De los bueyes a las segadoras, el verano que fui testigo de un veloz cambio de época

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Carlos Sánchez-Valverde Visus

Nací en Astrain, pueblo de la Cendea de Zizur, en la segunda mitad de la década de los cincuenta, viviendo allí hasta los 10 años. Aldea más que pueblo, con poco más de 200 habitantes, de la Navarra media, en pleno Camino de Santiago, rodeado de cereal por todas partes.

Mi memoria me trae imágenes y olores de caminos embarrados, la matanza de los “cutos” por San Martín, las hogueras de San Juan… Y las bueyadas paciendo en las diferentes eras distribuidas por los barrios que conformaban la aldea. Porque la mecanización agrícola sucedió en esos años de una manera rápida. Y pude ser testigo del veloz cambio de época que hizo inútiles a los bueyes, hasta entonces tracción de arados, segadoras o galeras.

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En verano todo lo llenaban la siega y la trilla. Rodeados del color amarillo pajizo que marcaba la estación. La siega se realizaba, en mi recuerdo, con aquellas segadoras de palas, en las que los aldeanos nos dejaban a la chiquillería (imagino porque pesábamos menos y era menos difícil arrastrarlas), sentarnos en esos asientos ortopédicos de hierro, desde los que controlábamos la “liz” (o cuerda) de las gavillas, que luego se apilaban antes de ser recogidas por las galeras y llevadas a las eras de trilla. Sólo una vez acompañé a los labriegos a segar con hoz y guadaña a un campo inaccesible para las máquinas.   

Luego entraban en acción las trilladoras (rara vez vi el trillo operar llevado por caballerías), accionadas por correas unidas a los tractores, tragando gavillas y con esos grandes tubos que escupían paja. Por otras salidas, como por arte de magia, el grano iba llenando los sacos. Los aldeanos, un poco socarronamente, nos animaban a los niños a colocarnos dentro de los pajares del caserío y distribuir con las horcas la paja que entraba por el tubo. Después venían los picores e irritaciones, entre risas de los adultos.

La llegada posterior de las cosechadoras, que hacían todo sobre el terreno, fue muy rápida y también la viví. Una vez acabada la siega y la trilla, en la vida del pueblo, pronto vendrían las fiestas donde un acordeonista, o más tarde un conjunto de música, subido encima de una mesa o de un remolque amenizaba el baile de la tarde-noche y aprendíamos a bailar pasodobles, valses y algo parecido a la rumba.

Nací en Astrain, pueblo de la Cendea de Zizur, en la segunda mitad de la década de los cincuenta, viviendo allí hasta los 10 años. Aldea más que pueblo, con poco más de 200 habitantes, de la Navarra media, en pleno Camino de Santiago, rodeado de cereal por todas partes.

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