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'El matrimonio Arnolfini', el cuadro con más enigmas por centímetro cuadrado

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82 centímetros por 60. Ni uno más ni uno menos. Esas son las medidas de la tabla más celebrada del pintor flamenco Jean Van Eyck. Nada que ver con los 3,17 metros por 2,74 de Las Meninas de Velázquez, o con los 3,49 por 7,77 del Guernica. Pero las reducidas medidas de El matrimonio Arnolfini (1436) no han sido un palo en las ruedas para su trascendencia en la historia del arte. Al contrario. La minuciosidad con la que Van Eyck pintó cada uno de los detalles que componen la obra ha sido motivo de elogio por parte de entendidos y eruditos. Además, la alta carga simbólica de todas esas piezas que componen el engranaje Arnolfini la convierten en una de las más estudiadas de todos los tiempos. “Al fin y al cabo”, puntualiza la historiadora del arte Sara Rubayo, “es una especie de acta matrimonial de la época, cuyos elementos pictóricos funcionan como una especie de rúbrica, por un lado, y de amuleto, por el otro, del amor que se profesa la pareja”. Un perro, un espejo, unas zapatillas desperdigadas, química, naranjas, el color rojo, una vela o una escoba. No todo es lo que parece en ese pequeño lienzo que cuelga de la pared de una de las salas más nobles de la National Gallery de Londres.

“Mientras que en Italia, el renacimiento se asentó sobre la renovación del conocimiento de la medida humana mediante el estudio, la razón y la ciencia”, contrapone Rubayo, “la pata nórdica del movimiento fue mucho más espiritual y religiosa”. Por eso, a prácticamente todos los símbolos que encontramos en la mayoría de obras del período hay que buscarles, antes de nada, un motivo religioso. Más aún. Ese lenguaje simbólico, explica la historiadora, emana, precisamente, de una necesidad del ámbito de la religión. “En la edad media, el pueblo era analfabeto, de modo que los religiosos tuvieron que buscar métodos para que todos aquellos que no sabían leer pudieran tener acceso a los salmos”, aclara. No obstante, alguno de los elementos de El matrimonio Arnolfini, como pasa a menudo en el arte, puede ser susceptible de dobles lecturas. Sin ir más lejos, la única vela encendida de la lámpara bien puede ser la representación de Dios en el cuadro, o bien un símbolo de la juventud del matrimonio, que acaba de oficializarse en ese preciso momento. Lo mismo ocurre con las sandalias, el único objeto que escapa del orden de la composición.

¿Están los amantes emulando a Moisés, cuando Dios le dijo que se descalzara para pisar la tierra santa? ¿El triángulo que forman las zapatillas, los pies de Giovanni Arnolfini y el perro es un símbolo de la estabilidad? ¿O, acaso, Van Eyck quiere decirnos, con las zapatillas de madera (y no de terciopelo), que el matrimonio es adinerado, sí, pero no aristocrático? ¿O los pies descalzos de la pareja son el reflejo de la confianza que ambos depositan en el nuevo hogar familiar? Quizás todas las interpretaciones sean ciertas, o, quizás, ninguna. “El renacimiento nórdico no destaca, precisamente, por la abundancia de textos referentes a las obras, ni por las biografías de los pintores”, apunta la historiadora. Pero la infinidad de interpretaciones que los académicos han planteado solo para un elemento, en este caso, las sandalias, dan cuenta de la complejidad de la obra. En cuanto al perro –por cierto, con un nivel de detalle en su pelaje solo comparable a los encajes del tocado de la mujer–, es un canto a la fidelidad. “Eso sí”, avisa Rubayo, “porque aparece con los ojos abiertos, sino nos hablaría de todo lo contrario: del engaño y la deslealtad”.

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El poderío Arnolfini y las naranjas del Mediterráneo

“Los Arnolfini fueron una familia bastante poderosa”. Eran prósperos comerciantes italianos asentados en Flandes y ese buen hacer en los negocios tenía que aparecer, por algún lado, en el lienzo. “Un ejemplo son las naranjas”, señala la historiadora del arte. “Había que andar muy bien de pasta para tener naranjas mediterráneas en Flandes”, aclara. Pero no solo las naranjas hablan de la bonanza y la opulencia en la que se movían Giovanni Arnolfini y Giovanna Cenami. “La alfombra también da información de su estatus económico y social”, añade: “El bordado oriental nos indica que es una alfombra persa de las que se exportaban desde Oriente y, por tanto, un bien carísimo”. También el espejo –”un objeto típico de las buenas casas, que se usaba para ahuyentar a la mala suerte y que, hasta el momento, nunca se había pintado en un cuadro”– es una pista. No todo el mundo podía permitírselo. Se trata de un detalle que conecta directamente con el cuadro que Sara Rubayo descifró la semana pasada, Las meninas. “En el espejo, vemos todo lo que pasa al otro lado de la habitación, donde estaríamos nosotros, los espectadores”, explica Rubayo. En Las Meninas sucede algo parecido. También hay un espejo y ese espejo cumple la misma función: mostrar a quien observa la obra qué hay en el lado opuesto, en la cuarta dimensión.

Y la intrahistoria de todo esto es que Las meninas se pintaron 200 años después que El matrimonio Arnolfini y que, para más inri, el cuadro de Van Eyck perteneció a la corte española durante muchos de los años en que Velázquez ejerció de conservador de dicha colección. “¿Quién sabe?”, se pregunta Rubayo: “Quizás el pintor sevillano se fijó en la pintura de Van Eyck y la tomó como inspiración”. En cualquier caso, tanto el español como el flamenco innovaron y sembraron de misterios sus obras más reconocidas. Eso sí, lo que nadie podrá negar a Van Eyck es su habilidad para concentrarlos todos en menos de un metro cuadrado.

82 centímetros por 60. Ni uno más ni uno menos. Esas son las medidas de la tabla más celebrada del pintor flamenco Jean Van Eyck. Nada que ver con los 3,17 metros por 2,74 de Las Meninas de Velázquez, o con los 3,49 por 7,77 del Guernica. Pero las reducidas medidas de El matrimonio Arnolfini (1436) no han sido un palo en las ruedas para su trascendencia en la historia del arte. Al contrario. La minuciosidad con la que Van Eyck pintó cada uno de los detalles que componen la obra ha sido motivo de elogio por parte de entendidos y eruditos. Además, la alta carga simbólica de todas esas piezas que componen el engranaje Arnolfini la convierten en una de las más estudiadas de todos los tiempos. “Al fin y al cabo”, puntualiza la historiadora del arte Sara Rubayo, “es una especie de acta matrimonial de la época, cuyos elementos pictóricos funcionan como una especie de rúbrica, por un lado, y de amuleto, por el otro, del amor que se profesa la pareja”. Un perro, un espejo, unas zapatillas desperdigadas, química, naranjas, el color rojo, una vela o una escoba. No todo es lo que parece en ese pequeño lienzo que cuelga de la pared de una de las salas más nobles de la National Gallery de Londres.

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