“Si hay algo más difícil que pintar la luz, es pintar el aire”. La historiadora del arte Sara Rubayo observa por enésima vez Las meninas y, también por enésima vez, se asombra con la pericia de Velázquez. “Lo que de verdad impacta del cuadro”, continúa, “es la sensación atmosférica que crea”. En términos teóricos, lo que proyectó en el lienzo el pintor sevillano se llama perspectiva aérea y genera sensación de profundidad en la escena gracias al aire que rodea a cada uno de los personajes y que difumina sus contornos. “En el caso de Las meninas (Museo Nacional del Prado), lo vemos muy bien en las figuras del fondo, que apreciamos con unos perfiles imprecisos y con colores menos intensos”, completa Rubayo. En la mitad superior del lienzo no sucede nada, el protagonista —aunque invisible— es el aire, pero en la parte inferior sucede todo lo que da sentido a los dos títulos que tuvo la pintura antes de quedarse con el actual. La primera vez que se mencionó el cuadro fue bajo el nombre de Retrato de la señora emperatriz y, más adelante, evolucionó hacia uno un poco más coral: La familia de Felipe IV. “Sabemos quiénes son todos los personajes de la escena… salvo uno”. ¿Quién es quién en Las meninas? ¿Qué papel juega cada personaje? Y, sobre todo, ¿existen sospechas acerca de la identidad de la figura misteriosa?
La respuesta a la última de las preguntas es no. El ‘sin nombre’ es uno de los cinco personajes masculinos que aparecen en la pintura. Concretamente, el hombre que está en penumbra en el margen derecho del lienzo. Lo que se ha podido saber de él es que se trata del guardadamas de la infanta Margarita, una figura común en los séquitos reales de la época, normalmente ocupado en preservar la intimidad de princesas e infantas durante sus viajes. El guardadamas montaba un caballo al lado de la puerta del coche en que viajaba su protegida con tal de que ningún ‘espontáneo’ pudiese acceder a ella. En cuanto al resto de personajes, todos tienen nombre y apellidos. El centro de la composición lo ocupa la infanta Margarita, hija del rey Felipe IV y de su segunda esposa, Mariana de Austria, además, por supuesto, de hermana del también rey Carlos II. Sus padres, y este es uno de los misterios más comentados de Las meninas, también aparecen en el lienzo. Al fondo, detrás del propio Diego de Silva Velázquez, en lo que según algunos expertos es un espejo y, según otros, un cuadro, aparece retratado el matrimonio real. Y, ¿qué hace la infanta? “Parece que tiene sed”, explica Rubayo, “y pide un poco de agua”. Se la sirve María Agustina Sarmiento de Sotomayor, hija del conde de Salvatierra y doncella de la infanta.
Pero María Agustina no es la única doncella que acompaña a María Margarita. También lo hace Isabel de Velasco, hija de Bernardino López de Ayala y Velasco, duque de Fuensalida y gentilhombre de cámara del rey. Al lado, dos enanos. Uno de ellos es un niño, Nicolasito Pertusato, descendiente de familia noble del ducado de Milán, que juguetea con un mastín español. A su izquierda, Mari Bárbola, una habitual en la comitiva de la infanta que la acompañaba a todas partes desde que llegó al palacio en 1651, el mismo año en que nació la niña. “Detrás de la pareja”, completa Rubayo, “se encuentran el guardadamas, del que ya hemos hablado, y Doña Marcela de Ulloa, la encargada de cuidar y vigilar a la corte de jóvenes damas de la infanta”. Saliendo —o entrando, no hay consenso tampoco sobre eso— por la puerta del final de la sala, José Nieto Velázquez, el chambelán de la reina, encargado de acomodarla en los aposentos. Algunas fuentes apuntan a que puede tratarse de un pariente del propio pintor. “Esta figura en movimiento refuerza la idea de tránsito del cuadro”, añade Rubayo. No hay nada que Velázquez colocara por casualidad en la escena. Todo tiene un significado y un trascendente halo de misterio. Incluso su propia figura.
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El comprensible ‘ego’ de Velázquez y la cuarta pared
¿A quién mira el pintor? De alguna forma rompe eso tan moderno de la cuarta pared. La mirada del genio interpela directamente al espectador que está observando el cuadro y lo mete de un plumazo en la sala, a la sazón el cuarto del príncipe —así se le llamaba— en el Alcázar de Madrid. “Es fácil, también, hacernos una idea de la estima que tenía el pintor por sí mismo y por su arte”, desliza Rubayo. Si ponemos atención a la denominada ley de la jerarquía, vemos que la cabeza de Velázquez es la que se encuentra en un punto más elevado de la composición, algo que debería de sorprender, habida cuenta de que algunos de los personajes que aparecen en el cuadro pertenecen a la realeza. “Velázquez”, apuntilla, “se sitúa incluso por encima del retrato de los reyes”. En cuanto a otro de los grandes misterios de la obra —cuándo hay que fecharla—, también tiene algo que decir ese Velázquez colosal que nos mira y que solo pintaría un cuadro más después de Las meninas. La mayoría de expertos coinciden en que data de 1656, pero hay un detalle que rompe el consenso: la Cruz de Santiago que luce el vestido de Velázquez, a quien el rey elogió con la distinción en 1659, un año antes de su muerte y tres después de ese potencial 1656.
“Algunos sostienen que la pintó el propio artista una vez lo hubieron condecorado”, relata Rubayo. “Otros”, continúa, “incluso creen que fue el propio Felipe IV quien lo hizo”. No obstante, existe otra corriente que escapa de esa versión al no encontrar evidencias de que haya otra capa de pintura sobre la original, lo que convertiría en descartable que alguien añadiera la cruz posteriormente. Lo que está claro, y ahí también incide Rubayo, es que “Velázquez se pintó vestido con ropa de trabajo para reivindicar la importancia del oficio de pintor”. En cualquier caso, todos los enigmas que encierra el cuadro hacen que, todavía hoy, genere debate. Es difícil entender qué sucede en la escena o por qué pinta a los reyes a través de un reflejo lejano, en lugar de reservarles un lugar más honroso. Tampoco se sabe qué está pintando Velázquez en el gran lienzo que tiene delante. Todos los misterios que rodean a la obra y la brutal innovación que representó convierten a Las Meninas en la obra cumbre del pintor andaluz y en una de las más admiradas y reconocidas de la historia. A Carl Justi, historiador y filósofo alemán, se le atribuye una cita que da buena cuenta de su gran trascendencia: “No hay cuadro alguno que nos haga olvidar este”.
“Si hay algo más difícil que pintar la luz, es pintar el aire”. La historiadora del arte Sara Rubayo observa por enésima vez Las meninas y, también por enésima vez, se asombra con la pericia de Velázquez. “Lo que de verdad impacta del cuadro”, continúa, “es la sensación atmosférica que crea”. En términos teóricos, lo que proyectó en el lienzo el pintor sevillano se llama perspectiva aérea y genera sensación de profundidad en la escena gracias al aire que rodea a cada uno de los personajes y que difumina sus contornos. “En el caso de Las meninas (Museo Nacional del Prado), lo vemos muy bien en las figuras del fondo, que apreciamos con unos perfiles imprecisos y con colores menos intensos”, completa Rubayo. En la mitad superior del lienzo no sucede nada, el protagonista —aunque invisible— es el aire, pero en la parte inferior sucede todo lo que da sentido a los dos títulos que tuvo la pintura antes de quedarse con el actual. La primera vez que se mencionó el cuadro fue bajo el nombre de Retrato de la señora emperatriz y, más adelante, evolucionó hacia uno un poco más coral: La familia de Felipe IV. “Sabemos quiénes son todos los personajes de la escena… salvo uno”. ¿Quién es quién en Las meninas? ¿Qué papel juega cada personaje? Y, sobre todo, ¿existen sospechas acerca de la identidad de la figura misteriosa?