Carlos Magdalena: veinte años salvando plantas al borde de la extinción

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Entre cerezos, magnolias y narcisos, la primavera se abre paso en Kew Gardens. Luce el sol y hace veinticuatro grados, algo poco habitual en Londres a principios de abril. Dentro de unos días, empezará la desescalada: el último adiós a la oscuridad de la pandemia. Volverán la vida y los miles de visitantes diarios a este jardín botánico, uno de los más importantes del mundo. Hace veinte años, Carlos Magdalena (Gijón, 1972) fue uno de ellos, pero él se quedó atrapado aquí para siempre. “Me di cuenta de que este sitio estaba hecho para mí. Me sentía como un niño entrando en un gran parque de atracciones y no era capaz de avanzar porque, en cada esquina, encontraba una planta que me parecía interesantísima”, explica sentado en un banco frente al Palm House, el impotente palacio de cristal que preside la entrada.

Fue precisamente una planta de Isla Rodrigues, la Ramosmania rodriguesiRamosmania rodriguesi, la que provocó que a este asturiano le diesen una oportunidad para empezar como becario en un invernadero de Kew Gardens. Había llegado a la capital británica para aprender inglés y estudiar una carrera, pero después de aquella visita, no hubo vuelta atrás. Por fin podría ser lo que siempre había querido. Cuando, aquel primer día, regresaba a casa en metro, vio un ejemplar de The Guardian abandonado sobre las butacas tapizadas, y se puso a hojearlo durante el viaje. “Había un artículo sobre la Ramosmania, la llamaban ‘la muerta viviente’ porque se la daba por extinguida, su especie estaba muerta. Decidí que quería volver a Kew Gardens de nuevo para verla y me entró una obsesión compulsiva. Me parecía una historia muy triste, así que fui al director de la Escuela de Horticultura y le dije: ‘Tú no lo sabes, pero este jardín me necesita’”, recuerda con vehemencia.

El tiempo demostró que Magdalena —conocido como el Mesías de las plantas—, tenía razón. Kew Gardens y sus ochenta mil especies le necesitaban. Aunque otros colegas llevaban casi dos décadas intentando salvar a la Ramosmania, él consiguió que se reprodujese por semillas en solo ocho meses, evitando así su desaparición: “Fue gracias a una mezcla de obsesión, observación y suerte de principiante”. Esta fue solo la primera. Después, vinieron otras como el nenúfar enano ugandés, una planta acuática por la que siente predilección. Y algunas luchas frustradas por salvar otras, como la palmera Hyophorbe amaricaulis, de la que solo queda un ejemplar. “Es mucho más fácil empatizar con los animales porque enseguida nos ponemos en su lugar. Sin embargo, entender a las plantas requiere más tiempo... A nadie le tienes que explicar por qué es criminal darle un puñetazo a La Gioconda, pero todo el mundo me pregunta que por qué no dejamos que se extinga una especie —suspira con indignación—, cuando es algo muchísimo más relevante, importante y complejo que cualquier obra de arte creada por la especie humana”.

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Paseando con los ojos muy abiertos, se sigue asombrando y saca el móvil para fotografiar a un loro que se posa sobre una rama. Por momentos, vuelve a ser aquel niño que —vestido de explorador con bañador, sombrero de paja y botas de agua—, sonreía a la cámara hace cuarenta años. Detrás del objetivo, estaba su padre. Él y su madre fueron quienes empezaron a motivar su amor por la naturaleza. En aquella época, soñaba con ser Félix Rodríguez de la Fuente y con saber qué eran todos los bichos y plantas que veía en el campo, en la playa o en la granja de sus abuelos. Hoy es su hijo Matheo, de solo cinco años, el que disfruta imitándole. Igual que a su padre, le encanta observar cómo germinan las semillas, jugar con los nenúfares y admirar el acuario repleto de peces y corales que tiene en su habitación: “El otro día me llegó con una rama de hiedra a ver si se la podía enraizar. Creo que los niños son unos naturalistas en potencia. Si se les expone a la naturaleza y entienden cómo funciona no se van a cansar nunca y eso les puede quitar de Internet un par de horas al día”.

Por eso, a pesar de haber recorrido el mundo rescatando especies amenazadas, una de las cosas de las que más orgulloso se siente Carlos Magdalena es de haber podido inspirar a otros niños como Matheo: “Me ha pasado que, de repente, llega un padre al vivero con su hijo o hija de cinco, siete o diez años a decirme que desde que se leyó mi libro [El Mesías de las plantas, Debate, 2018] dice que quiere ser botánico de mayor. Eso sí que me ha tocado la fibra muchas veces… Incluso se me han saltado las lágrimas. Si gracias a mí va a haber cinco botánicos más en el mundo, mañana ya me puedo jubilar”.

Entre cerezos, magnolias y narcisos, la primavera se abre paso en Kew Gardens. Luce el sol y hace veinticuatro grados, algo poco habitual en Londres a principios de abril. Dentro de unos días, empezará la desescalada: el último adiós a la oscuridad de la pandemia. Volverán la vida y los miles de visitantes diarios a este jardín botánico, uno de los más importantes del mundo. Hace veinte años, Carlos Magdalena (Gijón, 1972) fue uno de ellos, pero él se quedó atrapado aquí para siempre. “Me di cuenta de que este sitio estaba hecho para mí. Me sentía como un niño entrando en un gran parque de atracciones y no era capaz de avanzar porque, en cada esquina, encontraba una planta que me parecía interesantísima”, explica sentado en un banco frente al Palm House, el impotente palacio de cristal que preside la entrada.

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