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¡¡Me quiero ir a Madrid!!

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A pesar de los años, tengo grabado a fuego en mi cabeza lo que hice la primera vez que visité el mar, ese momento que para todos los madrileños como yo —los gatos, gatos— se convierte en todo un acontecimiento. Mi madre, mi hermana y yo llegamos a la playa de algún lugar del Mediterráneo que no recuerdo, plantamos —plantaron— las toallas y la sombrilla, y nos fuimos al agua. Salimos, seguramente con los dedos arrugados, y empecé a ver cosas que comenzaron a desestabilizar mi experiencia. ¿Qué es esto? Me estoy llenando de arena. Madre mía, estoy pegajosa. Estaba arrancando uno de mis ataques de impulsividad que, por desgracia, todavía mantengo. Tres, dos, uno… y estallo. “¡¡Me quiero ir a Madrid!! ¡¡Odio la playa!! ¡¡Me quiero ir a Madrid!!”. Ellas todavía me lo recuerdan y ahora que lo escribo pido perdón a quienes presenciaron la escena. No tuvo que ser fácil.

Me ha pasado más veces. Para que se me entienda: soy una especie de producto fabricado bajo los deseos de Ayuso. He nacido en Madrid y toda mi familia ha nacido en Madrid. Sí, soy una de esas niñas huérfanas de “el pueblo” que afortunadamente siempre ha tenido alguna amiga que se apiadaba de ella y la invitaba al suyo algún fin de semana de agosto. Pero es que me pasaba lo mismo. “Que no, que yo me voy, que esto no me gusta”. Y me iba de verdad. A cabezota no me gana nadie.

Recordándolo, intento entenderme. ¿Qué narices se me pasaría a mí por la cabeza cuando estaba fuera de casa para que empezara a echarla tantísimo de menos? Afortunadamente, la madurez —creo que será eso si es que me ha llegado— ha hecho que deje de pasarme. Ahora me ocurre al revés: quiero salir de aquí. Me asfixias, Madrid, quiero volver a echarte de menos.

Como a todos, la pandemia me ha obligado a no salir de esta “tierra de la libertad” en meses. Ni siquiera del municipio, de hecho. En ese momento, y fallándole a mi yo de la infancia, una de las cosas que más deseaba era volver a ver el mar —la otra, ya sabéis, era ir a un concierto—. Sí, ahora el mar y la playa y llenarme de arena y quedarme pegajosa me encanta. Quizá porque lo hago poco porque soy de Madrid, puede ser, pero el caso es que la primera vez que veo el mar después de tiempo sin hacerlo siempre grito desde el coche: “¡Mira, ya se ve, ya se ve!”. 

Eso hace, claro, que las vueltas de vacaciones se conviertan en un drama. Pero un auténtico drama. Porque se acabó lo bueno y tengo que volver a cargar sobre mi espalda todas esas obligaciones de mierda que implica Madrid. Por eso la borraría del mapa. “Odio Madrid, me estresa”, digo siempre. Y pronuncio esa frase tal cual, siempre desde el coche, mientras derramo alguna que otra lagrimita.

Este mes de julio, en Tazones (un pueblo precioso de Asturias, cómo no, que con razón se ha ganado el título de uno de los más bonitos de España), compartí ese sentimiento con un camarero que nos preguntó de dónde éramos. “¿Y venís mucho?”, dijo después de servirme otro culín. “Pues casi cada año. Cuando podemos”, le respondimos con total sinceridad después de beberlo. “He estado en Madrid alguna vez y es diferente. Va todo como muy acelerado”, aseguró. No puede tener más razón.

Vista de Tazones, en Asturias. | LC

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“Al final, la vida son elecciones. Allí está todo, pero aquí se vive mejor”. Se me clavaron esas frases. En ese momento, si hubiera podido elegir, me habría quedado. Pero las malditas obligaciones, como siempre. Me lo impidieron, pero no lo hubiera dudado.

Quien estaba conmigo en ese momento me conoce mejor que nadie. “Lara, acabarías volviendo”. Yo se lo negaba mientras le rogaba que lo hiciéramos de una vez, que dejáramos Madrid. Pero en el fondo sé que, como el camarero, tiene razón. En algún momento de la historia saltaría mi yo de la infancia. ¡¡Me quiero ir a Madrid!!

Suena a tópico, pero para mí vivir a la madrileña es esto: quieres irte, quieres salir, no volver nunca… pero en el fondo Madrid tiene algo que hace que no puedas vivir sin ella. A pesar de sus obligaciones. Cómo me gustaría echarte de menos, pero no me dejas. Yo, como dice Sabina, siempre me bajo en Atocha. Y, en el fondo creo que más por suerte que por desgracia, lo seguiré haciendo. 

A pesar de los años, tengo grabado a fuego en mi cabeza lo que hice la primera vez que visité el mar, ese momento que para todos los madrileños como yo —los gatos, gatos— se convierte en todo un acontecimiento. Mi madre, mi hermana y yo llegamos a la playa de algún lugar del Mediterráneo que no recuerdo, plantamos —plantaron— las toallas y la sombrilla, y nos fuimos al agua. Salimos, seguramente con los dedos arrugados, y empecé a ver cosas que comenzaron a desestabilizar mi experiencia. ¿Qué es esto? Me estoy llenando de arena. Madre mía, estoy pegajosa. Estaba arrancando uno de mis ataques de impulsividad que, por desgracia, todavía mantengo. Tres, dos, uno… y estallo. “¡¡Me quiero ir a Madrid!! ¡¡Odio la playa!! ¡¡Me quiero ir a Madrid!!”. Ellas todavía me lo recuerdan y ahora que lo escribo pido perdón a quienes presenciaron la escena. No tuvo que ser fácil.

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