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'El nacimiento de Venus': las claves del desnudo femenino más provocador del Renacimiento

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La Venus de Sandro Botticelli tiene nombre y apellido. Se llamaba Simonetta Vespucci, era genovesa de nacimiento y florentina de adopción, y todo aquel contemporáneo suyo que fuera más o menos próximo al mundo del arte supo, al ver el lienzo, que se trataba de ella. “Era una joven muy conocida en toda Florencia por su tremenda belleza”, explica la historiadora del arte y divulgadora cultural Sara Rubayo. “Además”, continúa, “había sido la musa de Botticelli en muchas otras obras”. Y no era algo casual o circunstancial. Todo el mundo sabía que la joven era el amor platónico del pintor. “Por eso la pintó tantas veces y por eso”, apunta Rubayo, “la recordó para protagonizar el que iba a ser su cuadro más recordado: El nacimiento de Venus”. Y Sara dice que “la recordó” porque cuando Botticelli empezó la obra en 1482 la joven llevaba ya seis años muerta. Falleció a los 23 años a causa de una tuberculosis, pero la muerte no pudo llevarse consigo el amor que le profesaba el artista florentino, que convirtió a Simonetta en eterna cuando calcó sus rasgos faciales, su piel clara y su pelo cobrizo en su obra maestra. Hoy, descansa en una de las salas más exquisitas de la Galería Uffizi en la ciudad que no la vio nacer, pero sí morir.

Varias fuentes historiográficas apuntan a que El nacimiento de Venus fue, como en tantos otros casos, un encargo de los Medici, el clan más poderoso de Florencia en la época y una de las familias más importantes en la historia del mecenazgo. “La obra”, añade Rubayo, “forma parte de un encargo que completan La primavera y Palas y el Centauro y, al parecer, iban a decorar las paredes de Villa di Castello, un palacete ubicado en una de las colinas que bordean la ciudad”. En cuanto al tema de la pintura, tiene su origen en Las metamorfosis de Ovidio, en especial desde la perspectiva neoplatónica imperante en la Italia del momento. “Según esta corriente”, señala la historiadora del arte, “el significado del cuadro de Botticelli es el nacimiento del amor y de la belleza espiritual como fuente motriz de la vida”. Así las cosas, “el momento que presenta el artista es la llegada de la diosa del amor, tras su nacimiento, a la isla de Citera, empujada por el viento, como describe Homero, quien sirvió de fuente literaria para la obra de Botticelli”.

En el centro de la composición vemos a Venus sobre una enorme concha. Se trata de una Venus Púdica, toda vez que el artista esconde sus partes íntimas tras el largo cabello y cubre sus pechos con el brazo de la propia diosa. A su izquierda, el dios del viento, Céfiro, y Cloris, la diosa de los jardines (aunque algunas fuentes ven en ella a Aura, la diosa de la brisa) la ayudan a surcar los mares hasta llegar a la isla de Citera. “En el lado terrestre”, expone Rubayo, “encontramos la diosa de la primavera, que la espera en la orilla para arroparla con un manto decorado con motivos florales”. Hay que poner especial atención en el contraposto, una técnica originaria de la Antigüedad que Botticelli utiliza para estilizar el cuerpo de la protagonista de la composición, que se sostiene sobre una sola pierna dibujando una especie de letra ese. Por otra parte, el pintor también utiliza la técnica de los paños mojados para destacar todos y cada uno de los pliegues y detalles de las vestimentas de los personajes, como hacían los escultores clásicos.

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Con Savonarola se acabó la provocación

Una vez Botticelli hubo acabado su obra, se convirtió en el primer desnudo femenino desde hacía mil años y tenía en el David de Donatello su precedente masculino más cercano. Además, el cuadro es a tamaño natural y, como ya se ha apuntado más arriba en el texto, el rostro de la modelo era muy conocido. Por todo ello, la sociedad del momento encajó la pintura como una gran provocación. Sin embargo, la intención provocadora de Botticelli no iba a ser eterna. Es más, iba a concluir pocos años después de terminar El nacimiento de Venus, pero ¿por qué? La culpa la tuvo el monje dominico Girolamo Savonarola, que llegó a Florencia en 1490 y, tal y como explica Sara Rubayo, “en menos de una década dejó una profundísima marca en los florentinos”. Savonarola estaba en contra del lujo, el lucro y la depravación de los poderosos, denunció la corrupción de la Iglesia católica, se enemistó con los Medici y hasta con el papado.

Uno de los acontecimientos más recordados del paso del sacerdote por Florencia tuvo lugar en 1490, cuando organizó la famosa Hoguera de las vanidades, en la que quemó multitud de objetos que consideraba pecaminosos entre los que, tal y como afirma Rubayo, se cree que se encontraban obras mitológicas de Botticelli. El nacimiento de Venus, afortunadamente, pudo librarse de la quema, habida cuenta de que se encontraba en Villa di Castello, a las afueras de la ciudad. El caso es que la influencia de Savonarola en Botticelli apartó al pintor de la mitología y lo acercó, definitivamente, a la pintura religiosa.

La Venus de Sandro Botticelli tiene nombre y apellido. Se llamaba Simonetta Vespucci, era genovesa de nacimiento y florentina de adopción, y todo aquel contemporáneo suyo que fuera más o menos próximo al mundo del arte supo, al ver el lienzo, que se trataba de ella. “Era una joven muy conocida en toda Florencia por su tremenda belleza”, explica la historiadora del arte y divulgadora cultural Sara Rubayo. “Además”, continúa, “había sido la musa de Botticelli en muchas otras obras”. Y no era algo casual o circunstancial. Todo el mundo sabía que la joven era el amor platónico del pintor. “Por eso la pintó tantas veces y por eso”, apunta Rubayo, “la recordó para protagonizar el que iba a ser su cuadro más recordado: El nacimiento de Venus”. Y Sara dice que “la recordó” porque cuando Botticelli empezó la obra en 1482 la joven llevaba ya seis años muerta. Falleció a los 23 años a causa de una tuberculosis, pero la muerte no pudo llevarse consigo el amor que le profesaba el artista florentino, que convirtió a Simonetta en eterna cuando calcó sus rasgos faciales, su piel clara y su pelo cobrizo en su obra maestra. Hoy, descansa en una de las salas más exquisitas de la Galería Uffizi en la ciudad que no la vio nacer, pero sí morir.

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