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No quedan días de verano

Hubo un año en el que toda España se pasó el verano entero cantando aquello de “No quedan días de verano” de Amaral. La canción del grupo de pop zaragozano se mantuvo en el número 1 de Los 40 principales durante todo agosto y septiembre, asentándose como un himno perfecto (y algo obvio) para cantarle a ese inevitable sentimiento nostálgico y pesimista que se apodera de todos nosotros cuando toca darle la vuelta a la octava hoja del calendario.

Lo peor de ese sentimiento es que siempre llega antes de tiempo: no nos ponemos tristes cuando ya hemos vuelto a la rutina, cuando estamos en el supermercado comprando con nuestras mejores intenciones todas esas cosas que no engordan, o saludando a esas caras que no echábamos de menos, o recordando que esta, y no esa otra, luminosa y plácida, es nuestra vida. No, el sentimiento viene antes, cuando aún estamos dentro del agua, o bebiendo del botellín, o mirando al horizonte, y el muy cabrón no nos deja disfrutar de esos últimos momentos.

Qué triste es saber que algo ha acabado. Eso dice Audrey Hepburn en Dos en la carretera, refiriéndose a un matrimonio que está cenando en una mesa cercana. En realidad lo dice pensando en el suyo propio, el de Joanna con Mark, interpretado por Albert Finney. La película, tan mordaz y moderna como demoledoramente honesta y triste, cuenta la historia de dos personas guapísimas que se quieren con pasión, pero nada de eso es suficiente para hacerles felices.

Dirigida por el Stanley Donen de Charada y Cantando bajo la lluvia, muestra de forma no lineal varios veranos en los que este matrimonio primero se enamora y después va poco a poco enfriándose, decepcionándose, engañándose y amargándose. Una y otra vez recorren en coche el sur de Francia: al principio son felices bajo el cielo azul y rodeados de campos verdes; después una pareja de amigos insoportables (y su hija malcriada) les arruinan las vacaciones; otro año no pueden hacer el viaje juntos por cuestiones de trabajo. Entonces llega el embarazo no buscado, los reproches, los desencuentros y esos enfados rutinarios que son inevitables, agotadores y devastadores porque salen de la nada y nada significan. Está escrita por Frederic Raphael, quien también firmó el guion de Eyes Wide Shut, y eso le convierte en una autoridad en las crisis de pareja (habría que haberle preguntado a su esposa qué tal).

La estructura desordenada, mucho más transgresora y atrevida que cualquier cosa producida en Hollywood este año, sirve para meter el dedo en la llaga: justo las mismas cosas que al principio les hacen gracia o les enternecen, años después son las que les exasperan, irritan y hacen llorar. “¿Qué clase de pareja puede pasar horas sin hablarse?”, se preguntan en varias ocasiones, para responderse siempre: “Un matrimonio”. Si algo dice Dos en la carretera de las relaciones es que, hagas lo que hagas y pase lo que pase, con el tiempo acabarás aborreciendo lo que un día amaste.

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También en el coche se pasa la película el anciano protagonista de Fresas salvajes. En esta cinta de Ingmar Bergman (ambas están en Filmin) un hombre recuerda los veranos de su vida mientras sueña con la muerte. Las escenas oníricas son un puente entre Dalí, el expresionismo alemán y David Lynch, que debió de tragárselas tropecientas veces en su juventud porque su cine es muy deudor de ellas, especialmente el último (incluida la inmensa tercera temporada de Twin Peaks).

Mientras hace un viaje para ser condecorado por su carrera, el doctor Isak Borg, eminencia científica, se da cuenta de que su vida, a la que le quedan pocos veranos, ha estado llena de ceguera y torpeza. El obsesionado con los clásicos Juan José Campanella le haría a Bergman un maravilloso homenaje en su serie Vientos de agua, que aunque fue producida por Telecinco es una de las mejores ficciones televisivas que se han hecho en este país. En ella, Héctor Alterio se pasaba su vejez soñando con los fantasmas de su pasado y pidiéndoles perdón por no haberles entendido del todo cuando estaban vivos. 

Tanto Fresas salvajes, con su crudeza nórdica, como Dos en la carretera, con ese tufillo moralista que asegura que el dinero no da la felicidad, son perfectas opciones para retratar eso que cantaba Amaral. La fiesta se ha acabado, y esas fotos que nos hemos hecho, sonrientes y deslumbrantes, son momentos ya inalcanzables. ¿Cómo ha podido pasar tan rápido el verano? La respuesta la dijo la propia Hepburn: “Hemos cometido el error de divertirnos”.

Hubo un año en el que toda España se pasó el verano entero cantando aquello de “No quedan días de verano” de Amaral. La canción del grupo de pop zaragozano se mantuvo en el número 1 de Los 40 principales durante todo agosto y septiembre, asentándose como un himno perfecto (y algo obvio) para cantarle a ese inevitable sentimiento nostálgico y pesimista que se apodera de todos nosotros cuando toca darle la vuelta a la octava hoja del calendario.

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