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'Razones públicas'

'Razones públicas'

Rahel Queralt | Íñigo González Ricoy

¿Qué formas de gobierno son legítimas? ¿Qué obligaciones tenemos con las generaciones futuras, así como con la naturaleza y los animales? ¿Cuándo es permisible recurrir a la desobediencia civil, la secesión o la guerra? Estas son algunas de las cuestiones que se preguntan hoy los filósofos y en Razones públicas (editorial Ariel) encontramos una completa introducción a la filosofía política. Esta obra recoge ensayos de destacados especialistas en los que se abordan temas como el utilitarimso, el liberalismo, el republicanismo o el feminismo, la justicia distributiva y el Estado de Derecho, entre otros. Jahel Queralt e Íñigo González Ricoy presentan un manual de divulgación académica que estará a la venta el próximo 1 de septiembre. Aquí recogemos algunos fragmentos de la obra.

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Introducción

El libro que el lector tiene entre manos, o quizá en la pantalla, es una introducción a la filosofía política contemporánea. Incluye veintidós entradas a las principales teorías —como el marxismo o el liberalismo—, conceptos —como la justicia o la autoridad—, instituciones —como la democracia o el Estado de derecho— y fenómenos —como las migraciones o el cambio climático— que atarean hoy a los filósofos. Las entradas las han escrito algunos de los principales especialistas en castellano y persiguen orientar al lector, de manera concisa pero razonablemente exhaustiva, en el animado paisaje de la filosofía política de las últimas cinco décadas. El libro no es ni una colección de ensayos ni un diccionario ni un manual. A diferencia de una colección de ensayos, no recoge investigación original. Su objetivo es ofrecer una visión general y ecuánime de los principales debates, posiciones y argumentos filosóficos, así como de sus implicaciones prácticas. A diferencia también de un diccionario o una enciclopedia, el libro no es exhaustivo ni se limita a definir o describir. Selecciona, en cambio, un conjunto de temas centrales y profundiza en ellos de manera sistemática y crítica. Y a diferencia de un manual, no se dirige sólo a estudiantes. Se dirige a ellos, claro está, tanto a los de filosofía como a los de ciencias sociales, pero también al lector general interesado en la filosofía política.

La filosofía política es la rama de la filosofía que somete a análisis conceptual y normativo las instituciones políticas, económicas y sociales. ¿Qué formas de gobierno son legítimas? ¿Qué principios deben ordenar nuestros sistemas de impuestos y transferencias, la relación entre Iglesia y Estado o la asistencia sanitaria? ¿Qué elementos constituyen un Estado de derecho, una democracia o una economía capitalista? ¿Qué es el género, la clase social o la nación? ¿Qué deberes tenemos hacia las generaciones futuras, los animales o la naturaleza? ¿Qué control pueden legítimamente ejercer los Estados sobre sus fronteras? ¿Cuándo es permisible recurrir a la guerra? Estas cuestiones, entre otras, se examinan aquí desde un enfoque analítico: un enfoque centrado en argumentos y problemas, en vez de en autores y su exégesis, que trata las cuestiones complejas desmenuzándo las en otras más chicas y que premia la precisión terminológica, el rigor argumentativo y la concisión en la exposición.

Hay una frase célebre, quizá de Pascal: «Perdone que le escriba una carta tan larga, pero no he tenido tiempo de escribir una más breve». Los capítulos de este libro son concisos no sólo por imperativo editorial. Lo son como resultado de un proceso de evaluación, revisión y pulido en el que han colaborado revisores externos, autores y editores. El proceso ha sido largo. Sospechamos que los autores no echarán en falta la enésima ronda de revisiones. Pero ha servido, creemos, para evitar omisiones, afinar ideas y ganar concisión. Y para impugnar, de paso, la idea de la filosofía como una tarea individual y genial. En la filosofía, como en tantos otros lados, lo hacemos todo entre todos. Este libro, en el que han colaborado veintisiete autores y otros tantos evaluadores, no es una excepción.

El libro incluye veintidós capítulos, tres de ellos en coautoría, ordenados en cuatro bloques temáticos tras esta introducción, que presenta el objeto, la historia y los métodos de la filosofía política. El primer bloque cubre seis teorías generales: el utilitarismo, el marxismo, el liberalismo, el libertarismo, el republicanismo, el feminismo y el nacionalismo. El segundo, instituciones y conceptos políticos, como la autoridad, la democracia, el constitucionalismo y el Estado de derecho. El tercero cubre teorías de la justicia distributiva, global e intergeneracional y de los derechos humanos. El cuarto, y último, siete temas concretos: el medio ambiente, la asistencia sanitaria, la religión, el mínimo social, la guerra, los animales y las migraciones. Sospechamos, sin embargo, que pocos leerán el libro de un tirón, por lo que es posible acceder a los contenidos usando el sumario inicial o, mejor aún, el índice analítico incluido al final, que permite localizar cada idea con sencillez.

La historia reciente de la filosofía política

La filosofía política contemporánea echa a andar en 1971, con la aparición de Una teoría de la justicia, de John Rawls. Es difícil exagerar el impacto de este libro, que algunos, como Cohen (2008), han comparado con el Leviatán de Hobbes o la República de Platón.

A mediados del siglo xx, se dice no sin cierta hipérbole, la filosofía política era tierra yerma. Según Isaiah Berlin (1964), el siglo estaba huérfano de obras de referencia. Y Peter Laslett (1965) iba más allá, al afirmar que «la teoría política está muerta». Razones para el pesimismo no faltaban. De un lado, el positivismo lógico desdeñaba el lenguaje moral como meramente emotivo y, frente al científico o factual, no susceptible de análisis racional. De otro, el marxismo renegaba de los ideales de justicia, entre otras razones, por considerarlos ideología burguesa que el comunismo trascendería. Y el utilitarismo, que seguía señoreando el mundo anglosajón, había dejado atrás su época clásica, la que va de Bentham a Sidgwick, y estaba estancado en discusiones técnicas, de poco vuelo filosófico, sobre cómo maximizar el bienestar social.

Todo cambió con la publicación de Una teoría de la justicia, cuyo objetivo era «ofrecer una visión sistemática y alternativa […] al utilitarismo dominante» (1971: viii/xviiii). Para ello, Rawls se apoya en la tradición del contrato social de Locke, Rousseau y Kant, produciendo una teoría distributiva, la justicia como equidad, que ofrece una solución al viejo conflicto entre libertad e igualdad. El contenido del liberalismo igualitario de Rawls —liberalismo en el sentido anglosajón; no confundir con el liberalismo económico— no era particularmente original, como él mismo reconocía. Sus méritos eran otros. Uno es el alcance de sus argumentos. La posición original, el principio de la diferencia o el equilibro reflexivo han marcado la filosofía posrawlsiana, que ha empleado estas herramientas para analizar asuntos tan vario pintos como el constitucionalismo, las relaciones familiares, el crecimiento demográfico o la desigualdad salarial. Otro mérito, quizá menos evidente, es el esfuerzo por trabar filosofía y ciencia social. Una teoría de la justicia no sólo bebió de los debates de la época en economía, derecho y psicología. También contribuyó a su desarrollo, como muestra que algunos de sus primeros críticos fueran economistas, como Kenneth Arrow y John Harsanyi, o juristas, como Frank Michelman y H. L. A. Hart.

La historia de la filosofía política de entonces acá es, en parte, la historia de la recepción crítica de Rawls, a izquierda y derecha. Las críticas de la izquierda eran fuego amigo. Por una parte, Ronald Dworkin, Richard Arneson y otros liberales igualitarios, cuya posición Elizabeth Anderson (1999) bautizó con tino como «igualitarismo de la suerte», consideraban que la justicia como equidad no discriminaba adecuadamente entre los desaventajados por mala suerte y por voluntad propia. No es lo mismo perder tu casa en un terremoto que en una timba de póquer. Por otra parte, historiadores de las ideas como Quentin Skinner (1998) y filósofos como Philip Pettit (1997) o Antoni Domènech (2004) recuperaron la tradición del republicanismo clásico, la que va de Aristóteles y Cicerón a Maquiavelo, Harrington y quizá Marx, y en particular su concepción de la libertad como no dominación y sus implicaciones jurídicas o económicas, para oponerla a la concepción liberal.

Las críticas de la derecha las capitaneó Robert Nozick (1974), colega de Rawls en la llamada «segunda época dorada» del De partamento de Filosofía de Harvard, con una enmienda a la totalidad. Apoyándose en una lectura peculiar de Locke, Nozick defendió su propia versión del liberalismo, el libertarismo, que considera justa cualquier distribución que sea fruto del libre intercambio entre individuos. La intervención del Estado para corregir las desigualdades distributivas implica, en este enfoque, una violación de la libertad y la propiedad, incluida la propie dad sobre uno mismo o, en la jerga libertaria, la autopropiedad. Tras Nozick, otros libertarios, llamados de izquierdas, como Hillel Steiner (1994) o Mike Otsuka (2003), han defendido que respetar la autopropiedad no está reñido con la redistribución. Dado que los recursos naturales del planeta son originalmente de todos, argumentan, existe un deber de reparar a los damnificados por su apropiación y explotación privadas.

Durante las tres décadas tras la publicación de Una teoría de la justicia, el liberalismo fue criticado desde otros tres frentes: el comunitarismo, el feminismo y el marxismo. La de 1980 estuvo marcada por el debate entre comunitaristas y liberales. Más que una alternativa al liberalismo, comunitaristas como Sandel (1982) o Taylor (1985) plantearon una serie de objeciones de inspiración aristotélica y hegeliana, reivindicando la comunidad que el liberalismo desdeñaba. En el plano metodológico, defendían la importancia de la tradición en el razonamiento político. En el ontológico, se oponían a la idea liberal del individuo como un ser asocial y aislado de su entorno. Y en el normativo, promovían preservar las identidades colectivas. Poco queda hoy de este debate. Pero algunas de las intuiciones comunitaristas han sido recogidas por enfoques nacionalistas y multiculturalistas, como los de David Miller (1995) o Will Kymlicka (1995), que han intentado reconciliarlas con el liberalismo.

El feminismo filosófico tampoco ofrecía un enfoque sistemático, pero sus diversas corrientes coincidían con los comunitaristas en criticar el individualismo liberal, aunque por un motivo distinto: su insensibilidad a las cuestiones de género. Según filósofas como Susan Moller Okin (1989) o Iris Marion Young (1990), la concepción rawlsiana ignoraba las injusticias dentro de la familia. No sólo porque descansaba en una rígida división entre lo público y lo privado, renunciando a regular con decisión el ámbito «privado» de la familia, donde la opresión de las mujeres se perpetra y perpetúa. Su lenguaje, el de los derechos y la justicia universales, también era claramente masculino e ignoraba el cuidado, una forma esencial de trabajo, realizada sobre todo por las mujeres y con escaso reconocimiento económico y social. El marxismo, que sí ofrecía una alternativa completa, criticaba al liberalismo por su análisis ahistórico de los conflictos sociales, ajeno al rol de las fuerzas materiales y a la ontología de las clases sociales. El marxismo analítico, representado por G. A. Cohen (1978), Jon Elster (1985) y John Roemer (1982), entre otros miembros del llamado Grupo de Septiembre, pasó las ideas marxistas y sus críticas al liberalismo por el tamiz de la filosofía analítica y la moderna ciencia social, con contribuciones en tres áreas centrales del marxismo: su filosofía de la historia, su teoría de la explotación y su teoría de la clase social. Pero su influencia fue corta. La caída del comunismo favoreció que muchos marxistas analíticos pasaran al estudio de cuestiones normativas de justicia distributiva, como la justicia económica, la lingüística o la transicional.

El liberalismo igualitario ha mostrado resistencia a las críticas, en parte por haberse vuelto más permeable a elementos no liberales. La obra de Rawls refleja este cambio. En su segundo libro, El liberalismo político (1993), Rawls reconocía que en nuestras sociedades conviven numerosos sistemas de creencias («doctrinas comprehensivas», en el argot rawlsiano) que, como pasa con muchas religiones, son razonables pese a no ser liberales, y que todo Estado legítimo debe acomodar. Y en El derecho de gentes (1999), dedicado a las relaciones internacionales, defendía la inmunidad ante la injerencia extranjera de las sociedades que, pese a no ser democráticas, respetan los derechos humanos. Se oponía así al intervencionismo liberal en política exterior. La constatación del pluralismo, dentro y fuera de las fronteras estatales, y la necesidad de gestionarlo también han hecho que los filósofos se centren en cuestiones de procedimiento, como la razón pública, la democracia o el Estado de derecho. Este giro procedimental se ha visto impulsado, además, por los debates sobre la democracia deliberativa. Promovida inicialmente por Habermas (1987), Elster (1986) y, entre nosotros, Carlos Nino (1997), la democracia deliberativa impugna la concepción de la democracia como mera agregación de preferencias, ofreciendo otra basada en el debate público y el intercambio de razones.

La filosofía política ha dado otros dos giros recientes: el global y el práctico. El giro global, quizá el mayor cambio de paso de la disciplina en las últimas décadas, ha incorporado la perspectiva internacional al quehacer filosófico, debido en parte a fenómenos como el cambio climático o la globalización económica. Hasta la década de 1990, el grueso de las teorías políticas contemporáneas tomaba el Estado nación como unidad política relevante (Beitz, 1975, y Pogge, 1989, son algunas excepciones). Hoy, sin embargo, pocos niegan que tengamos algún tipo de obligación, cuyo contenido y realización las teorías de la justicia global investigan, más allá de nuestras fronteras. Y qui zá también las tengamos, según otros filósofos, más allá de nuestras generaciones, incluyendo a las futuras (Parfit, 1984), o más allá de nuestra especie, incluyendo a los animales (Singer, 2011) o a la inteligencia artificial (Bostrom y Yudkowsky, 2011).

También hemos visto un giro práctico reciente, en al menos dos sentidos. De un lado, parte del foco filosófico ha pasado de la fundamentación de teorías generales (de la justicia o la democracia, por ejemplo) y su aplicación posterior a prácticas concretas (la fiscalidad o los referéndums, por ejemplo) a la teorización a partir de tales cuestiones. A ello hay que añadir, de otro lado, que la propia formulación y justificación de principios abstractos, a menudo en condiciones idealizadas (lo que se conoce como «rawlsismo metodológico»), ha sido cuestionada. Andrea Sangiovanni (2008) y Charles Mills (2005), por ejemplo, han defendido que no es posible formular principios generales para regular prácticas concretas, como la fiscalidad o los referéndums, porque el contenido y la justificación de tales principios dependen de, y varían según, las prácticas que han de gobernar.

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Filosofía y política real, a modo de conclusión

En esta introducción hemos recorrido los principales debates sobre el objeto, la historia y los métodos de la filosofía política de corte analítico. Cabe preguntarse, sin embargo, cuál es su relación con la política real. Para salir del brete, no falta quien echa mano de la muy socorrida cita de Keynes (1936: 383): «Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad, el mundo está gobernado por poco más que esto». Quizá sea cierta. Una floreciente rama de las ciencias sociales, dedicada a estudiar los mecanismos causales mediante los que las ideas afectan a la política, así lo sugiere (Beland y Cox, 2010).

Pero no es preciso irse tan lejos ni ponerse tan olímpicos. La filosofía política de las últimas cinco décadas no necesita conjeturar la influencia indirecta que hayan podido tener la obra de Nozick y Hayek sobre el liberalismo económico, la de Rawls y Habermas sobre la socialdemocracia o la de Young y Nussbaum sobre el feminismo. En no pocos casos, la influencia de los filósofos analíticos ha sido directa, como muestran el rol de Amartya Sen en la elaboración del índice de desarrollo humano de Naciones Unidas, el de Philippe van Parijs en el activismo por la renta básica universal, el de Carlos Nino en el gobierno de Alfonsín, el de John Broome en el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, el de Catharine MacKinnon contra la por nografía o el de Manuel Sacristán en los movimientos antifranquista, socialista y ecologista. Algunos recelan de este activismo (Van der Vossen, 2015). Creen que sesga el empeño filosófico. Otros discrepan. Creen que de poco sirve la filosofía política si no nos ayuda, directa o indirectamente, a mejorar el mundo o, al menos, a evitar el desastre. «No investigamos para saber qué es la virtud —decía Aristóteles—, sino para ser buenos» (Ética a Nicómaco, 1095a).

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