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Bibiana Fernández: “Si fuimos capaces de construir un país con Fraga y Carrillo, ¿por qué no lo somos ahora para gestionar la pandemia?”

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María Granizo Yagüe

La vida andaba despistada aquel febrero de 1954. También lo estuvo con ella. Mientras se veía con extrañeza nieve en Huelva y los niños onubenses se estrenaban en el arte de las bolas blancas, a casi 200 kilómetros en Tánger, entre olor a hierbabuena, a comino y a cilantro, nació ella. Su segundo apellido desvelaba su sexo, Chica, pero la genética caprichosa le hurtó su identidad. Era mucho, pero le quitó más. El fin de la convivencia de sus padres una noche de Reyes le robó la Navidad.  La primera tardó treinta y siete años en poder recuperarla y hacerla incuestionable en su DNI. La segunda, no la celebra. Lleva sesenta años saltándosela.

Ni la manteca de los polvorones ni el azúcar de los turrones tuvieron nada que ver, pero aquella cría sin apenas levantar unos palmos del suelo ya pesaba 80 kilos y vestía de azul niño. Nunca fue glotona, pero repetía cada comida dos veces para poder pasar un rato con su madre y luego con su padre que separados no se podían ni ver. Llevaba pantalones con bragueta por su nombre equivocado de Manuel. Con los años aprendió a sobrevivir a las fotos de infancia y adolescencia, pero prefirió romperlas. Creció con el sueño con el que ahora espera un tuit que le diga “te quiero” y, por si se resiste a llegar o también la alcanza en el despiste, lleva tatuado en su espalda “y yo a ti +”.

Presumir de ser mujer le llevó a diseñarse a sí misma y a desarrollar una portentosa inteligencia emocional a la que hace mucho no alcanza ni la mofa ni la absurda discriminación. También a proclamarse como una de las féminas más bellas y resilientes. Y a tener inoculada la vacuna de los prejuicios. Vividora, regala sonrisas y seduce al más pintado. Por eso, cuida a su cuerpo como a sí misma, come “como un pajarito” y se bebe ya la vida con sorbos “de indulgencia y de verdad” que permite la madurez. Pero le encanta que le sigan llamando “chica”, aunque sea para referirse a ella como una de las actrices del clan Almodóvar. Con él y con otros cineastas, tras triunfar como vedette alcanzó la eternidad que regala el celuloide, pero llegar a pasearse por la meca del cine y convertirse en deseado sueño erótico no le hace despegar sus tacones de la tierra: “No sirve de nada si la persona que tienes en tu casa no te desea. Es como tener un millón de euros en el desierto”.

Comprometida con el tiempo que vivió y con el que nos acecha recalca que “la incapacidad de los políticos para gestionar una situación tan delicada como la que vivimos en términos sanitarios y en términos de economía me produce mucha tristeza y mucha desafección. Yo soy hija de la primera Transición. Estaban sentados Fraga y Carrillo. Y fuimos capaces de construir un país y una Constitución. Algo se ha extraviado y no lo encontramos y es necesario que lo encontremos y, además, entre todos. Y eso empieza por un compromiso personal y trasciende a todo lo demás”.

Aunque pinten bastos, el respeto y la admiración que genera hoy Bibiana Fernández demuestra que cualquier tiempo pasado no fue mejor.

Una infancia secuestrada a ritmo de Camarón

La suya nunca fue una infancia de Disney. Se sitúa en Tánger y su primera banda sonora tiene nombre de inconfundible arte flamenco: Camarón. “Es lo que está más arraigado en mí, nunca me cansaré de escucharlo”. Los fandangos y bulerías del cantaor gitano ya sonaban una y otra vez en la pequeña portería, en la que su padre y su tía dormían por turnos en una única habitación. Allí vivió siete años desde un imborrable 6 de enero que estrenó 1.960. Después de veintitrés años de casados, aquella noche de miércoles festivo Paquita y Manolo, sus padres, se separaron: “Yo apenas tenía 6 años. Me fui con mi padre llorando con los juguetes que me habían traído los Reyes en la mano”. El cante jondo de José Monje, el desgarro de Rafael Fariña y el duende de La Niña de los Peines le acompañaban también en el taxi con el que trabajaba el patriarca. El flamenco traía paz al desasosiego que suponía para la pequeña tener que andar temprano buscando a su padre por los bares del barrio para que la llevase al colegio.

En el bajo que abrigó los primeros años de aquella cría nunca hubo televisión porque la señal de antena solo alcanzaba a los pisos superiores. Su vida, tan particular como cotidiana, “no distinguía la realidad de la ficción”. A su madre la veía a diario, pero a escondidas “para que no se enfadase papá”. Mientras, él dormía de mañana porque en las noches trabajaba recogiendo en su coche a las mujeres de los clubs de alterne, Paquita sobrevivía en el barrio de la Victoria dando puntada tras puntada como costurera. Se sentía despechada como las protagonistas de las coplas y cuplés que no se cansaba de escuchar. Tal vez por eso, su carácter nunca estuvo en sintonía para entenderse con el de su hija: “Recuerdo a mi madre con mucho cariño, pero yo me mataba con ella. Si resucitara me volvería a matar porque está en la condición de cada una. En el fondo cambian muchas circunstancias, pero tu manera de ser no cambia”.

“Entre el mundo y tú, siempre te eliges a ti”

Necesitada de afecto, de sosiego y de certezas. Así creció una niña bonita de pelo corto a la que la sociedad del chisme y del maledicente decoro obligaba a ir disfrazada de niño. Sus libritos de recortes, su única reliquia de aquellos años, alimentaban sus sueños y pese a todo, “a mi manera”, fue feliz. A los doce años se deleitaba pegando las fotos que con tijeras y mucho esmero trasladaba a sus cuadernos de recortables sin darse cuenta de que “eran los planos de mi vida: Úrsula Andress, Brigitte Bardot, Raquel Welch, …”. Quiso parecerse a ellas y lo consiguió.

El camino comenzó a los trece años. Con un hatillo de sueños, temores y más de un desaliento, se alejó del “olor intenso a especias, a té, a jazmín, a rosa y a nardos”. Atrás quedó también la familia, las murmuraciones y los giros de cabeza a su paso por las sinuosas calles marroquíes, la almadraba y el bullicio del puerto.  Sin volver la vista llegó al cielo abierto malagueño. De allí eran sus padres y allí se fue a estudiar un módulo de formación profesional: “Maestría Industrial”. Esa era la excusa. La verdad no estaba en las aulas ni en los libros. Era sencillamente una aspiración tan sentida como difícil de alcanzar: “Quería ser yo. La mujer que estoy aquí y eso lleva un proceso y supone un recorrido que no tiene marcha atrás. Tienes que elegir entre el mundo y tú; y entre ambos, siempre te eliges a ti”.

Toda una vida sonando a canción

En la capital de la Costa del Sol cambió su escenario y, con él, la música que siempre suaviza las tristezas y perpetúa las alegrías. Al flamenco inolvidable de la infancia le sucedieron referencias tan distintas y poco convencionales como las etapas de la vida de la actriz. Cada uno de sus momentos ha tenido un compás distinto, pero todos han sonado a canción: “Desde los temas franceses de Sylvie Vartan y de Johnny Hallyday a la psicodelia sesentera de The Doors; del folk poético de Dylan susurrando que la respuesta está en el viento a los sones abrigados por el germen revolucionario de la Trova cubana. También las composiciones de los cantautores nacionales, desde Serrat a Raimon, sin excluir las de la música tecno”. Gustos tan eclécticos como la sucesión de trabajos que tuvo que desempeñar para ganarse la vida sola siendo una cría: haciendo camas de hotel, vendiendo perfumes, libros, cupones de lotería y un sinfín de cosas más.

Pudo respirar hondo librándose de la mili porque ningún uniforme podía ocultar su innata feminidad. En Barcelona, acarició el sueño de convertirse en artista trabajando en un ballet, pero un traspiés y la necesidad le condujeron a tener que pagar el peaje de desnudarse en el cabaret. No fue un tiempo fácil. Cautiva de trabas legales, su extraordinaria belleza emanaba un soplo de libertad que sorprendió a una España mojigata que comenzaba a desperezarse tras cuatro décadas de franquismo: “Yo me recuerdo feliz, pero en la angustia, el llanto y la discriminación”.

Cuarenta años para ser reconocida como lo que siempre fue

Tenía veintiún años y los ecos de su primer nombre artístico, Bibi Andersen, se extendieron como la pólvora por la noche catalana. Con él rendía homenaje, jugando al equívoco, a la actriz sueca Bibi Andersson, musa de Ingmar Bergman. Su debut en el cine llegó en 1977 confirmando que los sueños nunca son como los deseamos. Su papel protagonista en Cambio de sexo casi nada tuvo que ver con aquella magistral Eva al desnudo, la película de Mankiewicz, una de sus favoritas que siempre la emocionó. Pero si algo consiguió el metraje de Vicente Aranda fue sacarla del cabaré en los años del destape y convencerse de que no volvería a aceptar más papeles sobre la identidad de género. Además, aquella interpretación le acercó a la madrileña compañía de Juanito Navarro. Con ella, la vida la compensó: deslumbró en el mundo de la revista como vedette. Desde los escenarios en los que actuaba, cantaba y bailaba se disparó una carrera que presume de casi una veintena de películas, un disco de éxito, una decena de series, medio centenar de programas de televisión, y tantas obras de teatro como vidas ha vivido en una. 

Con el vil metal ganado a pulso, una intervención quirúrgica en Londres moldeó definitivamente su cuerpo de mujer en 1994. Cuatro años después la convirtió legalmente en quien siempre fue. Hoy, combatiendo al desaliento que nos ha impregnado el covid, se declara feliz en su sitio: “donde esté mi trabajo es mi lugar”. Estos días “su razón de ser” está en el madrileño Teatro Calderón. Allí “me vuelvo Lorca”: apelando a la poesía, al teatro, a las ganas de vivir, se reinventa como vedette para devolvernos la comedia con la que no quiere que sea su Última Tourné.

Seriéfila y cerrando siempre filas con sus amigos, “la única familia que me queda”, antes de despedir su PlayList nos recomienda Hierro: “He visto de tirón toda la serie porque soy impaciente, porque adoro a Candela Peña, porque me parece una actriz tremenda, y porque la trama además te pilla”.

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Sin trampa ni cartón, “a mi edad lo que me queda es la verdad como bandera”, vuelve a colocarse la mascarilla y asomándose a su bolso confiesa que lleva ahí los Cien Años de Soledad de García Márquez para iniciarlo porque aún no lo ha leído. Sonreímos. Le espera la alquimia de la pluma de Gabo como otra buena recompensa. No le hacemos spoilers. Aquellas páginas se encargarán de que descubra que lejos o cerca de Tánger, allá por Macondo, en la familia Buendía también hay mujeres que no tuvieron en sus primeros años la mejor postal del cajón de sus vivencias. Pero como Bibiana Manuela Fernández Chica, la niña sin Navidad que se convirtió en mujer siendo mujer, con su impresionante resiliencia y su abrazo continuo a la vida, empequeñeciéndonos nos salvan a todos. Y a ellas les acreditan como personas de pleno derecho sin posibilidad de olvido.

La PlayList de Bibiana Fernández:

  • Un libro: Cien años de soledad (Gabriel García Márquez).
  • La banda sonora de su vida es … El flamenco de Camarón de la Isla.
  • Una película: Eva al desnudo.
  • Una serie: Hierro.
  • ¿Cuál es su sitio? El lugar donde esté el trabajo.
  • Un aroma: El jazmín y la hierbabuena a los que huele Tánger.
  • El tuit que le gustaría recibir: ¡Te quiero!
  • Una cita: "¡Me vuelvo Lorca!"

 

  • Lo mejor y lo peor de nuestro país es …
  • Lo mejor: Su gente maravillosa.
  • Lo peor: Políticos incapaces de gestionar unidos una situación tan delicada como la que estamos viviendo, lo que genera tristeza y desafección.

La vida andaba despistada aquel febrero de 1954. También lo estuvo con ella. Mientras se veía con extrañeza nieve en Huelva y los niños onubenses se estrenaban en el arte de las bolas blancas, a casi 200 kilómetros en Tánger, entre olor a hierbabuena, a comino y a cilantro, nació ella. Su segundo apellido desvelaba su sexo, Chica, pero la genética caprichosa le hurtó su identidad. Era mucho, pero le quitó más. El fin de la convivencia de sus padres una noche de Reyes le robó la Navidad.  La primera tardó treinta y siete años en poder recuperarla y hacerla incuestionable en su DNI. La segunda, no la celebra. Lleva sesenta años saltándosela.

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