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Caravaggio y Gentileschi: tenebrismo, admiración y un asesinato

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Caravaggio (Milán, 1571) era un crápula. “El chico malo del Barroco italiano”, en palabras de la historiadora del arte Sara Rubayo. Utilizaba vagabundos y prostitutas como modelos para sus pinturas –incluso para las de temática religiosa–, buscaba pelea, frecuentaba los bares y se granjeó un historial policial que solo permanece en un segundo plano porque su obra es una de las más grandes de toda la Historia del Arte. “Fue un revolucionario”, tercia Rubayo, “y llevó el claroscuro a su máxima expresión”. Tanta fue la admiración que despertó en sus contemporáneos, que pronto se generó alrededor del pintor milanés una constelación de artistas que trataron de imitar esas escenas crudas y oscuras en las que la luz solo aparece para enfatizar la acción protagonista. De entre todos esos seguidores, Artemisia Gentileschi fue una de las principales exponentes. Oriunda de Roma, Gentileschi no tuvo una vida fácil, aunque ya desde la cuna mamó el arte que manaba del pincel de su padre, y, a pesar de que nació 22 años después que Caravaggio, “en el caso concreto del cuadro que cada uno dedica al episodio bíblico de Judit y Holofernes”, opina Rubayo, “podemos decir que la alumna hasta le pudo llegar a superar”.

En los dos casos, Holofernes sale mal parado, eso está claro, pero, tal y como explica la historiadora, “la crudeza y la frialdad con la que Gentileschi pinta la escena adelanta por la derecha, en este caso, a la idealización con que Michelangelo Merisi da Caravaggio retrata a los personajes y al espacio”. Mientras que el maestro de los ‘caravaggistas’ –como fue llamada su corte de admiradores– juega a centrar la atención en Judit, una joven de cara angelical con facciones que denotan muy poco esfuerzo, en su gesto a medio camino entre el asco y la incredulidad y en su resplandeciente pecho; Gentileschi demuestra su conocimiento de la fisionomía femenina (dos mujeres precisan de mucho esfuerzo para terminar con alguien tan corpulento como Holofernes) y traza seis diagonales para guiar a las miradas hacia el rostro ya prácticamente inanimado del hombre. Por otro lado, Artemisia mancha el colchón con sangre, deja que los hilos rojos caigan hasta el suelo y que los borbotones salpiquen los brazos de las propias verdugas. Aunque la pintura de Caravaggio también es absolutamente cruda y sorprendió a todos en la época, parece que Artemisia aprendió muy bien una de las citas más célebres del maestro: “No deben solo mirar mis cuadros, no deben contemplarlos. Deben sentirlos”.

Pero, ¿qué ocurre en la escena? La acción es la misma en ambos casos. Judit y su criada sorprenden por la espalda al general babilónico Holofernes, que yace tendido en su lecho en una noche de descanso durante la invasión de la ciudad bíblica de Betulia, donde vive la joven. Horas antes del sangriento desenlace, Judit había recibido un chivatazo: el general estaba enamorado de ella. No lo pensó dos veces. Acompañada de su sirvienta, cogió un cuchillo y se vistió con sus mejores galas. Una vez en la tienda de Holofernes, la muchacha cenó con el general y se encargó de que diera buena cuenta del vino. Cuando consiguió que perdiera el sentido, echó mano al cuchillo y acabó con él. Ese es el frame exacto que capturan los dos pintores barrocos. Judit se había convertido en la salvadora de Betulia.

Judit decapitando a Holofernes, por Caravaggio y por Gentileschi.

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Del Caravaggio decapitado a la heroína del Gentileschi

Ambas obras son como un espejo en el que se reflejaron sus autores. En la de Caravaggio, aparece el provocador. En la de Gentileschi, la heroína. Caravaggio pintó a un Holofernes que muchos historiadores del arte identifican con un autorretrato suyo. ¡Como si pintara propio asesinato! “Hay que tener en cuenta”, apunta Rubayo, “que ya lo había hecho otras veces, como en David con la cabeza de Goliat”. Por su parte, la cara de esfuerzo de la Judit de Artemisia posee las ansias de venganza y la rabia que la pintora debió de sentir cuando padeció en sus carnes los desplantes de la época por ser mujer y dedicarse a un oficio elevado como el de la pintura. “Siempre estuvo rodeada de prejuicios y desventajas que impidieron que pudiera olvidar su condición de mujer y víctima”, resuelve la historiadora. Gentileschi se esforzó en su Judit decapitando a Holofernes (expuesto, hoy, en la Galería Uffizi de Florencia) por imprimir en el lienzo todo su conocimiento artístico y demostrar que tenía la calidad suficiente como para codearse con los más grandes de su tiempo, incluso con el gran Caravaggio. Y, cuando menos a largo plazo, lo consiguió. Además, “ha pasado a la historia como un icono feminista”, añade Rubayo, “y como una de las pioneras en la representación de poderosas heroínas”.

Sin embargo, el lugar que la Historia reservó para Caravaggio es privilegiado. Poco importa, a fin de cuentas, que matara a un hombre –como cuentan las crónicas de la época–, que la policía pusiera precio a su cabeza o que tuviera que huir de Roma por sus problemas con la justicia. Michelangelo Merisi llevó el dramatismo del claroscuro a otro nivel y creó lo que hoy conocemos como tenebrismo. “Lo consiguió centrando toda la luz del cuadro en un solo punto”, explica Sara Rubayo, “con lo que logró que sus escenas fueran terriblemente inquietantes”. Todo eso unido al realismo de las figuras humanas de sus obras marcó profundamente el devenir de la pintura del Barroco. Era un crápula, pero también un genio.

Caravaggio (Milán, 1571) era un crápula. “El chico malo del Barroco italiano”, en palabras de la historiadora del arte Sara Rubayo. Utilizaba vagabundos y prostitutas como modelos para sus pinturas –incluso para las de temática religiosa–, buscaba pelea, frecuentaba los bares y se granjeó un historial policial que solo permanece en un segundo plano porque su obra es una de las más grandes de toda la Historia del Arte. “Fue un revolucionario”, tercia Rubayo, “y llevó el claroscuro a su máxima expresión”. Tanta fue la admiración que despertó en sus contemporáneos, que pronto se generó alrededor del pintor milanés una constelación de artistas que trataron de imitar esas escenas crudas y oscuras en las que la luz solo aparece para enfatizar la acción protagonista. De entre todos esos seguidores, Artemisia Gentileschi fue una de las principales exponentes. Oriunda de Roma, Gentileschi no tuvo una vida fácil, aunque ya desde la cuna mamó el arte que manaba del pincel de su padre, y, a pesar de que nació 22 años después que Caravaggio, “en el caso concreto del cuadro que cada uno dedica al episodio bíblico de Judit y Holofernes”, opina Rubayo, “podemos decir que la alumna hasta le pudo llegar a superar”.

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