“Porque fuimos, seremos”. Quiso ser de mayor astronauta, pero con el tiempo descubrió que le daban miedo las alturas. Quiso ahondar en los límites de la realidad, pero dejó la carrera de Astrofísica para iniciar el camino de trovador porque en las ecuaciones variables no encontraba las respuestas. Quiso que su papá le contase esa historia tan bonita de aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia, cuyo fusil ya nadie se atrevió a tomar de nuevo, y desde aquel día todo parece más feo. Quiso que le contara otra vez que tras tanta barricada, tanto puño en alto y tanta sangre derramada, al final de la partida no pudieron hacer nada, y bajo los adoquines no había arena de playa.
Ya ha cumplido la edad que tenía su padre cuando, con la arrogancia de la juventud, le abroncó en alto por la herencia del mundo que él y su generación recibían, pero sigue sin ponerse de perfil “ante los embates del tiempo”. Veinticinco años después, en el mapa de su cuerpo “la vida ha trazado sus rutas” y asegura que cada viaje mereció la pena: “Crecemos. Y qué suerte hacerlo”. Sin quitarse ni un instante el traje de la conciencia de clase que se vistió para siempre en su barrio de Vallecas, ha visto mucho mundo y no ha sucumbido a la fama que emborracha al éxito. Tampoco se ha rendido a la distancia que algunos aumentan con unas oscuras gafas de sol.
Con la cara descubierta, el altavoz de su guitarra y la carretera por patria, le ha cantado a las madres de la Plaza de Mayo que sueñan abrazos, buscan recuerdos a los que aferrarse para no conciliar el sueño. También al México insurgente, a los hijos de mil derrotas y su sangre derramada, que van a reescribir la historia y han empezado por Chiapas. Ha reclamado memoria histórica para el bando vencido: Ni un momento, ni un recuerdo, para los que perdieron, los que construyeron la tumba, el mausoleo de la miseria, del carnicero.
Aferrado al valor de las palabras ha denunciado "la impunidad”, los bombardeos de Israel contra la Franja de Gaza, y ha pedido la intervención urgente de la comunidad internacional. Su férrea fe en el ser humano nos ha alentado para sobrevivir a la pandemia: “Hubo noches que duraron días. También esto pasará. Hoy es siempre todavía. Toca defender el futuro y la alegría”. Ha rescatado “belleza entre el escombro” y reivindicado a Pessoa para recordarnos que “la poesía consiste en otorgar a lo cotidiano el misterio de lo desconocido”.
Nos ha confesado que su hogar está donde se encuentre su hija: Vendrá el presente a verte con hambre de futuro, ese mañana incierto que algún día intuimos que tú harás cercano, más humano y abierto. Le ha susurrado a la luna radiante, a la que aúllan los lobos, la que mecen las mareas, la que veneran los locos. Ha cantado para que cesara el ruido de patriotas que se envuelven en banderas, confunden la patria con la sordidez de sus cavernas, ruido de conversos que, caídos del caballo siembran su rencor perseguidos por sus pecados.
A los confusos les ha recordado que “la libertad es una responsabilidad colectiva” y apelando a Goethe ha reafirmado que “nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo”. En un mundo de inversiones y de ruinas ha observado cómo el invierno sitiaba Madrid y cerraba otro cine, un maldito desahucio, un festín para elegantes buitres. Ha visto cómo en las casas de apuestas un niño blasfemaba. Ha alertado de que “el virus siempre es una amenaza mayor para el pobre”. Ha gritado “¡inaceptable! al chantaje de Marruecos jugando con la vida de miles de personas desesperadas”. Y ha advertido de que “los mensajes racistas por parte de políticos irresponsables se ven forzados por la sobreactuación de un gobierno que despliega al ejército y que hace devoluciones ‘en caliente’ contrarias a los derechos humanos”.
Ha llorado a Battiato y ha guardado su alma en la eterna estación de los amores. Ha rendido homenaje a la belleza de Aute y se ha emocionado cuando los otros héroes de su juventud, Sabina, Serrat y Silvio Rodríguez le han aplaudido a rabiar. Ha regresado con ilusión a su barrio y, arropado por las voces de sus antiguos vecinos, ha apoyado a Unidas Podemos con un himno para tratar de construir Un nuevo futuro en la Comunidad de Madrid: Aunque la vida a menudo nos duela, mereces saber que estamos juntos, y juntos, sin duda, podemos vencer. “Jugando a lo perdido”, ha abierto ventanas a la esperanza más allá del resultado electoral: Yo quiero ser la zurda más que diestro. Yo quiero hacer un congreso del unido. Yo quiero rezar a fondo un ‘hijonuestro’. Y ha agradecido a Pablo Iglesias que, “con todo en contra, cambiase la historia política de este país”.
En el éxito y en el fracaso ha militado la vida siempre con los otros: “La única lucha que se pierde es la que se abandona”. Y amigándose con el tiempo, “para no tenerle siempre a la contra”, ha descubierto que “madurar consiste en entender que toda elección conlleva una renuncia”. Mientras comenzamos a ganarle la batalla al covid-19 y “el deshielo nos trae la vida”, generoso e incansable nos entrega libros de poemas, relatos, musicales infantiles y un nuevo disco alentando lo que Seremos: “Hoy es la ocasión de celebrar que aún no hemos perdido la partida. Hoy será nuestra felicidad un último acto de rebeldía”
El barrio que escribe un pedazo de historia
No logró todos sus propósitos juveniles, pero nunca renunció a “la búsqueda de la voz propia”. Con los ojos limpios de niño que conservan los poetas, a los cuarenta y siete años, Ismael Serrano ha conseguido lo que pocos alcanzan después de toda una vida: ponerse frente al espejo y reconocerse.
Mimando la guitarra, como la que de crío le regaló su madre cuando ya estudiaba solfeo y piano, el cristal le devuelve la imagen adulta del menor de tres hermanos que soñaba con domingos en los que un simple puchero alegraba el estómago casi tanto como el corazón: “El olor a cocido madrileño que hace mi madre me recuerda al de mi abuela cuando nos reuníamos todos los fines de semana en su casa, tíos y primos. Y me recuerda también lo mucho que la echo de menos”. De ella, Julia, heredó el canto” y, ojalá, también su humor y sentido común”.
De su barrio madrileño, Vallecas, que su espíritu de rebeldía adolescente sigue escribiendo con k, hizo su patria: “De allí tengo recuerdos de infancia feliz. De vivir con las puertas abiertas, de sentir que mis vecinos eran mi familia, de disfrutar la libertad de ser niño jugando despreocupado en la calle, de un tiempo en el que aún existían solares sin urbanizar en la periferia de la ciudad, de despertar con el canto del gallo del corral que había enfrente de mi casa, del silbato del afilador convocando a los vecinos para que sacasen la cubertería”. Tampoco olvida los colores de la ropa tendida “entre la que se colaban las melodías de Los Chichos y de Los Chunguitos, del sonido de la vida vecinal”. Un tiempo y un lugar que solo se tornaba en blanco y negro dentro de los muros del colegio de los franciscanos en el que estudió “porque los profesores entendían el rigor y la disciplina desde un lugar un poquito chungo y antiguo”. Pero al acabar la jornada, mientras se oía el timbre y los niños como hormigas invadían el patio, regresaba el arcoíris para defender “la alegría como una herramienta de lucha”. Sin permitir que el rigor de la realidad se impusiera a lo que era privativo para la mayor parte de la gente trabajadora, se suplía con fantasía lo que no se tenía: “Nos inventamos la fiesta del mar, una batalla de agua en la que los vecinos se armaban con cualquier recipiente y nos empapábamos los unos a los otros”.
Impregnado del sentido de comunidad a fuego lento, pero candente, se gestó su conciencia de clase “que te acompaña ya siempre, para toda la vida”: Somos el barrio que escribe un pedazo de historia mientras ocupa la plaza por su dignidad. Después de dieciséis años sintiendo las calles de Vallecas tan propias como su casa, el sonido latente del espacio común se apagó. Sus padres adquirieron una nueva vivienda, a través de una cooperativa, en un pueblo residencial de Madrid y la algarabía vecinal, las casas abiertas de par en par y las sesiones matinales con sus hermanos en el cine Excelsior revisitando a los fantasmas de Amarcord, quedaron veinte kilómetros de lágrimas atrás: “No tengo un recuerdo muy bueno de aquella mudanza porque me tocó en una edad jodida donde ya empiezas a estrechar los vínculos con los amigos de una forma muy especial y, de alguna manera, me tocaba empezar de nuevo. Aquella transición no está entre mis mejores recuerdos”.
De mirar a las estrellas a convertirse en astro
“Hubo adioses como sal en las heridas”, pero siempre ha tratado de no quedarse instalado en la nostalgia y la tristeza de la canción de autor. Llegar a la facultad fue una buena medicina: “Ahora, al servicio del mercado, las universidades han perdido un poco el foro, se desatiende esa función esencial en la que el individuo se forma no solo académicamente sino también socialmente, sentimentalmente, incluso políticamente. Yo sí tuve la oportunidad de formarme en todos esos aspectos, incluso pertenecía a una asociación que se llamaba Física y Cultura donde organizábamos actos culturales, pero también de carácter político. Por si fuera poco, la Complutense fue el lugar en el que yo hice gran parte de mis mejores amigos. Tengo muy buen recuerdo de lo que era el Parque de Ciencias, de las sangrías y de las excusas más delirantes que encontrábamos para organizar fiestas.
En aquel tiempo ya iba a clase con ella y a cualquier sitio donde le llevara su guitarra. Los acordes de las canciones de Silvio Rodríguez y de Serrat, que siempre salieron del tocadiscos de su padre para envolver de magia su casa, le llevaron a abrazar para siempre su cuerpo y a acariciar una y otra vez su mástil. Vagando por los bares de Madrid puso música a poemas de Luis García Montero, de Neruda, de Mario Benedetti. Después llegaron composiciones más personales sustentadas por “el andamio de la memoria restaurando la identidad en tiempos que se resquebraja”, el amor, la rebeldía y el compromiso político que mamó en su familia, en las crónicas periodísticas de su padre y en los poemas de su hermano Daniel. También en el espíritu de crecimiento y superación de una madre, funcionaria de justicia que, jubilada, salió de su trabajo y entró en la universidad para licenciarse en Historia.
En 1996, después de dos años tocando en asociaciones y fiestas solidarias, con un marcado carácter reivindicativo “con la poesía como arma cargada de futuro”, emprendió el circuito de los bares y salas de conciertos madrileños. Y volvió a hacerse la magia: un productor discográfico tocó a la puerta de su camerino y le propuso grabar su primer disco. Cambió la universidad por los escenarios de medio mundo y demostró que la canción de autor no está en desuso: Atrapados en azul se convirtió de inmediato en disco de Platino en España y de Oro en Argentina. Aplaudido por compañeros, crítica y público, en veinticinco años de profesión ha publicado diecisiete álbumes con el mismo número de temas escritos por su padre, ha celebrado “nuestra capacidad para solidarizarnos en los momentos difíciles” y ha rechazado “el sectarismo que lleva a señalar al contrincante político en unos términos de confrontación frontal que no molan”.
Esperando un tuit “que anuncie el fin definitivo del covid”, entona Seremos “para establecer un punto de encuentro entre lo que fuimos, somos y entre lo que tendremos que ser: no sé si mejores o peores porque estamos todos atravesados por un trauma del que no somos conscientes y que va a cambiar nuestra percepción de la realidad y nuestra forma de relacionarnos. Pero sí creo que, en el mensaje pesimista de que vamos a ser peores tras la pandemia, hay una intención política y es el hecho de que abandonemos la esperanza a la hora de cuidar ciertas cosas que se han puesto en valor en este tiempo, como es el bien común y el sentido de comunidad, la sanidad pública, el Estado para que nos ampare. La intención es desmotivarnos políticamente, desmovilizarnos entorno a esas cosas porque estamos cuestionando y repensando el paradigma político. Esto ha puesto en evidencia las carencias y desigualdades del modelo de sociedad y económico en el que vivimos”.
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Antes de despedir su Playlist, Ismael Serrano Morón, el niño que siempre jugó a compartir en un barrio, que aquí o allí, siempre está en él, recomienda el Pulitzer de Harper Lee, Matar a un ruiseñor: “Un libro que me encantó y releo con gusto”. Como el propio Atticus Finch, el protagonista al que Gregory Peck puso voz y rostro en la versión cinematográfica celebra que “aún no hemos perdido la partida, hoy será nuestra felicidad un último acto de rebeldía. ¿Quién nos lo iba a decir? Seremos y de las cenizas aún nacerá una flor”.
La playlist de Ismael Serrano: playlist
- Un libro: Matar a un ruiseñor (Harper Lee).
- Un disco: Mediterráneo (Joan M. Serrat).
- La canción más Ismael Serrano es … Ahora que te encuentro.
- Una película: Amarcord (Fellini) y Plácido (Berlanga).
- Una serie: Leftovers.
- Un aroma: “El del cocido madrileño”.
- ¿Qué quería ser de mayor? “Astronauta”.
- Un mensaje/tuit que le gustaría recibir: “Uno que anuncie el fin definitivo de la pandemia”.
Lo mejor y lo peor de nuestro país es….
- “Lo mejor: "Nuestra capacidad de solidaridad”.
- “Lo peor: “El sectarismo que señala al contrincante político en términos de confrontación frontal”.
- Una cita: “La poesía consiste en otorgar a lo cotidiano el misterio de lo desconocido” (F. Pessoa).
“Porque fuimos, seremos”. Quiso ser de mayor astronauta, pero con el tiempo descubrió que le daban miedo las alturas. Quiso ahondar en los límites de la realidad, pero dejó la carrera de Astrofísica para iniciar el camino de trovador porque en las ecuaciones variables no encontraba las respuestas. Quiso que su papá le contase esa historia tan bonita de aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia, cuyo fusil ya nadie se atrevió a tomar de nuevo, y desde aquel día todo parece más feo. Quiso que le contara otra vez que tras tanta barricada, tanto puño en alto y tanta sangre derramada, al final de la partida no pudieron hacer nada, y bajo los adoquines no había arena de playa.