— y practiqué lo que, desde algunas universidades, califican como literatura del malestar. Creo que esta pandemia puede tener que ver con la depredación del territorio propia del turbocapitalismo temporero que nos atenaza. Pero es necesario tener perspectiva para escribir algo que merezca la pena. Ahora, como te decía, me siento desafinada y no quisiera confundir el oportunismo con la oportunidad. En los primeros días del confinamiento escribí y colgué gratuitamente en la web de Anagrama un relato tragicómico titulado Sherezade en el búnker. En él expresaba mi confianza en el poder de intervención de los relatos en la realidad, pero también de algún modo compartía un miedo, una sospecha: la violencia machista no solo no se desdibuja por efecto de la enfermedad, sino que se radicaliza.
P. ¿Ha aprendido algo de la crisis sanitaria y de la cuarentena que no hubiera aprendido de otra forma?
R. Que cualquier resta en las inversiones destinadas a la sanidad pública o la educación pública deriva en la pudrición de la democracia. Y no es solo una metáfora. La desatención a lo público genera muerte, pobreza, desigualdad y violencia. Y espejismos heroicos sobre el emprendimiento, la libertad individual de los aristogatos del mundo y la necesidad de un capitalismo filantrópico que no hace otra cosa que poner paños calientes para justificar los procedimientos más salvajes del propio capitalismo.
P. Si tuviera que inclinarse por una opción: de esta, ¿saldremos mejores o peores?
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R. Los buenos y las buenas se harán más buenos y buenas todavía. Y los malos y las malas seguirán intentando sacar provecho de las miserias ajenas en una época de dolor extremo, por lo que su maldad se multiplicará por mil.
P. ¿Qué le ha servido a usted, personalmente, para seguir a flote en los peores momentos del confinamiento y la crisis sanitaria?
R. Mi familia, mis amigos, mi gata, mis libros, Cantando bajo la lluvia e... ¡Instagram!
Marta Sanz (Madrid, 1967) es una de las escritoras que vio cómo su última novela se quedaba atrapada del otro lado de los escaparates de las librerías. pequeñas mujeres rojas (Anagrama), el cierre de su trilogía del detective Zarco, salió a la calle el 4 de marzo. Si le esperaba una primavera de intensa promoción, el trabajo —como tantos otros— se vio paralizado. O casi, porque la escritora, autora de libros como Clavícula o La lección de anatomía, no se detuvo. Desde el salón de casa, se paseó virtualmente por todo el país, y con la nueva normalidad lo ha hecho incluso físicamente. Ha descubierto, incluso, las bondades y maldades de Instagram (su primera foto es del 16 de abril), donde va hilvanando breves textos cada día.