Aznar intenta repintar su castigada imagen pública

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Esta pasada semana, el expresidente José María Aznar ha aparecido sucesivamente en diferentes medios de comunicación con motivo de la conmemoración de los veinticinco años de su llegada al poder, tras las elecciones celebradas el 3 de marzo de 1996. El Partido Popular obtuvo en aquella ocasión su primera victoria en las urnas. Curiosamente, la fecha coincide veinticinco años después con una seria crisis del partido que, posiblemente, sea la más importante que haya sufrido hasta la fecha.

La reaparición pública de Aznar ha contribuído a abrir un debate público sobre su figura política. No cabe duda alguna que hablamos de la personalidad más importante de la derecha en la historia de la democracia en España. También, de un peculiar líder desde la perspectiva de la comunicación política. Aún hoy, estamos ante un gobernante que concita una encendida controversia a la hora de enjuiciar su legado. Para unos, representa el estandarte de una derecha unida y capaz de gobernar respaldada por una amplia mayoría de ciudadanos. Para otros, es un personaje al que acusan de autoritarismo, de haber promovido la desigualdad social y de haber consentido y amparado la corrupción dentro de su formación. No caben términos medios.

Reivindicación de la humildad

El 28 de febrero de 1996 se celebró el que cabe calificar como el más impresionante mitin de la historia de la democracia española. Tuvo lugar en el estadio de Mestalla en Valencia. Con un montaje extraordinario, inimaginable en los tiempos actuales, tuvo lugar la concentración de alrededor de 70.000 seguidores del Partido Popular para arropar al que apenas unos días después iba a convertirse en nuevo presidente del Gobierno, flanqueado incluso por Julio Iglesias.

En aquel opulento espectáculo electoral, Aznar dejó para la historia la autodefinición de su figura en ese tiempo: "Solo soy un hombre honrado con un proyecto para España... No tengo ninguna varita mágica. Lo digo con humildad". Tras casi catorce años de gobierno de Felipe González, era el momento de la sucesión. El líder socialista había llegado al poder en 1982, con cuarenta años recién cumplidos. Un político joven y rupturista enterraba la dictadura franquista y asentaba la democracia en nuestro país llevando a la izquierda al gobierno.

Aznar gana las elecciones a los cuarenta y tres años, pero, tal y como explica la catedrática en comunicación política María José Canel, su perfil era radicalmente distinto al de González: “Físicamente, tenía un aspecto de contra líder porque era bajito, de labio rígido, gesto severo… No tenía una sonrisa fácil, en contraposición al carismático González: simpático, con un rostro mucho más agradable y un verbo muy fácil”.

Un líder sin carisma

El destacado especialista en comunicación política, el francés Roger-Gerard Schwartzenberg, mantenía la teoría de que en los procesos de sucesión política lo habitual es que a cada líder le suele sustituir otro con un perfil diferente. Según sus análisis, independientemente de la ideología, era muy extraño que dos políticos con rasgos personales similares se sucedieran por la elección de los ciudadanos. En el caso del paso de González a Aznar, la tesis de Schwartzenberg se cumplía a la perfección.

“Aznar era un político gris en cuanto a la manera de proyectarse y de comunicarse. No despertaba empatía ni simpatía con sus interlocutores. En ese sentido, era radicalmente opuesto a González”, sostiene Canel. Llegó al poder como un político sin carisma alguno. Veníamos de una etapa absolutamente agotada. Por primera vez en la democracia, la corrupción parecía haberse extendido en el gobierno sin control alguno. El desgaste del PSOE en 1996 hacía imposible su continuidad. Tal y como recuerda Barrera, ”la victoria de Aznar supuso una bocanada de aire fresco. La gente buscaba otro tipo de liderazgo serio, distinto al de González. Sobre todo, después de cuatro legislaturas en las que el PSOE estaba muy erosionado en cuanto a credibilidad y confianza por los casos de corrupción y la crisis económica”.

Aznar aparece, según los estereotipos dibujados por Schwartzenberg, como el clásico “hombre de la calle”. Hacía referencia a esos líderes que en algunos momentos de la historia cubren el hueco de gente que a falta de carisma, ofrecen fiabilidad; que a falta de misticismo, ofrecen cotidianeidad; que a falta de ensoñación, ofrecen realismo. Su llegada al poder suele sucederse como salida de épocas de crisis e inseguridad, cuando los sueños son derribados por la cruda realidad de una etapa de dificultades. Este papel lo desempeñaron clásicos nombres de la historia como Richard Nixon, Lyndon B. Johnson, Harold Wilson, Edward Heath o George Pompidou. Este tipo de líderes, salidos de la serie B del liderazgo ha tenido ejemplos recientes en nuestro entorno como la propia figura de Mariano Rajoy, después de los años del aire kennediano que Zapatero encarnó.

La cumbre de su recorrido

Durante su primer mandato, Aznar acrecienta su peso político. La experiencia nos ha enseñado que no hay mejor fórmula para adquirir carisma que ejercer el poder. Los populares cuentan entre 1996 y el año 2000 con dos grandes fuerzas a su favor. Por un lado, la economía vive un período de bonanza que ya había comenzado en el último año del último gobierno socialista. Al PSOE no le sirvió de nada lastrado por su deterioro. Para el PP, por el contrario, se convierte en la prueba de su buena gestión. Por otra parte, la crisis de los socialistas les sume en un período borroso de su historia. La ausencia de un liderazgo claro tras la retirada de González, les lleva a las elecciones de 2000 sin capacidad alguna de presentar batalla.

El PP arrasa el 12 de marzo de 2000 en las elecciones. Obtiene 10,3 millones de votos (el 44,3%) y alcanza la mayoría absoluta con 183 diputados. Es la cima de mayor gloria de la derecha que ni antes ni después tiene punto de equiparación. José María Aznar repite como presidente del Gobierno, pero da la sensación de que ya no es el mismo. Ha ganado en seguridad personal y ya es imposible que se presente como cuatro años atrás como un hombre humilde. Más bien, todo lo contrario. Sus rasgos empiezan a derivar hacia el deseo de autoafirmación constante y el autoritarismo. Carlos Barrera interpreta que “la mayoría absoluta histórica del 2000 le legitimó interna y externamente, pero le convirtió en un presidente ensimismado en cultivar su propia figura política a nivel nacional e internacional”.

La deriva autoritaria

Los dos vectores que impulsaron su figura como líder en la anterior legislatura, el éxito en gestión y la crisis en la oposición, serán los mismos que condicionarán esta etapa. La diferencia es que ahora lo harán en una dirección radicalmente opuesta. La mayoría absoluta empieza a dar síntomas de una cierta deriva autoritaria que aplica con firmeza la mayoría absoluta de la que dispone. La política de comunicación del Gobierno elimina cualquier espacio destinado al debate o a la controversia. Tal y como explica María José Canel, “al final de su mandato, Aznar desprecia por completo la comunicación. De hecho, decidió incluso no conceder entrevistas al Grupo PRISA, el mayor grupo de comunicación del país, en sus últimos meses”.

En esta segunda legislatura, se empiezan a suceder acontecimientos que se vuelven contra el Gobierno debido a una evidente falta de conexión con la realidad. Como explica Carlos Barrera, “a partir de junio de 2002, Aznar cambia, muy influido por la torpe gestión política y comunicativa de diversos sucesos: la huelga general, la guerra de Irak, el desastre del Prestige, la boda de su hija en el Escorial, se unen a un giro en la estrategia de Zapatero, que pasa a ser más agresivo ante la proximidad electoral”.

En efecto, aparece la figura de Zapatero. El PSOE ha finalizado su travesía del desierto y resurge de sus cenizas. En junio del año 2000 llega a la secretaría general e introduce un estilo en las antípodas de lo que Aznar representaba. Con aire amable y espíritu dialogante cambia la cara del viejo PSOE que se ve desbordado por su impulso renovador. A Aznar le surge una oposición que contrasta con su perfil, resaltando más aún sus notorios defectos crecientes.

Un complicado proceso de salida

José María Aznar mantiene con coherencia su compromiso de no presentarse a una segunda reelección, pese a que no parece existir un claro líder alternativo con capacidad de sustituir y heredar sus amplios poderes. María José Canel resalta que “esto no lo había hecho antes ningún presidente en el mundo entero. Las encuestas daban que el PP iba a volver a ganar las elecciones y él, tal y como había prometido, renuncia al poder y dimite”. Sin embargo, lo que él había planificado como una salida gloriosa se convierte en un proceso accidentado y complejo.

En abril del 2000, tras obtener la mayoría absoluta, Aznar tiene una valoración muy alta en el CIS que se eleva hasta 5,75. Sin embargo, justo antes de entregar la presidencia del PP a su elegido, Mariano Rajoy, su calificación ha descendido a 4,56. La terrible e ignominiosa gestión de los atentados del 11-M acaba por derrumbar su imagen. Siempre soñó con salir por la puerta grande, dejando al PP en el Gobierno y con un esplendoroso balance de su gestión. Terminó en el otro extremo. Su gestión se derrumbó tras la crisis del Prestige y su apoyo a la Guerra de Irak. La derrota tras los atentados del 11-M terminaron por derrumbar su legado.

Un intento de reinventar la biografía

Nunca tantos se jugaron tanto

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Han pasado más de 15 años. José María Aznar ha vivido desde entonces alejado del foco de la atención mediática. Sus esporádicas apariciones han sido además para posicionarse casi siempre contra la gestión de sus sucesores, Mariano Rajoy y Pablo Casado. De forma recurrente, se ha asomado como un crítico siempre disconforme con casi todo lo que hacían sus compañeros de partido. Muchos le responsabilizan incluso de haber sido uno de los elementos claves para entender el auge fugaz de Rivera y el estallido del fenómeno de Vox.

Curiosamente, se le ha visto incluso coincidir a menudo con Felipe González, el que fuera su mayor contrincante en la década de los noventa. Ambos han aparecido de forma recurrente formando una extraña pareja. De hecho, Carlos Barrera mantiene que Aznar “es para el PP lo mismo que Felipe González para el PSOE. Fuera de los partidos y para la opinión pública son dos referentes políticos indiscutibles, pero como decía González son ‘jarrones chinos’. Sus palabras suelen molestar dentro de sus propios partidos, donde les quedan pocos partidarios”.

Lo más llamativo de su reaparición pública ha sido su manifiesta intención de reinventar su pasado. La entrevista con Jordi Évole ha sido el momento culminante de su retorno. En la charla, se repasaron todos los hechos controvertidos de su recorrido político. Lo más asombroso fue ver cómo intentaba reescribir su propia historia ante el asombro de los millones de españoles que habíamos vivido unos hechos radicalmente diferentes. Entre el Aznar que defendía su humildad en 1996 y el líder destronado y desprestigiado que abandonó la política en 2004, parece evidente que ha decidido olvidar ambos perfiles. Prefiere quedarse con el triunfador del año 2000 que parecía acariciar la gloria, justamente antes de iniciar su caída, montaña abajo, tropezando con casi todos los errores de comunicación política que un líder puede cometer.

Esta pasada semana, el expresidente José María Aznar ha aparecido sucesivamente en diferentes medios de comunicación con motivo de la conmemoración de los veinticinco años de su llegada al poder, tras las elecciones celebradas el 3 de marzo de 1996. El Partido Popular obtuvo en aquella ocasión su primera victoria en las urnas. Curiosamente, la fecha coincide veinticinco años después con una seria crisis del partido que, posiblemente, sea la más importante que haya sufrido hasta la fecha.

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