Antes de

Johanna antes de Hannah Arendt: arriesgar, tomar partido y conducir la propia vida

“Enseguida fui de la opinión de que los judíos no podían quedarse”, escribió la pensadora Hannah Arendt poco después de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania en 1933 y los nazis la detuvieran e interrogaran durante ocho días: "No estaba por la labor de andar dando vueltas por Alemania, por así decir, como ciudadana de segunda, de la forma que fuese”. Ya a sus veintisiete años —había nacido en 1906 en Hannover— tuvo la lucidez suficiente como para intuir que “las cosas empeorarán siempre más”. En cuanto pudo, hizo las maletas y emigró, aunque, como también escribió más adelante, “sentía al respecto una cierta satisfacción”. Lo apuntó en un texto que continuaba: “Había sido detenida, así que tuve que abandonar ilegalmente el país [...], enseguida estuve contenta. Pensaba: ¡al menos he hecho algo! Al menos no soy inocente”. El texto aparece citado en Hannah Arendt: filosofía ilustrada, que firman conjuntamente Nils Baracella, Stefania Maffeis, Ansgar Lorenz y Juliane E. Reichert y que ha editado Taugenit este mismo año. ¿Por qué decía la joven Arendt eso de “al menos he hecho algo”? ¿Cuál es el pensamiento filosófico que la llevó a tal reflexión y, sobre todo, dónde hay que ir a buscar la raíz de su pensamiento?

Son demasiadas preguntas para resolverlas todas juntas. “Vamos por partes”, sugiere el profesor de filosofía y divulgador cultural Carlos Javier González Serrano desde un rincón del Círculo de Bellas Artes de Madrid (CBA), que muy amablemente ha cedido una de sus salas para realizar la entrevista. “Hannah Arendt consideraba que el ser humano tenía que evitar el aislamiento y salir a la arena pública para exponer sus puntos de vista”, explica. En la misma línea, los autores del libro citado en el primer párrafo exponen: “Arendt no tenía en gran consideración la contemplación apartada del mundo. Al contrario, aparecer públicamente y asumir la responsabilidad de las posiciones adoptadas, aunque parezca arriesgado, representa para ella la tarea decisiva de la pensadora política”. Así las cosas, emigrar era, para ella, un acto político en el que demostraba una opinión sobre el régimen que se estaba asentando en el país germano y, qué duda cabe, aceptaba sin ambages el riesgo que conllevaba llevar a cabo la acción. “Es que”, completa el profesor, “para Arendt la filosofía no debía quedarse en el campo de la Academia: solo era útil si se convertía en acción” o, si lo preferimos, si se convertía en política.

Aunque eso, pese a ser reflexiones que hace en su juventud, es comenzar casi por el final. La primera Hannah de todas —o Johanna, su nombre de nacimiento— es una niña judía alejada de la ortodoxia cuyo padre muere cuando todavía es ella muy pequeña y cuya madre la educa en un ambiente muy progresista para la época. Muy pronto, a los catorce años, lee la Crítica de la razón pura de Kant y se empieza a desenvolver en ambientes intelectuales hasta que siente la estricta llamada de la filosofía. Y, en ese momento, ser joven, brillante y querer estudiar Filosofía solo quería decir una cosa: viajar a Marburgo. “Allí, Heidegger se había convertido en uno de los filósofos de moda”, señala González Serrano. La explosión del filósofo alemán había popularizado la universidad de Marburgo y allí llegó una jovencísima Hannah Arendt, que en la primera tutoría que recibió por parte del maestro Heidegger lo enamoró a un nivel solo comparable al enamoramiento que ella misma sintió al verlo y charlar con él. Ella tenía dieciocho años, él rondaba los treinta y cinco y estaba casado. Desde ese momento mantendrían un relación amorosa clandestina hasta que Arendt decidió poner tierra de por medio. Ambos, eso sí, influyeron de manera decisiva en el pensamiento y la producción del otro.

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El hombre y no Dios

“Mientras que Heidegger sentenciaba que el ser humano estaba en el mundo para conquistar la muerte, Arendt creía que los hombres nacían para alcanzar la vida”, tercia el profesor. Y la vida, tal y como ya pensaba Hannah en su juventud, había que conducirla. “No es Dios”, amplía González Serrano, “quien guía al hombre, sino que es el ser humano quien tiene que conducir su existencia en la arena pública, en el foro”. Este existencialismo es una de las principales ideas de la filósofa, aunque ella siempre prefirió que se la tratara como una pensadora política. Todo esto —el pensamiento que lleva a la acción, la discusión de las posturas en el ágora y la toma de conciencia de que la vida la dirige uno mismo— es lo que la llevó a alzar la voz contra el nazismo, tal y como se demuestra en las palabras recogidas en el primer párrafo, y a emigrar de Alemania primero a Francia, donde fue confinada en un campo de internamiento, y, más tarde, a Estados Unidos. Fue allí donde en 1951 dejó de ser una apátrida, toda vez que recibió la nacionalidad americana después de que el régimen nazi le quitara la alemana.

Pero todo eso pertenece ya a la madurez de Hannah Arendt, de la misma forma que su empeño por dignificar y ayudar al pueblo judío o que sus clases como profesora de Filosofía. “Sin duda alguna”, remata el profesor, “Hannah Arendt es una de las pensadoras con más hondura del siglo XX, pero sobre todo una que no entendió nunca la filosofía si no era con una intención práctica”.

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