Erik Weisz antes de Harry Houdini: el joven mago que escapó y 'liberó' a un pueblo

El futuro del pequeño Erik Weizs estaba escrito. Era hijo de inmigrantes húngaros llegados, al final de la década de 1870, a Appleton (Wisconsin). Su padre era rabino y nunca aprendió inglés. La economía del hogar, delicada. Su formación académica, nula. El pequeño Erik llegó a Estados Unidos con cuatro años y a los ocho ya estaba vendiendo periódicos y lustrando zapatos. Hay que imaginarlo como un niño sin más futuro que la marginación social, los empleos precarios y la opresión del sistema. “Sin embargo”, sorprende Ramón Mayrata, “sí tenía una oportunidad”. Mayrata es uno de los principales expertos españoles en magia y un gran conocedor de figuras como la de Harry Houdini, el escapista en el que, andando el tiempo, se convertiría ese Erik Weisz que llegó en 1874 a Estados Unidos desde Budapest. “Su única oportunidad”, desliza el experto, “era el mundo del espectáculo”. Por eso trataba de enrolarse en todos los circos que pasaban por su pueblo y por eso fundó, junto con algunos de sus amigos, un circo propio en el que él hacía las veces de trapecista y de contorsionista. Entonces solo tenía nueve años y pocos esperaban lo que estaba por venir. Un joven que iba a ilusionar a un pueblo, que eran, en realidad, muchos pueblos, pero que, sobre todo, era su propio pueblo: los oprimidos, los esposados, los sin-futuro.

“La primera vez que escapó de algo el gran Houdini”, reflexiona Mayrata, “no fue de unas esposas ni de una camisa de fuerza”. Fue, precisamente, de ese futuro penoso que parecía haber planeado la vida para él. “Y su éxito llegó, evidentemente, por ahí”, resuelve. En su juventud, Erich Weiss –Houdini americanizó su nombre para ahuyentar el estigma del migrante– había trabajado como cerrajero. Esa habilidad adquirida de forma forzosa fue, paradójicamente, lo que le permitió encontrar una forma de conectar a las mil maravillas con el público. Tras un año lejos de casa enrolado en compañías ambulantes, el joven Weiss volvió con su familia una vez esta ya se hubo trasladado a Nueva York. Fue allí donde se interesó más y más por la magia. También en la gran ciudad adoptó el nombre de Harry Houdini en honor a Jean Eugène Robert-Houdin, otro mago a quien idolatraba el joven búlgaro. Pero su futuro no se encontraba en la magia tradicional. Los trucos de cartas no le dieron éxito y pronto tuvo que ir más allá. Si verdaderamente quería procurarse un porvenir lejos de la miseria, tenía que hacer algo diferente.

Y, entonces, llegaron las esposas. “Houdini se da cuenta de que el escapismo puede ser algo más que una parte más de un número de magia”, observa el experto. “Se da cuenta de que puede constituir un espectáculo en sí mismo”. De repente, Houdini llega a los pueblos y pide al sheriff de turno unas esposas y le reta: “Tú me las pones y yo consigo librarme de ellas”. Ramón Mayrata insiste en la importancia simbólica de la proposición de Houdini: “No es un acto meramente físico. Ni mucho menos. Lo que Houdini hace es establecer un altísimo grado de complicidad con un público cuyo origen es el mismo que el suyo”. El mago ridiculiza a las autoridades escapando de sus mecanismos de control más primarios –véanse las propias esposas– y libera, aunque sea de forma metafórica, a un público humilde acostumbrado al estrecho corsé de las clases dominantes. Por un rato, los parias –pobres, olvidados y dirigidos– pueden reírse de su brazo opresor, que es sorprendido por un mago que escapa de los grilletes con una facilidad pasmosa. Y todo gracias a uno de los suyos que había reunido en sí mismo la brillantez de entender todo lo que significaba huir de unas esposas y las condiciones mentales y físicas para hacerlo.

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Rumores de espionaje y cruzada contra los médiums

Esta es la historia, en definitiva, de un joven que no se conformó y que supo dar en la tecla. Las esposas dieron paso a las camisas de fuerza, a las cajas fuertes o a los arneses colgados de los rascacielos estadounidenses. Harry Houdini se hizo famoso. Todo el mundo quería ver sus números y las personalidades del ámbito de la cultura se acercaron a él. Incluso parece que, en sus tours por Europa, pudo ejercer tareas de espionaje, lo cual no hace sino agrandar aún más su leyenda, siempre envuelta en un halo de misterio que él mismo se ocupó de fortalecer. También muy conocida fue su cruzada contra los médiums, en los que, tal y como asegura Mayrata, quiso confiar, pero de los que terminó renegando por completo tras cosechar numerosas decepciones: “Si algo le hubiese gustado, es poder establecer un contacto con su madre fallecida”. Los intentos de timo terminaron con su paciencia y lo llevaron a tratar de desmontar todas las farsas que proliferaban en el campo del espiritismo. Él, que había conectado con el gran público gracias, precisamente, a su sinceridad y a la verdad de su simbolismo, no podía aceptar la manipulación en un tema tan sensible como la comunicación con el más allá.

Harry Houdini murió el 31 de octubre de 1926 de un puñetazo en el estómago que le causó una peritonitis. Trataba de continuar demostrando que su físico podía soportarlo todo, pero el golpe lo pilló desprevenido. Todo eso, sin embargo, ya es otra historia.

El futuro del pequeño Erik Weizs estaba escrito. Era hijo de inmigrantes húngaros llegados, al final de la década de 1870, a Appleton (Wisconsin). Su padre era rabino y nunca aprendió inglés. La economía del hogar, delicada. Su formación académica, nula. El pequeño Erik llegó a Estados Unidos con cuatro años y a los ocho ya estaba vendiendo periódicos y lustrando zapatos. Hay que imaginarlo como un niño sin más futuro que la marginación social, los empleos precarios y la opresión del sistema. “Sin embargo”, sorprende Ramón Mayrata, “sí tenía una oportunidad”. Mayrata es uno de los principales expertos españoles en magia y un gran conocedor de figuras como la de Harry Houdini, el escapista en el que, andando el tiempo, se convertiría ese Erik Weisz que llegó en 1874 a Estados Unidos desde Budapest. “Su única oportunidad”, desliza el experto, “era el mundo del espectáculo”. Por eso trataba de enrolarse en todos los circos que pasaban por su pueblo y por eso fundó, junto con algunos de sus amigos, un circo propio en el que él hacía las veces de trapecista y de contorsionista. Entonces solo tenía nueve años y pocos esperaban lo que estaba por venir. Un joven que iba a ilusionar a un pueblo, que eran, en realidad, muchos pueblos, pero que, sobre todo, era su propio pueblo: los oprimidos, los esposados, los sin-futuro.

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