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Ciudades de película

Tokio, el límite elástico entre tradición y modernidad

Un fotograma de 'Tokyo-Ga', de Wim Wenders.

Daniel Pérez Pamies (Insertos)

En el frenético arranque de Tokyo Go, el episodio de la serie de animación creada por Paul Rudish en el que Mickey Mouse visita la capital de Japón, la primera imagen que vemos es la del que podríamos considerar el paisaje nipón por antonomasia: el monte Fuji y un cerezo en flor coronados por un sol radiante. En apenas una fracción de segundo, la cámara retrocede para romper el espejismo, desvelando la realidad material de la imagen: que la estampa no es otra cosa que el fondo de una pantalla publicitaria, donde una sonriente maiko exhibe una botella del color del cielo pintado. La cámara sigue su descenso acelerado, en busca de su protagonista, y muy pronto el cartel en cuestión queda desplazado y reintegrado en un nuevo paisaje urbano, lleno de letreros y murales únicamente interrumpidos por las idas y venidas de la red ferroviaria Shinkansen.

En todo el capítulo, donde el objetivo de Mickey es algo tan prosaico como volver en tren a la tranquilidad de su residencia rural, se apuesta por conjugar el slapstick con algunas figuras del orientalismo, como los oshiya o “empujadores” del metro de Japón —los encargados de apretar a la gente en los vagones—, las tribus urbanas juveniles o los luchadores de sumo. En este sentido, Tokyo Go tendría tanto que decir sobre la ciudad nipona como The Fast and The Furious: Tokyo Drift (Justin Lin, 2006), tercera entrega de la saga de acción Fast & Furious, donde a la lista anterior habría que sumar una estereotipada representación de la yakuza. Sin embargo, es en aquella imagen fugaz del paisaje transformado en anuncio donde realmente se pone en juego la idiosincrasia de una metrópolis escindida que, en sintonía con su país, habita el intervalo entre la tradición y la modernidad, un límite elástico que el arte en general (y el cine en particular) ha sabido modular a su conveniencia.

El origen de la fractura podría situarse hace 75 años, los días 6 y 9 de agosto de 1945, con los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. La necesidad de pensar la ciudad después de la catástrofe dio lugar, por una parte, a una Tokio en miniatura, una maqueta sometida a la potencia destructora de Godzilla (Ishiro Honda, 1954), que suponía la reencarnación sublimada de la bomba atómica, y el cine de kaijus. Y, por otra, también se encontró en la génesis de toda una serie de especulaciones futuristas como la Neo Tokyo de las adaptaciones animadas de Akira (Katsuhiro Ōtomo, 1988) o Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995).

En la maleabilidad de una ciudad en permanente transformación es donde se encuentra contenida una infinidad de posibilidades: como es sabido, Tokio ha servido de inspiración para otras tantas ciudades ficticias surgidas de hibridaciones como Los Ángeles de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), el San Fransokyo de Big Hero 6 Big Hero 6 (Chris Williams y Don Hall, 2014) o la urbe que da título a la serie Neo Yokio (Ezra Koenig, 2017-18).

Por otro lado, cuando Wim Wenders visita la ciudad de Tokio en el año 1983, no lo hace con la mirada puesta en el futuro, sino en el pasado. El objetivo del cineasta alemán es explorar la permanencia de la obra de Yasujiro Ozu en el que fuera el escenario de todas sus películas: Primavera tardía (1949), Cuentos de Tokyo (1953), Buenos días (1959), El sabor del sake (1962)... No se trata, explica Wenders, de reivindicar el valor de la filmografía del maestro japonés, sino de localizar una suerte de imágenes supervivientes que certifiquen cuánto de aquel Tokio retratado por Ozu queda en el presente. El resultado, expuesto en Tokyo-Ga (1985) bajo la forma de diario de viaje filmado, es decepcionante: Wenders se encuentra con una ciudad impersonal, que ha asimilado el imaginario estadounidense y ha hecho del golf una nueva forma del pachinko tradicional. "Mientras me dormía, tuve un pensamiento loco", revela el realizador tras la reposición de una película de John Wayne doblada al japonés, "ahora estoy en el centro del mundo: cada televisión de mierda, no importa dónde, es el centro del mundo. El centro se ha convertido en una idea ridícula, y el mundo también, y la imagen del mundo es una idea más ridícula cuantas más televisiones hay en el globo. Y aquí estoy, en el país que más televisiones fabrica en el mundo entero, para que el mundo entero pueda ver las imágenes americanas".

La imposibilidad de aprehender una imagen genuina de Tokio se traduce, por ejemplo, en el pasaje en que Wenders vuelve sobre uno de los callejones del barrio de Shinjuku y cambia su óptica por el 50mm característico de Ozu ("otra imagen se presentaba, una que ya no me pertenecía"), o en su diálogo con Werner Herzog en lo alto de la Torre de Tokio. Dice Herzog: "Las cosas están así. Quedan pocas imágenes. Observando el panorama desde aquí, se ven solo edificios". Sin embargo, el legado iconográfico de Ozu sí parece asomar, aunque sea de forma residual, en el trazado de los trenes que ahora recorren la ciudad a toda velocidad o en la imagen de un niño que, sentado en la estación de metro, se resiste a acompañar a su madre: "En ese niño en el metro reconocí a uno de los muchos niños rebeldes de las películas de Ozu. O quizá sólo quería reconocerlo. A lo mejor estaba buscando algo que ya no existía", confiesa Wenders.

Cuatro años después del estreno de Tokyo-Ga, Wenders volvía a la ciudad tokiota, por encargo del centro Pompidou de París, para entrevistar al diseñador de moda japonés Yohji Yamamoto. En sus apuntes sobre ciudades y ropa (Notebook on cities and clothes, 1989), la televisión ha dejado de ser la antítesis del cineasta para convertirse en un soporte aliado. El propio Wenders filma las calles de la ciudad filtradas por la pantalla de un monitor portátil del tamaño de una cajita. La imagen analógica y la electrónica coexisten en un mismo plano, igual que la tradición y el progreso conviven en la capital nipona. La conclusión alcanza al cineasta alemán como un relámpago: "De repente, en las turbulentas calles de Tokio, me di cuenta de que una imagen válida de esta ciudad muy bien podría ser una electrónica, y no sólo mis imágenes sagradas de celuloide. En su propio lenguaje, la cámara de video capturaba esta ciudad de manera apropiada. Estaba sorprendido. Si el lenguaje de las imágenes no era un privilegio del cine, ¿no es necesario, entonces, reevaluar todo? (...) Quizá los autores del futuro serán los directores de anuncios o videoclips, o los diseñadores de videojuegos y programas de ordenador. Mierda".

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¿Qué ha sucedido en el lapso entre los dos viajes, entre 1983 y 1988, para modificar la percepción que Wenders tiene de Tokio y sus imágenes? En ese entretiempo, durante su paseo por Shinjuku, el director alemán coincidió en un bar apodado La Jetée con el cineasta Chris Marker. El encuentro quedó registrado en Tokyo-Ga y lo relata así Wenders: "Sólo algunos días después vería su última película, la bellísima Sans Soleil, en la cual están las imágenes de un Tokio inaccesible a la cámara de cine de un extranjero como yo". En Sans Soleil (1983), las escenas del paisaje y la vida cotidiana tokiota se conjugan con unas imágenes electrónicas rudimentarias producidas por ordenador. Igual que Ozu había dado orden al caos a través de su cine, Marker armonizaba las imágenes materiales y las virtuales. Su película, al igual que la cultura japonesa, habita en el intervalo entre dos ideas aparentemente opuestas. De esta forma, recuerdo y memoria se entrelazan en un ensayo que alterna los escenarios de Tokio, Guinea-Bissau, Islandia y San Francisco, donde todo empieza con una imagen de la felicidad, una pantalla en negro y una voz femenina: "Si no ven la felicidad en la imagen, al menos verán el negro".

Del viaje a Japón de Sans Soleil surgió otra cinta más breve pero igual de estimulante: Tokyo days (1988). A simple vista, la baja resolución de la imagen electrónica podría recordar a los vídeos caseros filmados por turistas, pero la mirada de Marker vuelve a encontrar la distancia exacta para convertir, por ejemplo, una visita al mercado de Tokio en una coreografía solo al alcance de un ojo hábilmente integrado. Las imágenes de ese Tokio inaccesible al extranjero de las que hablaba Wenders no se encontraban en los cerezos en flor ni en las luces de neón publicitarias, y aun así la ciudad consigue integrar ambas en un paisaje original. Por eso Tokyo days empieza y termina con un concierto de música, el primero interpretado por un robot y el último, por un ser humano. Esta estructura, que no es circular sino simétrica, encierra el sentido de una ciudad bifronte, con la mirada puesta en el pasado y el futuro.

En la experiencia simultánea, fruto de una dislocación y confrontación temporal, es donde reside el potencial cinematográfico de una ciudad abierta a las fantasías y las leyendas urbanas. Esta condición múltiple, chocante a ojos del visitante extranjero, es la que sustenta los posibles relatos de una obra colaborativa como Tokyo! (2008), donde Michel Gondry, Leox Carax y Bong Joon-ho proyectan sus visiones sobre la geografía de la ciudad tokiota, pero también se encuentra en la órbita de una película como Lost in translation (Sofia Coppola, 2003), donde el principal conflicto dramático se articula sobre la dificultad de conectar con el otro. Solo cuando la mirada se produce a través del enamorado, capaz de abrazar las contradicciones, la ciudad de Tokio acoge a sus visitantes.

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