Mi amigo Antonio Avendaño, periodista y sin embargo buena persona, cuenta que tiene un truco infalible para calibrar cómo se lo ha pasado realmente alguien durante un viaje. Cuando el turista o viajero regresado ya le ha dado la consabida chapa con el anecdotario y los misterios del lugar, Antonio le suelta:
–Ah, qué maravilla todo esto que me has contado con todo detalle durante los últimos tres cuartos de hora, sobre todo esa conversación con el taxista. Pero, entonces, ¿cuándo vas a volver?
La mayoría de las veces la respuesta es un rostro de extrañeza. ¿Volver? ¿Para qué, si ya lo he visto?
Mi amigo, que es buena persona pero tampoco nos pasemos, sonríe hacia dentro y se dice: "Este se ha aburrido como un muerto, por mucha foto que traiga".
Nada, sólo cuento esta maldad porque me reafirma en mi vago deje antiturístico. Me da que buena parte del turisteo es para cubrir el expediente, tachar un paisito en el mapamundi, colgar un selfi y tirarse el rollo a la vuelta. Pero bueno, lo dejo aquí porque estoy bordeando la imitación a Javier Marías.
A mí no es que no me guste viajar, es que no tengo demasiadas vacaciones y, para el tiempo libre del que dispongo, me tienta demasiado la opción B: no viajar. Entiéndase: unas cómodas vacaciones no viajeras, centradas en estar con gente que te agrada en sitios que ya controlas, son una delicia.
Luego, si toca viajar lejos y se puede, pues se viaja. Y sin problema. Siempre me lo paso bien y disfruto, pero diría que más por la compañía que por el destino. Espero no parecer demasiado garrulo, pero, ¿no es todo demasiado caro e incómodo cuando uno viaja?
Además, a mí viajar no me luce, porque luego no me acuerdo bien de los sitios en los que he estado. Sí de la ciudad, claro, pero no de los rincones. No acumulo en la memoria enclaves inolvidables. No soy de los que te sorprenden con un "mi vida cambió el día que vi posarse el atardecer sobre el Castillo de Shimabara".
Cuando viajo, me gusta ir pelín a ciegas. Dejarme llevar por Ana, que lleva la Lonely Planet y es muy organizada. ¡Bastante me documento ya para escribir en infoLibre como para documentarme también para viajar! Así que una vez que regreso, no traigo casi nada registrado, y lo poco que se queda como recuerdo en el disco duro se empieza a borrar en cuanto le tengo que hacer hueco a alguna nueva obsesión cotidiana.
Ana me ha preguntado alguna vez, pasado el tiempo:
Ver másEsta noche dormimos en ese pueblo
–¿Y te acuerdas aquel día en tal ciudad que comimos en tal restaurante, en la calle noséqué, y luego fuimos a tal sitio y demás?
Y yo me veo en la fea necesidad de mentir: "Oh, ¡cómo olvidarlo!".
Bueno, espero que Ana no lea hoy infoLibre. Porque la verdad es que no, no me acuerdo. Sólo sé que lo pasé bien y que repetiría, pero porque fui con ella. Que volvería a ese restaurante que ella dice, aunque no sé cuál es. Volvería porque me ha dicho que allí pasamos un buen rato, y yo me lo creo aunque lo he borrado porque seguramente estaba con la cabeza en otra parte, como me suele pasar. La próxima vez estaré más pendiente, de ella y del sitio. Lo que quiero decir es que esos son los lugares que yo, sin recordarlos, echo de menos: los que he compartido con Ana y ahí siguen, subrayados en su guía.
Mi amigo Antonio Avendaño, periodista y sin embargo buena persona, cuenta que tiene un truco infalible para calibrar cómo se lo ha pasado realmente alguien durante un viaje. Cuando el turista o viajero regresado ya le ha dado la consabida chapa con el anecdotario y los misterios del lugar, Antonio le suelta: