'Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona' entre 1877 y 1908, funesto creador del garrote catalán
Nicomedes Méndez nació en 1852 y fue el verdugo titular de la Audiencia de Barcelona entre 1877 y 1908. Se calcula que ejecutó a alrededor de sesenta personas y hay declaraciones, testimonios y constancia documental de que ejercía su oficio con orgullo, a tal punto de que se preocupaba no solo de mantener sus 'útiles de trabajo' en perfecto estado, sino que incluso se preciaba de haber mejorado su principal herramienta de trabajo, el garrote vil, introduciendo una mejora (un punzón que perforaba el bulbo raquídeo) con el fin de acortar la agonía de los ajusticiados.
En este ensayo adictivo, Salvador García, con su prosa precisa y su insaciable afán investigador, nos presenta la curiosa, intensa e incluso dramática vida de uno de los personajes más famosos de la Barcelona decimonónica, Nicomedes, verdugo de la Ciudad Condal, creador del 'garrote catalán'. Un hombre afable y pulcro que sirvió de inspiración al mismísimo Vicente Blasco Ibáñez y fue retratado en plena faena por Ramón Casas. También nos muestra, con un modo de narrar adictivo y veraz, que otorga a sus descripciones realidad y carnalidad, el modo de vida de una ciudad vital, cruda y bulliciosa, y un tiempo no tan lejano, no tan ajeno, en el que el crimen estaba a la orden del día y los criminales eran convertidos por la prensa en personajes populares, famosos y hasta aclamados, que atraían a las masas para presenciar en vivo no su triunfo, sino la gloria de su ejecución.
infoLibre adelanta un extracto de este título, que llegará a las librerías en septiembre de la mano de la editorial AlRevés.
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Infancia entre viñas
En el Archivo Parroquial de Haro se halla inscrito en uno de los libros de bautismos aquel niño que se convertiría en el verdugo más hábil y diligente de España. De haberlo sabido sus vecinos, seguro que hubieran roto el mármol de la pila bautismal con un hacha. El 16 de septiembre de 1842, Santiago Méndez y Paula López Moral bautizaron a su hijo con el nombre que auguraba la profesión terrible que marcaría su futuro, porque el santo de quien procedía su nombre, san Nicomedes, figuraba en algunos santorales como patrón del verdugo, según se recoge en esta nota hagiográfica: «La voz popular dice que san Nicomedes era uno de los muchos patrones del verdugo, porque lo era de la ciudad de Jerusalén, entonces de la Pasión de Jesús, y fue quien por razón de su cargo tuvo que cuidar de la crucifixión del Justo».
Existe una primera y única referencia realizada por Nicomedes de su infancia en la más completa entrevista que le hicieron a lo largo de su vida. De ella se deduce que sabía leer y que era aficionado a la prensa desde su mocedad. Por ello, y por la instancia y firma autógrafa conservadas de él, con una magnífica caligrafía, se sabe que asistía a la escuela y destacaba entre sus compañeros como alumno.
—¿Que por qué soy verdugo? Vivía en Haro, mi pueblo natal, cuando por los periódicos me enteré de que, en un caserío, tres criminales habían cometido un asesinato horroroso. Figúrese que le cortaron los pechos a una anciana, gozaron después brutalmente con ella y, para remate, le quemaron las vergüenzas. Yo he abominado siempre de toda injusticia, y muy alto puedo decir que nunca le he hecho mal a nadie. Pues bien, aquel asesinato me indignó de tal modo que experimenté deseos de ser yo quien mandara al otro mundo a aquellas tres hienas.
La vocación, pues, le vino tempranamente, casi recién salido del cascarón de yeso. Deseaba cambiar los andamios de albañil que ayudaba a construir a su padre por el patíbulo de los ajusticiados.
La niñez de otros colegas que Nicomedes llegó a conocer en su madurez fue aún más cruda que la suya por pertenecer a una familia de verdugos, pues como refería José González, ejecutor de la Audiencia de Zaragoza, su padre le hacía asistir a las ejecuciones y ayudarlo en su horrible faena cuando aún no tenía nueve años. Algo más horrible que lo que le ocurrió a Oliver Twist al trabajar como ayudante de funeraria.
Sus padres, el maestro y los chiquillos de la escuela lo llamaban Nico, uno de los nombres hipocorísticos más familiares del español. Con el paso del tiempo no le gustaría que le hubieran decapitado el nombre, sobre todo cuando ejerciera por vez primera de verdugo con solo veintitrés años. Le parecería bastante ridículo que lo citaran en las audiencias y periódicos como el ejecutor de la Justicia «Nico Méndez». La cuadrilla de albañiles en la que trabajaba su padre no cesaba de repetírselo: «Trae yeso, Nico», «Acércame la paleta, Nico», «Nico, coloca los ladrillos»…, lo mismo que los críos de escuela donde aprendió a escribir con tan buen pulso para trazar las letras.
Hubo un suceso terrible que Nicomedes vivió a sus siete años. Los padres lo asustaron con el caso para que no comiese ninguna fruta del campo si no quería adelantarse en «irse al cielo» como aquel desgraciado zagal. Todo el pueblo estaría de luto, indignado por la cosecha mortal que había sembrado el boticario del pueblo.
En las afueras de la población de Haro, tenía el boticario don Ceferino Ruifrancos un pequeño huerto que por algunos lados estaba cerrado con sarmientos. En él había sembrado, entre algunas plantas medicinales, la belladona, que contiene un jugo venenoso bastante activo. Un grupo de chicos penetró en el malhadado huerto y, creyendo que eran moras, comieron algunos de sus frutos; uno de ellos consumió sin duda cantidad mayor y murió de envenenamiento, pues al hacerle la autopsia encontraron las pepitas que aquella fruta encierra.
También se le quedaron grabadas para siempre en la retina las corridas de vacas que se celebraban en los días de San Juan, San Felices y San Pedro en su villa del vino. Después de la misa conventual, varias personas del pueblo cerraban la plaza Mayor para que no se escapase ninguna res. Sobre todo no olvidaría, a sus doce años, la corrida de vacas y novillos, donde se hundieron los tendidos y resultaron más de dieciséis heridos, «unos rotos los dedos, otros los brazos, y otros piernas y brazos». Esta fue la semilla de su afición a los toros, y las muchas comparaciones que establecería a lo largo de su trabajo como ejecutor de la ley entre los matadores con el verdugo, el garrote con el descabello, y el toro con el asesino ajusticiado. Durante aquellos días deseaba que el tiempo pasase rápido para poder correr delante de los cuernos e intentar torear cualquiera de los novillos con el pañuelo desplegado.
El niño despierto vivió entre los últimos fantasmas de las guerras carlistas. Vistosos uniformes, caballos jadeantes, fusiles cargados de bayonetas, se asomaban con frecuencia por los alrededores del pueblo. Cierto temor a que la guerra pudiese recomenzar recorría las calles como un escalofrío. El niño Nico los veía ir y venir, divirtiéndose, como si fueran soldaditos de plomo. Las ruinas del castillo de Santa Lucía le servirían de juego para apedrearse con otros chiquillos que hicieran de carlistas intentando asaltar la fortaleza de la milicia nacional. Él, con su pandilla, respondía desde las almenas con una granizada de guijarros. Los carlistas creían ilusamente que los jornaleros de La Rioja soñaban cada noche con los colores de su bandera.
Cuando cumplió ocho años, sus padres y vecinos no pudieron creer lo que estaban viendo. Los carlistas, con su audacia y extraordinario arrojo, entraron en Haro en número de cuarenta o cincuenta. Se llevaron ciento veinte mil reales de las oficinas de recaudación y, en la oficina de Correos, se apoderaron de la correspondencia de oficio y del poco dinero que había en la caja. Más que seres animados parecían espectros escapados de la Galería fúnebre. Todos montaban soberbios caballos y lucían vistosos uniformes compuestos de pantalón blanco, chaqueta de grana parecida en su hechura a la de nuestros extinguidos húsares, y boinas encarnadas con una larga borla de seda negra en el centro; de reserva, y para las horas de calor, llevaban también blusas azules y sombreros blancos de ala ancha. La mitad de ellos llevaban por lo menos insignias de oficiales adquiridas en sus luchas.
Pasado algún tiempo, cuando este ejército de facciosos estaba en peligro de extinción, aún quedaban algunas boinas y armas escondidas, resistiéndose sus propietarios a entregarlas en rendición. Una tarde que los chiquillos encontraron estas pertenencias al explorar una cueva, jugaron en las afueras del pueblo convertidos en boinas rojas. Nico participó igualmente como requeté con la chapela colorada, tan grande que se le colaba hasta las orejas y no lo dejaba ver. Enterado su padre de que habían sobresaltado a las gentes de Haro y a la Policía, por creer al distinguir a lo lejos el color de las boinas y la reorganización de los carlistas, lo castigó propinándole verdugazos en el culo con la correa.
El día de su primera comunión, con un invisible ángel de la guarda revoloteando a sus espaldas, tuvo mucho cuidado en no morder la Sagrada Forma por temor a que se le derramaran en la boca unas gotas de la sangre de Cristo, el único ajusticiado inocente por el verdugo. Las campanillas que escuchaba por la calle de los monaguillos acompañando al sacerdote para darles la comunión a los enfermos, volverían a tintinear fúnebremente cuando la Purísima Sangre de los Desamparados anunciase al vecindario que había un reo en capilla, para que rezaran por su pronta muerte en el patíbulo. Los estandartes que portaban los cofrades en las procesiones, los sacerdotes, altarcitos con velas a las imágenes religiosas y las exclamaciones suspiradas que envolvieron su niñez en Haro, lo acompañarían cuando se echase a volar lejos de aquel nido asfixiante. Los pájaros de cuenta que cayeran en la argolla de su cepo no dejarían de gemir con estos trinos: «¡Por Dios, no me haga mucho daño, acabe pronto!»; «¡Dios me recoja en su seno!»; «Dios mío, amparadme»; «¡Jesús mío, te pido perdón!»; «¡No me abandones, Jesús, en mi agonía!»…
Con diez años, Nicomedes quedaría impresionado por otro episodio que ocurrió río arriba de Haro. Aquellos días estaba pescando cuando la noticia cundió por el pueblo, agrandada, desfigurada y diferente siempre, según la gente que la comentase. Si los dos guardias civiles no hubieran sacado del río el cuerpo decapitado de un soldado licenciado de la guerra de Cuba al que dieron muerte dos compañeros, los muchachos que pescaban con Nicomedes le hubieran clavado sus anzuelos. A pesar de la sangre fría como la de una lagartija que tenía aquel monaguillo, dispuesto para el sacrificio que le exigiría llevar a cabo la justicia, se llevaría un susto de muerte. Por las aguas habían visto bajar toda clase de ganado, cerdos y hasta caballos, pero nunca el cadáver troceado o completo de un hombre.
Antes de que le llegara la pubertad, su padre hizo que lo acompañase en sus trabajos de albañilería para que poco a poco fuera aprendiendo el oficio. En Haro eran muchas las edificaciones privadas y oficiales en las que podía echar sus peonadas, cargando calderos de agua y sacos de cemento en muchas de las construcciones que se llevaron a cabo en aquel período: reparación de los puentes sobre el Ebro y el Tirón; obras de alcantarillas y empedrados; edificación de un nuevo cementerio; refuerzo de los muros de contención contra el desbordamiento del río en épocas de grandes lluvias… Se subía sin vértigo a los andamios, amasaba el yeso y levantaba tabiques colocando un ladrillo sobre otro. Sin embargo, cuando erraba en algunas de sus actuaciones, su padre, frente a un rimero de tejas árabes, lo amenazaba gritándole: «¡Tienes el tejado de vidrio, Nico!».
La nueva profesión que nadie le vaticinaba también exigía el levantamiento de un andamio para ejercerla, pues así llamaban al patíbulo los comentaristas de las ejecuciones. Pura casualidad y simetría de los acontecimientos. Mientras los pájaros pasaran cerca de su cabeza y el sol le deslumbraba con la paleta en la mano, Nicomedes Méndez soñaba con matar a todos los asesinos que fuesen surgiendo en nuestro país. Cuando cumplía once años, los periódicos daban sus escalofriantes estadísticas: «La Reforma, periódico de tribunales, ha publicado en su último número una triste reseña de los delitos cometidos en España desde julio a mediados de setiembre. Esta reseña de dos meses arroja sesenta y cinco asesinatos, unos veinte robos de consideración y veintiuna riñas en las que han resultado heridas de gravedad».
Con sus piropos obscenos, los albañiles, que no cesaban de lanzar libidinosas miradas a cualquier mujer del pueblo que pasase junto a ellos, echaban aún más leña al fuego de la ardiente pubertad a que llegaba Nicomedes. Nada más contemplar a escondidas unos muslos de nácar femeninos en un recodo del Ebro, de ver tendidas en patios o balcones unas bragas negras, el corazón le latía deprisa y las piernas se le aflojaban. Mientras se masturbaba escondido en su cuartucho se imaginaba acariciando los pechos suaves y níveos de una de aquellas jóvenes que vendimiaban inclinadas sobre los racimos.
Su trabajo de albañil lo iba robusteciendo. Mostraba mayor desarrollo muscular en los brazos que en las piernas, y en espacial las manos, que se agrandaban, callosas, ásperas de piel por el contacto continuo con los materiales amasados de que hacía uso. En las arrugas de la epidermis había siempre restos de esa masa que la hacía blanquear, como chapa de yeso entre el pelo, patillas, cejas y párpados. Estos duros trabajos en Haro le servirían para alcanzar la plaza de verdugo de la Audiencia de Valladolid el año que su titular muriese o se jubilase. Primero, porque sabría levantar un patíbulo en menos que dura una noche (un patíbulo era un andamio, repetiría en su instancia y ante los examinadores), y segundo, por la fuerza que estaba alcanzando en sus brazos y manos, capaces de manejar el torniquete del garrote vil con soltura aunque el reo tuviera un cuello de pedernal.
De la primera ejecución que Nico oyó hablar en su casa, en la escuela y en la barbería de su pueblo, fue la del cura Merino, agarrotado por el verdugo de Madrid, debido a la repercusión que tuvo por pretender matar de una puñalada en el costado a la reina Isabel II. Aficionado como era a leer la prensa desde jovenzuelo, se bebía las letras de sangre con que se contaba cómo murió aquel endiablado fraile. No se merecía otra cosa. Seguramente fue la primera vez que aprendió el significado de la palabra verdugo, cuyo dibujo entraría en la baraja del tarot de todas las profesiones con las que soñaba.
Lo más parecido a un garrote que el niño que deseaba ser verdugo de mayor vería en Haro fueron los cepos, no habiendo demasiada diferencia entre ambos instrumentos, porque hasta la argolla que se le ponía en el cuello al reo se le llamaba cepo, y salían además de la misma fragua de una herrería. En el campo se empleaban para cazar conejos, pájaros, zorros y hasta había en el pueblo algún viejo habitante que incluía los lobos. Nico había visto agonizar algunos gorriones con el cuello aplastado por los alambres. En cuanto alcanzara un puesto en cualquier Audiencia de Justicia de España los emplearía en acabar con la vida de las alimañas en que se habían convertido muchos hombres. En sus días de escuela no le quedaba clara la fábula de Esopo que les escribiera el maestro en la pizarra para que la leyeran y copiaran: La zorra y las uvas. ¿Cómo a una devoradora de gallinas tan carnicera, cuyas víctimas destrozadas él había visto en muchos corrales, iba a apetecerle comer un racimo de uvas?
Fuera de la severidad y rudeza de su padre era feliz escuchando en primavera los gritos felices de las golondrinas que sobrevolaban los ganados de ovejas para arrancarles a picotazos copos de lana que mezclaban con barro para construir sus nidos. En algún día de lluvia, desde el alto balcón de la casa de un amigo, arrojaba un caldero de agua sobre el paraguas de algún pueblerino, burlándose del susto que le provocaba. Y durante el verano, sin escuela, en los días que su padre no lo obligaba a amasar yeso, jugaba a la pelota en una era. No reparando en la fugacidad con que las estaciones discurrían ante sus ojos, ignorando que no era posible bañarse dos veces en el mismo río, creía en su contrarreloj, por dejar atrás su infancia y volar de la casa de sus padres, que el tiempo se había detenido.
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Nicomedes Méndez, a sus catorce años, a un paso de cruzar el umbral de la adolescencia, con granos en la cara, nariz grande y primeros pelos de barba, disfrutaba de un paisaje privilegiado y lleno de riqueza: las salinas de Herrera en sus inmediaciones, cincuenta fábricas de harina sobre el río Tizón, seis millones de cántaras de vino que se cogían y exportaban en Haro y cuatro leguas en circunferencia, las minas de sulfato de sosa existentes en Cerezo, tan abundantes que podían surtir de ellas al mundo entero, dando lo suficiente para alimentar un tren diario y cogiéndose con tanta facilidad como el agua del mar. Y en un futuro cercano se hablaba de la influencia del ferrocarril del norte desde el punto de vista de los intereses materiales.
Aquellas peticiones desesperadas que se hicieron en su pueblo para que las vías férreas aprobadas por el Gobierno pasaran por Haro las evocaría con una sonrisa en muchos de sus viajes. Observador como era, vería a los niños recoger sus monedas de un real que pusieran en las vías del tren chafadas a lo largo de las ruedas de acero que actuarían como planchas. «Así les dejo yo el cuello a los asesinos», pensaría. Sus sueños de viajar para conocer otras ciudades nacieron también con los del ferrocarril.
Dentro de diez años nada más, para ejecutar al reo que le correspondiese dentro del territorio de su Audiencia, comenzaría a ocupar los vagones del ferrocarril para cumplir con su lúgubre trabajo. Lo haría desde Valladolid a Astorga, a Palencia y a León, contemplando por una ventanilla las oleadas amarillas de las tierras de pan, las torres de las iglesias, los pueblos perdidos a orillas de los ríos… Entre aquellos jornaleros que se sentaban en los asientos de madera, él se sentiría importante, necesario, afortunado, y con una sangre fría especial.