La cuarta parada de Salvando a la ciudad tiene como destino Barcelona. Si para Sevilla necesitábamos una bicicleta, con la ciudad catalana nos introducimos en una máquina del tiempo. Las medidas que el Ayuntamiento barcelonés ha anunciado para la pacificación del tráfico en el Eixample, han de comprenderse a través de algo que sucedió hace más de 150 años. En 1860, Barcelona se embarcó en un proyecto que cambiaría la estructura de la ciudad para siempre. La iniciativa se llamó Plan Cerdà y consiguió que la sociedad catalana del siglo XIX viviese mejor. Fue un modelo pionero, expandió y oxigenó la ciudad en un momento en el que las metrópolis eran sinónimo de hacinamiento y enfermedad entre la clase obrera.
Una breve parada al presente: noviembre de 2020, capital de Cataluña. El Ayuntamiento de Ada Colau anuncia el programa Superilla Barcelona. Se trata de un plan que propone más espacio para los peatones y menos para los coches en el distrito con más contaminación atmosférica de la ciudad: el Eixample.
En este lugar, las calles tienen un nivel de dióxido de nitrógeno mucho más alto que el establecido por la ley, superando las tasas recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Unión Europea. Cada año, 1.000 barceloneses mueren a causa de la contaminación en el aire que respiran. 1 de cada 9 casos de cáncer de pulmón se deben al mismo motivo. El tráfico en el ensanche de la ciudad asfixia a sus habitantes, la reducción de los coches se convirtió en una cuestión de salud pública. Con el programa Superilla Barcelona, la alcaldía auguró la reforma de 21 cruces y 21 calles del distrito en cuestión para la creación de plazas y ejes verdes, situando a los viandantes como protagonistas.
Ahora, viajemos al pasado. El Eixample es un distrito barcelonés fruto de un proyecto histórico. Surgió como la idea visionaria de un urbanista que transformó las calles de la Barcelona del siglo XIX —superpoblada, desigual e insalubre— en un espacio democrático y saludable. Ildefonso Cerdà Suñer, hombre que emprendió el proyecto del ensanche en 1860, vivía en una metrópoli donde la esperanza de vida entre la clase trabajadora era de 23 años. Partió de tres puntos clave: la posibilidad de una urbe donde no hubiese un centro privilegiado, el aire limpio de sus calles, la movilidad para los ciudadanos y, lo más curioso, para unos automóviles que aún no se utilizaban, pero que el urbanista sabía que servirían para desplazarse por Barcelona en el futuro.
Trasladado al papel, el Plan Cerdà era el plano de una ciudad geométrica para ensanchar la ciudad a través de estructuras cuadriculadas. Su creador ideó calles paralelas y perpendiculares con manzanas octogonales, donde las vías tendrían 20 metros de ancho. Además, solo se construiría en dos lados de cada manzana, creando en su interior zonas verdes para el uso público. Los edificios tendrían una altura máxima de 16 metros. En las casas, la buena iluminación y el aire limpio de los jardines mejorarían la salud de sus habitantes. Cerdà pensó, incluso, en la especie de árbol idónea con la que oxigenar la ciudad: los plátanos, que podrían plantarse cada ocho metros a lo largo de las vías.
En la práctica, con la aplicación del Plan Cerdà, nació el Eixample a finales del siglo XIX. Hoy día, está conformado por los barrios de la Dreta de l’Eixample, la Antiga Esquerra de l’Eixample, la Nova Esquerra de l’Eixample, el Fort Pienc, la Sagrada Família y Sant Antoni. Situado en la parte central de la ciudad, alberga casi 300.000 habitantes y algunos de los lugares más conocidos de Barcelona como la rambla de Cataluña, la plaza de la Sagrada Familia, el Paseo de Gracia o la plaza Gaudí.
¿Qué fue de la ciudad que parecía del futuro, ahora que el porvenir ha llegado?¿Qué fue de la ciudad que parecía del futuro, ahora que el porvenir ha llegado?
El Plan Cerdà se adelantó a su tiempo. El Eixample mantiene su estructura tras más de siglo y medio, pero la ciudad que el urbanista conoció poco tiene que ver con la Barcelona del siglo XXI. Desde hace dos décadas, la ciudad condal se enfrenta a un problema grave de contaminación atmosférica.
En la capital catalana, los niveles de dióxido de nitrógeno en el aire se tradujeron en muertes. En 2018, la Agencia de Salud Pública de Barcelona reveló que, desde 2010, un total de 3.749 personas fallecieron a causa de la contaminación. El 48% de la población estuvo expuesta a emisiones de vehículos motorizados con valores superiores a los recomendados por la OMS, provocando 351 muertes prematuras.
Dos años más tarde, poco antes de la irrupción de la pandemia, el ayuntamiento de Ada Colau (Barcelona en Comú) declaraba el estado de Emergencia Climática en la ciudad. La alcaldía planeó disminuir en dos millones de toneladas las emisiones de CO2 en el año 2030. Algunas medidas, como la Zona de Bajas Emisiones —que limita la circulación de vehículos privados en el centro de la ciudad— ya estaban en marcha. Dentro del plan por la reducción urgente de contaminación, se incluían restricciones al tráfico como el peaje de toxicidad o la creación de zonas de superbajas emisiones. Sucedió en enero de 2020. Dos meses más tarde, el Gobierno declaró el estado de Alarma ante la llegada del coronavirus.
Ganar el terreno a los coches en una ciudad paralizada: el urbanismo táctico
14 de marzo de 2020: el Gobierno limita con un Real Decreto la libre circulación a los casos de necesidad, tanto de los ciudadanos como de los vehículos privados. Al día siguiente, las calles de España amanecen vacías. Durante los meses de confinamiento, Barcelona aprovechará las nuevas necesidades de la desescalada: los ciudadanos salen a pasear, guardando la distancia de seguridad en las calles, los coches han sido sustituidos por runners y bicicletas. Así, el ayuntamiento pone en marcha el urbanismo táctico. Se trata de un método de construcción que, al no disponer de tiempo ni dinero, transforma la circulación de la ciudad con pintura, vallas o elementos móviles. Al tener una instalación sencilla, los cambios pueden revertirse. Con ese método de prueba y error, la ciudad catalana experimenta, dando más espacio a los peatones.
Algunas modificaciones del Ayuntamiento durante el estado de Alarma no tuvieron éxito cuando terminó el confinamiento. El corte de calles como Via Laietana o la reducción del tráfico en tramos de Aragó no consiguieron aumentar el número de viandantes y dificultaron la circulación de vehículos. A pesar de la vuelta atrás en los cambios, hubo una transformación que llegó para quedarse. El urbanismo táctico que se aplicó en el Eixample serviría como base para un futuro proyecto del ayuntamiento barcelonés.
Regreso al futuro: la Superilla de BarcelonaSuperilla
La ciudad condal redujo la circulación en sus calles con dos tipos de medidas: las aisladas y temporales, y las sistémicas y estructurales. Entre las segundas, se encuentra la pacificación del tráfico en el Eixample. Es aquí cuando el pasado al que viajábamos para conocer el Plan Cerdà y el presente se encuentran de cara al futuro de Barcelona. Ada Colau anunciaba en marzo de este año el proyecto Superilla Barcelona, una iniciativa para actualizar las ideas de Cerdà Suñer. El distrito que el urbanista creó, hizo de las manzanas un elemento estratégico, clave en la ciudad. La alcaldesa lo recupera para ir más allá: quiere convertir todo el Eixample en una supermanzana.
Para el ayuntamiento, la meta es unificar todas las calles del distrito de cara a 2030. Su consigna es clara: más espacio para los peatones, menos para el tráfico. El primer paso para reconvertir el distrito en el lugar democrático y saludable que fue en el siglo XIX, es transformar cuatro cruces en plazas peatonales y cuatro calles en espacios verdes. Después, con un margen de 9 años, 21 de las 64 calles que componen el ensanche tendrán el mismo destino. El objetivo principal es que los 300.000 vehículos que atraviesan cada día el Eixample, dejen de hacerlo a largo plazo. Como Cerdà Suñer con su plan, la alcaldía aspira a mejorar la calidad de vida de los habitantes de Barcelona. Esta vez, el plan Superilla propone vías donde no exista el asfalto, con árboles para reverdecer la ciudad y espacios de encuentro y juego.
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Hay algo más en común entre los dos proyectos, a pesar de sus 161 años de diferencia. El Plan Cerdà no obtuvo la celebración que a día de hoy nos resulta evidente. El Ayuntamiento de Barcelona se opuso en un primer momento. La sociedad burguesa temió al modelo, que velaba por una ciudad igualitaria. Su creador se ganó el recelo de los arquitectos de la época por ser ingeniero, la prensa emprendió una campaña de desprestigio contra él y su proyecto. Fue necesario que el Gobierno de Isabel II impusiera una aprobación inapelable para que el ensanche se construyera.
De la misma manera, el proyecto de Colau no ha sido bien recibido en muchos sectores. Tras el anuncio de Superilla Barcelona, muchos arquitectos consideran que el plan traerá problemas a los vecinos y comerciantes del Eixample. Salvador Rueda, que ideó la aplicación de las supermanzanas en Poblenou, considera que la expansión del modelo no tiene sentido. Los vecinos del mismo barrio crearon la Plataforma d’Afectats per la Superilla de Poblenou. El portavoz del Partido Popular en Barcelona ha mostrado la oposición del partido frente a la iniciativa.
Las obras del plan barcelonés comenzarán el año que viene, con un presupuesto de 36 millones de euros. De momento, se han convocado dos concursos públicos con el fin de reunir ideas para las calles y plazas proyectadas. Quizás, los barceloneses del futuro hablen de la supermanzana como los habitantes del presente hablamos del Plan Cerdà en nuestros días. Dejemos que el tiempo lo decida.
La cuarta parada de Salvando a la ciudad tiene como destino Barcelona. Si para Sevilla necesitábamos una bicicleta, con la ciudad catalana nos introducimos en una máquina del tiempo. Las medidas que el Ayuntamiento barcelonés ha anunciado para la pacificación del tráfico en el Eixample, han de comprenderse a través de algo que sucedió hace más de 150 años. En 1860, Barcelona se embarcó en un proyecto que cambiaría la estructura de la ciudad para siempre. La iniciativa se llamó Plan Cerdà y consiguió que la sociedad catalana del siglo XIX viviese mejor. Fue un modelo pionero, expandió y oxigenó la ciudad en un momento en el que las metrópolis eran sinónimo de hacinamiento y enfermedad entre la clase obrera.