El 'spoiler' divino de Da Vinci o cómo contar toda la vida de Cristo en un solo gesto

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“Nada de lo que pinta Leonardo Da Vinci es por casualidad”, desliza la historiadora del arte Sara Rubayo. Tampoco, por supuesto, en La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana (Museo del Louvre), una de las obras cumbre del artista toscano, donde cada uno de los elementos que componen la escena tiene una intención. Da Vinci explica en el lienzo la que quizás sea la historia más conocida de toda la tradición occidental, la historia de Cristo. Hasta ahí, todo normal. No habría nada destacable en ello si no fuera porque la cuenta, toda ella, en una sola escena, que, para más inri, tiene lugar cuando el Niño Jesús es, todavía, eso: un niño. “Pero el cordero que está agarrando”, matiza Rubayo, “es el símbolo de todo lo que está por llegar en su vida”. Es el spoiler, una suerte de presagio, una pista a la que reaccionan tanto Santa Ana, su abuela; como la Virgen María, su madre. El artista “eterno y universal” terminó la obra entre 1508 y 1510, aunque, como advierte la propia Rubayo, “existe un cartón preparatorio, expuesto hoy en la National Gallery (Gran Bretaña), donde parece que Da Vinci ensayó la pintura algunos años antes”. Pero, ¿qué historia cuenta? Y, sobre todo, ¿cuáles son todas esas insinuaciones que señalan, directamente, al trágico final de Cristo?

“El Niño Jesús coge el cordero con mucho ímpetu”, señala Rubayo. Por eso el animal se encabrita hasta dar una sensación de sufrimiento. Los expertos en la obra de Da Vinci han convenido que ese sufrimiento que expresa el pintor en el cordero –el animal que utilizaban los hebreos para los sacrificios en nombre de Dios– es una premonición del sufrimiento que el propio niño tendrá que soportar algunos años después. Es, en definitiva, una especie de ‘spoiler’ del trágico final que le espera y de las torturas terribles que tendrá que sufrir antes de su muerte. Sin embargo, no es la única simbología que entraña la figura del Niño Jesús, que se desliza por las piernas de su madre, la Virgen María, hasta tocar el suelo con los pies, en un gesto que puede interpretarse como la unión de lo divino con lo humano. Al mismo tiempo, la forma en que Da Vinci coloca los cuerpos de la Virgen y del Niño evoca al nacimiento de este. Con todo, el artista resume en una escena el principio y el final de la vida de Cristo: el nacimiento y el presagio de su muerte.

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Pero si algo ha trascendido de La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana, además del marcado simbolismo de la escena, es la composición y la colocación de los personajes. “El juego de curvas que dibuja Da Vinci en el cuadro, a través de las extremidades de la Virgen María y de su madre, Santa Ana, crean una cierta confusión en el espectador, que puede llegar a confundir la pierna de una con la de la otra”, tal y como apunta la historiadora del arte. “Si nos fijamos en el hombro de la Virgen”, continúa, “podría ser también el de Santa Ana”. El entrelazamiento de las dos figuras adultas de la pintura recuerda, subraya Rubayo, al famoso Tondo Doni de Miguel Ángel, donde todo está conectado de una manera delicada y perfecta. No hay que olvidarse, tampoco, del famoso sfumato, la técnica más característica del pintor nacido en Vinci, con la que conseguía generar una transición suave entre luces y sombras gracias al efecto de la luz, “que baña suavemente las figuras, dándoles un aire melancólico típico del artista y que recuerda a su rostro más célebre, el de la Gioconda (Museo del Louvre)”.

Da Vinci, artista 360 y mucho más

El hecho de que Leonardo fuera, en palabras de la propia Rubayo, “un artista 360, un gran intelectual y un pintor obsesionado con la perfección” tiene, también, su contrapartida. No todo iban a ser cosas buenas. “Esa perfección que persiguió siempre, unida al enorme volumen de proyectos y trabajos que solía tener entre manos, lo llevó a dejar inacabadas muchas de las obras que se conservan”. Da Vinci fue un polímata (del griego ‘el aprender mucho’), o lo que es lo mismo, un astro del conocimiento, un homo universalis que destacó en el campo del arte, por supuesto, pero también en ciencia y en tecnología. Murió en 1519 dejando una estela repleta de descubrimientos en botánica, filosofía, anatomía, urbanismo, ingeniería o arquitectura, además de unas 20 pinturas que se le pueden atribuir sin ambages. “Da Vinci es la persona con el mayor número de talentos en múltiples disciplinas que jamás ha existido”, resuelve. Por eso, cada una de las piezas que se conservan de él son auténticas joyas y tienen un valor incalculable para la Historia del Arte.

“Nada de lo que pinta Leonardo Da Vinci es por casualidad”, desliza la historiadora del arte Sara Rubayo. Tampoco, por supuesto, en La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana (Museo del Louvre), una de las obras cumbre del artista toscano, donde cada uno de los elementos que componen la escena tiene una intención. Da Vinci explica en el lienzo la que quizás sea la historia más conocida de toda la tradición occidental, la historia de Cristo. Hasta ahí, todo normal. No habría nada destacable en ello si no fuera porque la cuenta, toda ella, en una sola escena, que, para más inri, tiene lugar cuando el Niño Jesús es, todavía, eso: un niño. “Pero el cordero que está agarrando”, matiza Rubayo, “es el símbolo de todo lo que está por llegar en su vida”. Es el spoiler, una suerte de presagio, una pista a la que reaccionan tanto Santa Ana, su abuela; como la Virgen María, su madre. El artista “eterno y universal” terminó la obra entre 1508 y 1510, aunque, como advierte la propia Rubayo, “existe un cartón preparatorio, expuesto hoy en la National Gallery (Gran Bretaña), donde parece que Da Vinci ensayó la pintura algunos años antes”. Pero, ¿qué historia cuenta? Y, sobre todo, ¿cuáles son todas esas insinuaciones que señalan, directamente, al trágico final de Cristo?

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