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A nadie le importa la película que pongan en un cine de verano

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Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Y hasta los dueños están de acuerdo. Según me cuentan varios, cuando una película les interesa especialmente, a menudo prefieren ir a verla a otra parte; al multiplex del centro comercial que menos a desmano les pille, por ejemplo. Su negocio no es otro que proyectarlas, pero ni siquiera ellos conceden tanto poder a las películas. El parque de terrazas de Almería, que ha pasado de plató mundial a tierra sin salas, lo deja bien claro: lo que pongan en un cine de verano es lo de menos.

Como espacios, los cines de verano esconden una contradicción inquietante. Están construidos alrededor de un tótem, la pantalla, que luego desdeñan. Para ser más exactos, lo que da igual son las imágenes proyectadas en ella. El muro blanco sí retiene su poder: la dimensión, el resplandor en plena noche, los sonidos imposibles que le atribuimos y que, en realidad, parecen surgir de ninguna parte. Pero, en un punto incierto del viaje entre la pared y los ojos del espectador, el engaño —si es que quedaba algo de él— se deshace.

Esa sensación de filfa que se desmiente sola envuelve el rico pasado cinematográfico de Almería. Especialmente a partir de la década de los sesenta, la provincia fue un escenario de enorme interés para la industria cinematográfica internacional. Las posibilidades estéticas sugeridas en los contornos del desierto de Tabernas atrajeron el interés de cientos de producciones, en buena medida de westerns europeos, cuyo paso por la zona quedó grabado en forma de poblados del Oeste que todavía siguen en pie.

A estos sitios espectrales dedicó Álex de la Iglesia en 2002 una de sus mejores películas, 800 balas. Más de dos décadas después de su estreno, estos viejos decorados levantados en pleno paraje natural de Tabernas siguen cumpliendo la misma función: servir a la vez de museo y de circo, homenajeando —con espectáculos de especialistas y bailarinas de saloon— el pasado cinematográfico de Almería mientras certifican su defunción.

Porque Almería, que un día fuera una ciudad casi hecha de cine, se ha quedado prácticamente sin ninguno. En el centro, las salas de exhibición ya no existen en el espacio público ni fuera del marco del ocio-consumo: solo se encuentran en el cine Monumental, dentro del centro comercial Mediterráneo, o en el complejo Torrecárdenas, a cuál más retirado del centro urbano. Cerca de la capital sí operan hasta septiembre las terrazas comerciales Aguadulce (Roquetas de Mar), con varias pantallas, pero también en las afueras.

El drama del acceso al cine en pantalla grande en Almería y la mascarada decadente de sus poblados-película se retroalimentan con la verdad fundamental de los cines de verano, al menos en su forma más festiva y comunal: que a nadie le importa la película que pongan en ellos. Al cine de verano no se va —como mínimo, no exclusivamente— por los títulos proyectados, sino por una experiencia completa y compartida que los trasciende. La investigadora Jie Li, para el caso de las terrazas en China, define este disfrute extrafílmico a partir del concepto popular chino hot noise, que hace referencia a una confluencia de cuerpos, voces y sensaciones en un determinado ambiente.

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Y sin embargo, solo en un cine de verano me ha ocurrido que me proyectaran una película sobre, precisamente, cómo se ha de ver el cine. Era el videoclip animado de la canción Vente al cine, ya!, de la banda Tennessee. Se trata de un corto musical creado por la Fundación Lumière en 1993, como parte de una campaña para incentivar el regreso del público a las salas en plena crisis de espectadores, y protagonizado por Cinecito, un personajillo con un cinematógrafo por cabeza. Además de ilustrar el caos que todo lo permea en estos lugares, el cortometraje invocaba una paradoja.

Desde el interior de la cinta —que solo uno de los trabajadores del cine de verano en cuestión proyecta aleatoriamente, cuando le viene en gana—, Cinecito exhortaba a los españoles a acudir a las salas de cine como la forma más apropiada de ver una película. Pero, por fuerza, el cortometraje codificaba esa idea de la sala adecuada en unas coordenadas espaciales muy concretas, rápidamente identificables con el interior de una monosala del siglo pasado o incluso de uno de estos arcanos palacios del cinema. Solo he visto a esta película dialogar tan seriamente con el auditorio de un cine de verano y, por supuesto, cortocircuitó en el intento.

Aquella vez, la reivindicación de Cinecito acabó desprendida en el tiempo, como el Billy Pilgrim de Vonnegut. Y como esa misma máquina escacharrada que son los cines de verano. Tal es el poder erosivo del dichoso ruido caliente, que anula el caché hasta de las películas más canónicas, quizá incluso el capital cultural mismo. La fiesta colectiva de los cines de verano da al traste con el lenguaje cinematográfico, que no es más que gramática; la gramática, normas; y las normas, autoridad y jerarquía. Lo habría dicho Marshall Berman si hubiera tenido el gozo de pasar una noche en una terraza mediterránea, dosificando la atención entre la pantalla y el bocadillo de tortilla: todo lo sólido se desvanece en el aire.

Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Y hasta los dueños están de acuerdo. Según me cuentan varios, cuando una película les interesa especialmente, a menudo prefieren ir a verla a otra parte; al multiplex del centro comercial que menos a desmano les pille, por ejemplo. Su negocio no es otro que proyectarlas, pero ni siquiera ellos conceden tanto poder a las películas. El parque de terrazas de Almería, que ha pasado de plató mundial a tierra sin salas, lo deja bien claro: lo que pongan en un cine de verano es lo de menos.

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