Salvar obstáculos le ha conducido a muchos sitios. A todos ha llegado, sin cambiar de talla, con el traje honesto e impecable de rockero que sintió por dentro y se vistió por fuera siendo solo un niño: “El rock no quiere crecer”. Cumplidos más de sesenta años que evidencian la maestría de sus dedos sobre los trastes, pero no su físico, ha huido de no correr riesgos para no fracasar. Ha escapado de una dictadura “atroz y sanguinaria” que le llevó a cruzar el charco siendo un crío y a abrazar a Madrid como a su otra casa. Ha demostrado que se puede hacer rock en castellano. Ha eludido la ilusión óptica de las drogas que le robó compadres y el acecho del sida que hizo estragos entre muchos de sus compañeros. Ha renunciado a lo bueno en el momento preciso para ir a lo grandioso: “Fui pionero con 17 años, número uno con la misma edad y aquí estoy, ni loco, ni internado, ni bajo tierra”. Ha sido capaz de desarrollar triunfos incluso desde fracasos: “Fue muy curioso porque yo vine aquí de espectador y de repente, en muy poco tiempo, me convertí en una especie de protagonista de lo que estaba pasando”.
Con la toma continua a tierra y la ilusión intacta que le enchufó al ampli, ha sabido asumir los vaivenes de la fama y mecerse con la inteligencia del que disfruta de las olas: “En pocos años vi cómo era el éxito repentino, pero también la caída, el olvido y hasta la indiferencia”. Solo ha nadado a contracorriente del avance de la ultraderecha: “Esa es una palabra que ya de por sí suena a peligro, a temor. Vine huyendo de una dictadura atroz como todas las que hubo en Latinoamérica. Y confío en que eso nunca se repita. Pero los avances de la ultraderecha preocupan y asustan”. Vacunado del estrellato y en espera del mensaje que más le gustaría recibir, la cita para su segunda dosis de AstraZeneca, también le infunde miedo la pandemia. Le sobran razones. Sin embargo, el bonaerense no ha permitido que ni la mascarilla apague su sincera y acogedora sonrisa, calco de la que el covid-19 borró, hace unos meses, del rostro de su bella madre. Aún puede verla con nitidez en sus mejores recuerdos cuando él aún no iba al colegio, pero ya se embelesaba observando las manos del guitarrista que la acompañaba mientras ella cantaba.
El aroma del tabaco de pipa hace que también eche una ojeada al niño que fue, a aquel pibe menudo e inquieto que quería ser electricista y jugando provocaba cortes de luz en casa. Cortocircuitos que anticipaban los que provocó en nuestro país, con Franco recién fallecido y él casi recién llegado, gritando ¡salta! con Tequila y bailando Rock and roll en la plaza del pueblo. Después de unos años de euforia, de tocar en colegios mayores, en pueblos a los que llegaban en una furgoneta sin asientos, de compartir escenario con Burning, la irrupción de la Movida sentenció a la banda: “Nuestra caída fue tan abrupta como la ascensión. A los 21 años nos consideraron unos carrozas”. Se cortó la corriente del grupo, pero no el voltaje del artista. Emprendió su primer tramo del camino en solitario y promocionando Debajo del puente, después de diez años se reconcilió con Argentina: celebró la primavera de la nueva democracia, produjo discos y vivió de hacer jingles publicitarios. La hiperinflación acabó con aquello y, en un garbeíto a España para visitar a sus padres y no perder la nacionalidad, volvió “a conectar con Madrid” y se quedó.
Junto a Andrés Calamaro, a quien conoció en una emisora de radio, Julián Infante y Germán Vilella, celebró la década de los noventa con Buena suerte hasta que Palabras más, palabras menos, hicieron “gente grande” a Los Rodríguez. Sin documentos les abrió las puertas de todos los escenarios hasta hacer una gira triunfal con Joaquín Sabina. Se convirtieron en superventas y tocando juntos, pero desunidos, descubrieron que en la cima no había nada. Después de seis años, entonaron Hasta luego y murieron de éxito.
Justo antes de tocar con la banda de Elvis Costello, “The Attractions, un regalazo que me dio la vida”, y descubrir “la libertad de ser solista”, dijo adiós definitivo al grupo con el segundo apellido más común en nuestro país, cantando que en esta vida no quería pasar ni un día entero sin nosotros. Lo ha cumplido. Con su guitarra ha puesto banda sonora a nuestra vida, nos ha hecho cómplices de sus composiciones, confinados nos ha redescubierto Emociones escondidas, se ha comprometido con causas sociales y se ha movilizado para ayudar al mundo de la cultura.
Por si fuera poco, durante tres temporadas ha recorrido nuestra geografía de norte a sur, de este a oeste, para tratar de bajar lo que no le gusta de España, “el ruido”, y subir la música: “El rock ha sabido sintonizar siempre con todo lo que estaba ocurriendo en el mundo y también lo ha alimentado para que cambie. O lo ha intentado al menos”. Con su prolongación en forma de guitarra, la magia del trabajo mimado en equipo y bien hecho, y confraternizando con los acordes de otros artistas, ha logrado también que volvamos a enamorarnos de la televisión. Pegándonos a la pantalla casi tanto como a sus melodías, con cara de niño travieso y un elegante talento propio de los auténticos maestros, ha roto audiencias y nos ha convencido de que el nuestro es Un país para escucharlo porque España “definitivamente suena a diversidad”.
Música en casa y terror en la calle
Ni de muy chico tuvo que buscar en el diccionario la palabra exilio. En su casa se sabía mucho de eso. Abrir por primera vez sus grandes ojos verdes al mundo, en abril de 1960, no fue suficiente signo de esperanza para los Rotenberg, una familia afincada en una Argentina en la que, desde hacía treinta años, todas las experiencias de gobierno elegidas democráticamente eran interrumpidas mediante golpes de Estado. Pero las raíces de aquel niño despierto venían desde más lejos y desde más conflictos. Huyendo del nazismo primero y del estalinismo después, su abuelo paterno se había subido a un barco en un puerto de Ucrania y, sin saberlo, el carguero le llevó a Argentina. El hombre se estableció en Buenos Aires como comerciante, pero tardó más de ocho años en poder traer a su lado a su mujer y a su hijo, Abrasha Rotenberg, el padre de Ariel. Eso haría crecer al músico con pasta de superviviente. La de artista también le vino dada de casa. Su madre, Dina Rot, procedía de Mendoza, y era una prestigiosa cantante del nuevo tango: “Llegar del colegio y saber que había ensayo esa tarde en nuestro salón era la mejor noticia que podía tener. Había un piano, una guitarra, varios instrumentos, y enseguida sentí que no existía otra opción en mi vida. Lo tuve claro. No exactamente la forma, pero sí el fondo”.
Desde muy pequeño, Ariel estudió piano clásico, pero la influencia de un rock argentino “muy fuerte e imaginativo” caló en su alma, moldeó su existencia y ya no pudo ni quiso liberarse de él. Tampoco de su amigo Alejo Stivel a quien conoció en un concierto de Paco Ibáñez cuando ambos, aún muy niños, acompañaban a sus madres al recital. Escuchando blues, a los Rolling Stones y a Chuck Berry, asaltando el armario de su hermana para adoptar la estética glam y leyendo la vida, enseguida comenzaron a componer sus primeras canciones.
Entre una casa en la que transitaban músicos que ensayaban con su madre y la redacción del periódico La Opinión del que fue fundador y director financiero el padre, crecieron Ariel y su hermana Cecilia. Mientras ambos agotaban esa etapa en la que solo hay presente cargado de ilusión y de inocencia y en la que la patria es la infancia, a su alrededor eran cada vez más frecuentes las bombas, los asesinatos y secuestros. También los robos y asaltos domiciliarios de los que ellos tampoco se libraron. El ambiente de desgobierno, de caos y de violencia apuntaba a un nuevo golpe militar. Su padre aguantó hasta que supo que estaba en una lista de “personas no gratas” para los militares antisemitas. Un mes antes de que Ariel cumpliera dieciséis años, una nueva sublevación militar derrocaba a la presidenta, María Estela Martínez Perón, y se instalaba una dictadura: el Proceso de Reorganización Nacional basado en una política sistemática de terrorismo de Estado y de violación masiva de los derechos humanos que causaría la desaparición de decenas de miles de personas.
No bastaba ya lamerse las heridas, se había acabado el tiempo de las dudas. La única salida era el exilio: “El cataclismo nos hace a todos más humanos. Los Rotenberg nos convertimos en una piña”. Con Cecilia, la hija mayor que se convertiría en actriz de culto, hundida en un mar de lágrimas porque dejaba atrás todo lo que había conocido en sus casi veinte años de vida, unas maletas, un pedazo del alma herida de Argentina y el corazón de supervivientes dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance, la familia puso rumbo a España.
El vals de los recuerdos
Agosto de 1976. Una fecha que Ariel no olvida. Tampoco pasa inadvertida en la historia de nuestro país. Un decreto publicado por el Gobierno de Adolfo Suárez evidenciaba el desmantelamiento de la dictadura y la construcción de la democracia: se hacía efectiva la primera amnistía política. Con ese indulto desaparecía la condición de preso o de perseguido político y de ella se beneficiaban todos los encarcelados por el régimen franquista, excepto los condenados por actos terroristas.
En medio del “primer gran paso de la Transición”, los Rotenberg pisaron el suelo de una inhabitual Gran Vía madrileña, muy vacía esos días por el éxodo vacacional de quienes huían de una ola de calor: “Apenas había nadie, me parecía rarísimo. Yo venía de una ciudad caótica y peligrosa, donde hablar alto o reír te convertía en sospechoso y donde te interrogaban por cualquier cosa. Vivía aterrado en aquella época. Por eso, la sensación de disfrutar de la calle era increíble, más viniendo de una dictadura. Pasar ante la policía y no temblar. Era impresionante. Además, tenía el presentimiento de que me iba a ir bien, de que aquí iba a poder cumplir mi sueño, poder ensayar con una banda en un local y con instrumentos, que en vez de levantarme y de tener que ir a estudiar, lo que haría sería ir a ensayar”.
Después de la primera noche de exilio en la habitación de un hotel, con 16 años, los ojos abiertos como platos y mucha hambre de libertad, Ariel salió a explorar el centro de la capital. No tuvo que andar mucho para saber que aquel era su sitio: “Bajé a recorrer la zona y dio la casualidad de que por un lado había una tienda de guitarras eléctricas y por el otro un cine donde estaban dando Ladies and Gentlemen: The Rolling Stones. Me emocioné y llegué de vuelta al hotel desencajado. Nunca había visto ni tantas guitarras juntas ni un cartel de los Rolling Stones en la calle. Era fabuloso”.
Desde ese momento, abrió aún más los brazos a la vida y, con intensos latidos adolescentes a ritmo de rock, se preparó para dejar entrar al futuro, para bailar lo que hoy es su Vals de los recuerdos: Me acostumbraba a los nuevos ritos, las nuevas palabras. Y me perdía por las calles que hoy ya son mías. Yo solo quería rock & roll todo el tiempo. Pero el colegio era un lugar muy vulgar. Y tuve que salir corriendo. Poco se puede decir que siga igual. Pasaron coches, altavoces, mujeres, amigos, desencuentros. Nadie se puede escapar. Nadie se puede borrar. Todo el mundo listo para bailar. El vals de los recuerdos.
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Después de cuarenta y cuatro años de vueltas y más vueltas honradas, sin marearse ni marearnos, de toda una vida bebiendo música y aún teniendo sed, apunta Volver a los diecisiete de Violeta Parra como una de las canciones que le hubiera gustado firmar. Custodiado por libros de Patricia Highsmith y de Roberto Bolaño, y dispuesto a volver a disfrutar la cinta de Luca Guadagnino, Call me by your name, Ariel Rotenberg Gutkin, el niño que se enamoró de la palabra rock como “la más evocadora del mundo” e hizo con sus raíces alas, despide su Playlist. Con la cercana sabiduría y paciencia de los genios que no se dejan avasallar por el tiempo, acaricia una púa mientras cita a Oscar Wilde para decirnos “no dejes para mañana lo que puedas hacer pasado mañana”. Nunca es tarde para el rock and roll.
LA PLAYLIST DE ARIEL ROT:
- Un libro: Los detectives salvajes (Roberto Bolaño).
- Una canción: Volver a los diecisiete (Violeta Parra).
- Una película: Call me by your name (Luca Guadagnino).
- Una serie: I love Dick.
- Su tema más personal: Nunca es tarde para el rock and roll.
- Un aroma: “El del tabaco de pipa”.
- ¿Qué quería ser de mayor? “Electricista”.
- Un mensaje/tuit que le gustaría recibir: “La cita para recibir la segunda dosis de la vacuna del covid”.
Lo mejor y lo peor de nuestro país es….
- “Lo mejor: "El carácter del español, la comunicación instantánea”.
- “Lo peor: “El ruido”.
- Una cita: “No dejes para mañana lo que puedas hacer pasado mañana” (Oscar Wilde).
Salvar obstáculos le ha conducido a muchos sitios. A todos ha llegado, sin cambiar de talla, con el traje honesto e impecable de rockero que sintió por dentro y se vistió por fuera siendo solo un niño: “El rock no quiere crecer”. Cumplidos más de sesenta años que evidencian la maestría de sus dedos sobre los trastes, pero no su físico, ha huido de no correr riesgos para no fracasar. Ha escapado de una dictadura “atroz y sanguinaria” que le llevó a cruzar el charco siendo un crío y a abrazar a Madrid como a su otra casa. Ha demostrado que se puede hacer rock en castellano. Ha eludido la ilusión óptica de las drogas que le robó compadres y el acecho del sida que hizo estragos entre muchos de sus compañeros. Ha renunciado a lo bueno en el momento preciso para ir a lo grandioso: “Fui pionero con 17 años, número uno con la misma edad y aquí estoy, ni loco, ni internado, ni bajo tierra”. Ha sido capaz de desarrollar triunfos incluso desde fracasos: “Fue muy curioso porque yo vine aquí de espectador y de repente, en muy poco tiempo, me convertí en una especie de protagonista de lo que estaba pasando”.