Antes de empezar quiero aclarar que los gallegos no echamos de menos, tenemos morriña. Y, sobre todo, como escribió Rosalía de Castro, tenemos morriña de la "terriña que nos criou". Esa terriña para mí es Santiago, con sus calles y sus parques que se han quedado congelados en mi inexacta memoria infantil. Esa casa, ese hogar, que uno reconocería hasta con los ojos cerrados y que, en el último año y medio de pandemia, han sido, por deformación profesional, huequitos que se colaban en la esquina de una conexión en directo de un reportero en la televisión. Por ejemplo, cuando las hacían desde Porta Faxeira, uno de los puntos de entrada al Casco Vello de la ciudad, yo recordaba los helados que mi hermana terminaba por mí cuando era pequeña. Aunque mi hogar, entendido tanto como ese espacio en el que pasamos la mayor parte de nuestra vida actual como aquel al que volvemos para sentirnos realmente en casa, lleva ya un tiempo sin ser Compostela, una servidora siempre se sentirá picheleira picheleira (el gentilicio no oficial, pero no por ello menos importante, de los santiagueses).
Y si algo nos define a los picheleiros, y espero no sonar pretenciosa, son tres cosas. La primera es evidente: el amor hacia la Catedral. Podemos pasarnos años cruzando la praza do Obradoiro todas las mañanas y no levantar la cabeza para admirarla, pero después presumimos de ella como si fuera nuestra hija favorita. Sobre todo, cuando hace un par de meses se deshizo de unos andamios que la decoraban desde hacía mucho tiempo. Es la más bonita, y punto.
Señal del Camino Xacobeo en la madrileña calle Bravo Murillo.
La segunda deriva de la primera. Los picheleiros siempre conocemos el camino a casa, el camino a Compostela. Y más en año Xacobeo, sobre todo cuando dura por primera vez en su historia dos años (gracias al coronavirus, supongo, por alargarlo y convertirlo en histórico...). En mi caso, el pequeño y diario pinchazo de morriña es una señal amarilla en la acera con una concha y un oso. Porque si una cosa descubren los de Santiago cuando se alejan de su ciudad es que siempre habrá un ínfimo detalle que les indique hacia dónde echar a andar para volver a casa. En Bruselas, por ejemplo, había una concha dorada de vieira en un adoquín en la entrada de la Grande Place. Y en Madrid está este pequeño oso sin madroño pero con el bordón de peregrino al lado de un árbol a la salida del metro de Canal en la calle de Bravo Murillo. Está demostrado (no científicamente) que los compostelanos siempre encontramos una señal que nos lleve de vuelta al hogar y que nos recuerde hacia dónde echar a correr cuando la morriña nos inunda el corazón.
Y la tercera cosa es nuestra peculiar forma de quedar con nuestros amigos o con algún familiar porque lo hacemos en las dos en puntodos en punto. Y no, no me he equivocado de preposición porque no me refiero, ni mucho menos, a la hora en sí, sino a un lugar. Probablemente, uno de mis lugares favoritos de Compostela. Ese que me recibía de pequeña cuando iba a la Alameda durante las fiestas de la Ascensión o ese en el que quedaba con mis amigos en mis años de colegio, de instituto y de universidad. Ese lugar es la estatua en homenaje a las Dos Marías: Maruxa y Coralia, las hermanas Fandiño Ricart.
Ellas son las encargadas de dar la bienvenida a una de las zonas más bonitas de Santiago, que conforman el paseo de la Alameda, la carballeira de Santa Susana y el paseo da Ferradura, considerados el "parque y paseo más noble de España". Palabras de Otero Pedrayo, que nació en Ourense, no mías, que puedo pecar de poca objetividad hablando de Compostela. Pero ni una de las mejores vistas de la Catedral desde uno de los bancos da Ferradura (donde, por cierto, lleva sentado años Valle-Inclán), ni el banco acústico, ni el espectacular Palco de Música, le roban un ápice de protagonismo a la estatua de las Dos Marías.
Las 'dos en punto'
En realidad, y aunque parezca que llevan en la Alameda toda una vida (para mí es toda la vida), solo permanecen impertérritas al paso del tiempo, que no de los vándalos, desde 1994. Fue la insistencia del escultor César Lombera la que convenció al entonces alcalde Xerardo Estévez para rendirle homenaje a estas dos míticas picheleiras. Os las presento: Maruxa, a la derecha y la más baja, lleva un vestido verde con topos junto con un abrigo rosa y un mantón a juego. Coralia, a la izquierda, luce un vestido granate con un abrigo amarillo y un paraguas violeta. En realidad, yo no las recuerdo así: para mí siempre llevarán un abrigo rojo, o rosa dependiendo de la luz de ese día, y uno azul. Pero, en 2018, se decidió optar por colores más vivos para recordar que las Dos Marías solían vestir de manera mucho más llamativa. Probablemente con estos colores, y muy arregladas y con maquillaje, sea como las recuerda mi madre paseando por el gris Santiago de la dictadura de Franco. Ella, cuando era una niña, se las encontraba a la salida del colegio bajando por la rúa do Preguntorio. Sobre la una y media, más o menos, para su tradicional paseo a las dos en punto, de ahí el sobrenombre.
Imagen de Maruxa e Coralia Fandillo, Las Dos Marías. | Concello de Santiago
Maruxa y Coralia eran dos de los 13 hijos de Arturo Fandiño y Consuelo Ricard: él, zapatero y ella, costurera. Vivían en la rúa do Espírito Santo, muy cerca de mi colegio, por cierto. Sus hermanos Manuel, Antonio y Alfonso fueron destacados dirigentes de la CNT. Según relata el documental Coralia e Maruxa, as irmás Fandiño, de Xosé Rivadulla, tras el estallido de la Guerra Civil, los franquistas las usaron, a ellas y al resto de la familia, para dar con los dos que lograron huir, ya que uno murió durante el conflicto. "No está demostrado, pero hay gente que afirma que las llegaron a torturar e incluso a violar", explicó el director a El País en 2008.
Rivadulla también relata en el documental episodios de registros en la casa familiar a horas intempestivas de la noche, humillaciones en plena calle y multitud de insultos como "rojas", aunque eran anarquistas, y "putas". La detención de sus hermanos provocó que estas vejaciones cesaran, pero el daño ya estaba hecho. La situación económica de la familia era muy precaria, ya que los clientes dejaron de llevarles ropa para coser, oficio que compartían con su madre, por ser "una familia de anarquistas" y por miedo a significarse. Aunque los vecinos, todo hay que decirlo, nunca las dejaron de ayudar.
El color del gris Santiago de la dictadura
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Tal y como explica la historiadora Encarna Otero Cepeda, sobrevivieron las décadas siguientes creando un mecanismo de defensa: "Se volvieron locas, y en su locura recuperaron el sueño de la juventud, se vistieron de luz y color, llenas de maquillaje en ese Santiago de la mediocridad, de la miseria y del terror". En verano, paseaban desde la rúa do Espírito Santo hasta el Paseo do Toural. Y en invierno, por los míticos soportales de la rúa do Vilar para que la lluvia no chafara sus looks que muchas influencers querrían ahora. Eran "mujeres felices" que dieron una "inmensa luz gratuita y generosa a una Compostela oscura".
Una luz que se apagó en los ochenta: Maruxa murió en 1980 y su hermana Coralia tres años después. Pero que volvió a comienzos de los noventa con esa estatua de homenaje para estas dos mujeres que ha iluminado a varias generaciones que hemos crecido a su sombra. Una estatua que además ha cambiado de forma discreta y sencilla las rutinas de la ciudad. Antes, por ejemplo, cuando mi madre era más joven, la gente solía quedar a escasos metros de allí, en Porta Faxeira, o en el ya desaparecido Edificio Castromil (lo tiraron para construir un aparcamiento subterráneo en 1975, una auténtica aberración urbanística). Hoy, en cambio, o por lo menos hace una década, los picheleiros se congregan en modo espera alrededor de Maruxa y Coralia, compartiendo espacio con los turistas que se paran a hacerse una foto con estas dos mujeres. A día de hoy, creo que sólo rivaliza con la frase "nos vemos en las dos en punto" quedar en las míticas escaleras del Zara de praza de Galicia. Pero, para mí, donde estén Maruxa y Coralia, que se quite Amancio Ortega.
PD. Agradecería mucho a los reporteros que hacen directos desde Porta Faxeira que comenzasen a hacerlos unos pocos metros más allá. Las Dos Marías se merecen lucir sus galas en televisión. Y yo, identificar, en ese huequito tras el periodista de turno, uno de mis lugares favoritos de Compostela. En esta época de pandemia, de estar lejos de casa y de pocos viajes a Galicia, y con Santiago cerrado perimetralmente la mayor del tiempo en el invierno, hubiese agradecido ese pinchazo de morriña provocado por mi estatua favorita.
Antes de empezar quiero aclarar que los gallegos no echamos de menos, tenemos morriña. Y, sobre todo, como escribió Rosalía de Castro, tenemos morriña de la "terriña que nos criou". Esa terriña para mí es Santiago, con sus calles y sus parques que se han quedado congelados en mi inexacta memoria infantil. Esa casa, ese hogar, que uno reconocería hasta con los ojos cerrados y que, en el último año y medio de pandemia, han sido, por deformación profesional, huequitos que se colaban en la esquina de una conexión en directo de un reportero en la televisión. Por ejemplo, cuando las hacían desde Porta Faxeira, uno de los puntos de entrada al Casco Vello de la ciudad, yo recordaba los helados que mi hermana terminaba por mí cuando era pequeña. Aunque mi hogar, entendido tanto como ese espacio en el que pasamos la mayor parte de nuestra vida actual como aquel al que volvemos para sentirnos realmente en casa, lleva ya un tiempo sin ser Compostela, una servidora siempre se sentirá picheleira picheleira (el gentilicio no oficial, pero no por ello menos importante, de los santiagueses).