La mentira letal de Franco: "Nada tienen que temer los que no tengan las manos manchadas de sangre"
Oye, Luis, yo quería decirte una cosa... Es posible que me detengan...
¿Por qué, papá?
Pues... no sé... Pero están deteniendo a muchos... como yo fundé el sindicato... nos incautamos de las bodegas...
Pero ¿eso qué tiene que ver? Era para asegurar el abastecimiento a la población civil... Era un asunto de trabajo, no de política. Y aunque lo fuera: el Caudillo ha dicho que los que no tengan las manos manchadas de sangre...
Ya, ya... Si a lo mejor no pasa nada... Pero están deteniendo a muchos, ya te digo, por cosas como ésa... Yo lo que quería decirte, precisamente, es que no te asustaras...
Este fragmento de una inagotable obra como Las bicicletas son para el verano, escrita por Fernando Fernán Gómez, representa a la perfección lo que significó la guerra civil española para una gran parte de la población. Este último diálogo, aunque suele ser mencionado por anticipar la victoria franquista como el reverso de la paz, muestra también uno de los principales bulos activados durante el conflicto, que cambiaría nuestra historia para siempre por sus profundas y duraderas implicaciones sociales.
Al igual que todas las grandes mentiras y lavados de cerebro contemporáneos, desde finales del XIX a la primera mitad del siglo XX, este tenía detrás una potente campaña de propaganda y de prensa. Sus efectos fueron letales, literalmente, tanto para civiles como para militares. Existía una larga cadena de rumores dirigidos para desestabilizar un país que, como otros de su entorno, vivía un rápido y profundo cambio desde el final de la dictadura de Primo de Rivera. Su gran diferencia con estos anteriores fue su transformación en política penal y vehículo principal de castigo, clasificación y represión de la población. Su primera función, sin embargo, fue otra: conseguir la deserción y debilitar la moral de la gente, cada vez más mermada y hambrienta.
Desde el comienzo y en la primera fase al menos, el mensaje iba dirigido a los propios, para cohesionar la retaguardia. La identificación primaria de los rojos con criminales empedernidos y de las rojas con prostitutas, fue dando paso a visiones más o menos elaboradas sobre el papel que la nueva España debía ejercer sobre los sin dios, sobre la antipatria. Pero, a medida que la guerra se alargaba, los medios, la intensidad y la dirección de los mensajes cambiaron. Buscaban, cada vez más, las grandes ciudades, con un público más amplio y diverso. El giro se produjo en el norte, primero en Vizcaya, enfrentando cara a cara a los católicos de distinto signo.
Las proclamas se centraron entonces no solo en vencer sino en convencer, para lo que era necesario el perdón. Eso sí, un perdón con condiciones. La radio llevó hasta la última trinchera el mensaje repetido hasta la saciedad: “nada tienen que temer los que no tengan las manos manchadas de sangre”
Desmontando el bulo de que "la Guerra Civil salvó a España del comunismo" que tanto repitió el franquismo
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Las proclamas se centraron entonces no solo en vencer sino en convencer, para lo que era necesario el perdón. Eso sí, un perdón con condiciones. La radio llevó hasta la última trinchera el mensaje repetido hasta la saciedad: “nada tienen que temer los que no tengan las manos manchadas de sangre”. La aviación aparecía como de costumbre, anticipando una lluvia de fuego y metralla, pero, de repente, un día, no repitió su mecánica habitual. Del cielo cayeron miles de octavillas con el mismo mensaje impreso, añadiendo sólo una nueva frase: “piensa en tu familia”. El éxito fue rotundo. Desde entonces se fomentó hasta la saciedad la figura de los “presentados”, desertores que volvían a casa, a sus lugares de origen, porque no tenían las manos manchadas de sangre.
Medio año después, cuando el ataque central parecía volverse hacia Madrid, antes incluso de que llegaran al Mediterráneo rompiendo en dos el solar republicano, la capital fue bombardeada con panecillos. Envueltos en la bandera nacional, llevaban escrito el mismo lema: nada tienen que temer…. A pesar de los esfuerzos de las autoridades madrileñas por evitarlo, eran devorados al instante por una población famélica. Desabastecidos y carentes de todo, pronto se convirtieron en la promesa del fin de la guerra, en la esperanza de que aquello solo había sido un mal sueño. Nadie los leía, por la prisa por comer, por el hambre y el miedo, pero su efecto en la desmoralización y entrega de la retaguardia enemiga fue incluso reconocido por alemanes e italianos.
La última fase y la de mayor aplicación del bulo, que se extendía según los cálculos del servicio de inteligencia franquista, fue la de mayor experimentación y logro en esta nueva dimensión de la guerra psicológica
La última fase y la de mayor aplicación del bulo, que se extendía según los cálculos del servicio de inteligencia franquista, fue la de mayor experimentación y logro en esta nueva dimensión de la guerra psicológica. Consistía, básicamente, en reactivar los servicios (agua, luz, combustible) que ellos mismos habían cortado previamente de las ciudades que ocupaban. Se presentaban como los liberadores que restauraban el orden y, sobre todo, el abastecimiento. El conocido mensaje del final de la guerra, emitido la noche del 1 de abril en Radio Nacional, “cautivo y desarmado”, venía acompañado de una orden de la auditoría de guerra, que permitía la evacuación para que los desplazados se presentaran en sus lugares de origen ante las nuevas autoridades. Llenas, las cárceles empezaron a ocupar las calles, los campos, las escuelas, los cines y los viejos conventos. Sólo se abrían al amanecer, “a las luces claras”, como había escrito Lorca, camino del cementerio, donde nada tenían que temer los que no tenían las manos manchadas de sangre.