También son héroes, pero sin aplausos. Luna, Nicolás, Marina, Álvaro, Carmen, Germán, Jose, Juan, Claudia, Martín, Isaac, Camila, Gilberto y cinco millones trescientos mil niños más de nuestro país que nos han dibujado arcoíris, han teleestudiado, han vivido confinados y a su corta edad se han convertido en maestros manejando con soltura una palabra que nosotros descubrimos siendo adultos: coronavirus. Críos a los que la pandemia ha robado ese tiempo incomparable que brindan los abuelos. También la libertad de salir a la calle sin restricciones ni nuevas precauciones. Pequeños héroes con el gran poder de despertar ternura y alegría contra el que no hay virus que valga. Como ellos, también los trescientos sesenta mil bebés que han abierto los ojos, este extraño 2020, a un mundo de mascarillas que les privan de recibir nuestras sonrisas.
Ese once por ciento de la población española, de traviesos y prometedores enigmas que iluminan nuestro camino, es la esperanza de un futuro que impone soñar mejor, no abandonar el niño que fuimos y no dejar nunca de jugar.
Sin perder de vista a quienes fueron cuando solo levantaban dos palmos del suelo, Pepe Sacristán, Íñigo Errejón, Wyoming, Anabel Alonso, Rozalén, Baltasar Garzón, Yolanda Díaz y José Andrés, han llegado por fin a lo que querían ser de mayores: niños. Lo son por inteligencia y voluntad. Pero los que aún lo son por edad, con su ejemplo nos recuerdan este año turbio de covid que “del paraíso aún nos quedan las estrellas, las flores y la imprescindible infancia”.
José Sacristán: el niño que proyectaba figuras con una linterna
A sus ochenta y dos años, con pelo cano y mirada dulce, Pepe Sacristán no envejece porque no deja de jugar. Sabe que el antídoto a la vejez es “llevar siempre la infancia contigo”, la capacidad para la sorpresa y para el asombro: “Yo no pienso perder de vista el crío que fui. ¡Pobre de aquel que lo hizo! Me levanto y me acuesto cada día, siempre, echando una ojeada para ver dónde anda el niño que fui. Le tengo un gran cariño y respeto”.
Pasados más de sesenta años reinventándose delante de las cámaras y subido a los escenarios, el actor de Chinchón sigue cuidando la toma a tierra. En los días extraños que nos toca vivir, se deja llevar por la magia de las películas de Stanley Donen: por Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, por Frank Sinatra en Un día en Nueva York, y por los danzarines leñadores Pontipee y sus futuras esposas en Siete Novias para Siete Hermanos. Con ellos se recuerda de pequeño durmiendo en el cajón que por el día albergaba las astillas de la lumbre. Desde aquella mísera cama, jugaba a proyectar con una linterna figuras de mosqueteros, de indios y de vaqueros, de todo hasta donde llegaba la imaginación. Un niño que, en la delantera del gallinero del Lope de Vega, cayó para siempre en brazos de la fascinación del cine viendo su primera película. Y aunque fueran unos tiempos en blanco y negro donde se podía soñar “pero lo jodido era realizar los sueños”, él jugando los cumplió.
Íñigo Errejón: jugando al fútbol chapas y ganando minutos a la libertad
Para el líder de Más País jugar tampoco fue un lujo sino una necesidad. Volviendo la vista atrás es cuando Íñigo Errejón, a sus 37 años, aparca al político que es hoy y recupera a Eneko, al niño que añora, con entusiasmo y brillo en la mirada, tardes infinitas de infancia, “de partidos de fútbol chapas con mi hermano, ¡idílicas si ganaba el Real Madrid!, de juegos con los G.I. Joes y de una euforia compartida”, con sus compañeros del Colegio Público Infanta Elena, “cuando se ausentaba un momento el maestro de clase y sentíamos que ganábamos unos minutos a la libertad”.
José Miguel Monzón: convirtiéndose en Wyoming a ritmo de Beatles y de fútbolWyomingBeatles
Tampoco olvida que fue niño un hombre que coqueteando con su vocación de músico se ganó el sobrenombre de Wyoming,Wyoming pero al que una farmacéutica, su madre, y un funcionario franquista, su padre, bautizaron hace sesenta y cinco años como José Miguel Monzón.
Teniendo presente su infancia vive sin desaprovechar momentos. Antepuso a su sobrenombre el adjetivo Gran. Y como grande no está pendiente de metas sino valorando el mientras tanto. Por eso, cuando se le tienta a mirar atrás echa de menos un tiempo de crío en el que se vivía el presente con mucha intensidad: “Un tiempo en el que no existía pasado ni futuro, no existía más que lo que había, se vivía en primer plano”. El escenario de ese tiempo se sitúa en el madrileño barrio de Prosperidad y en el mostrador de la botica familiar. La música de los Beatles y tardes doradas jugando al fútbol pusieron magia al principio y al fin del mundo de un niño marcado por la ausencia de una madre cuya enfermedad obligaba con frecuencia a verla ingresada en un sanatorio. Entonces ya aprendió a valorar la esencia de las cosas, a “hablar en nosotros y no en yo, en plural y no en singular”.
Anabel Alonso: entre monjas e imitaciones descubrió la llamada del teatro
No tiene ni ocho ni ningún apellido vasco pero la niñez de Anabel Alonso tiene olor, color y sabor a la desembocadura de la ría de Bilbao. A sus 56 noviembres, el recuerdo de su infancia se envuelve en la misma bruma por la que se abrían camino las embarcaciones del puerto al caer la noche para iluminar las aguas del Abra del Nervión y atraer a las sardinas a las redes que los arrantzales echaban hasta el alba.
Pese a huir de la infiel distorsión de la nostalgia, Anabel Alonso aún recuerda el sabor del pan de puño, amasado y boleado, tapado con manta y paño y arropado varias veces por harina, “que merendaba con chocolate mientras jugaba en la calle a la goma, ¡me encantaba!, a la comba y a las canicas”. Una “infancia egebera”egebera que se cobró más de un capón monjil cuando desesperaba a Sor Luisa “porque me costaba aprender a dividir por dos cifras”. La zapatilla voladora de su ama también frenó más de una trastada. Con apenas 15 años, estrenó adolescencia descubriendo que “la vocación existe”. Como en las novelas de aquel 1970, delante de la mesa camilla, Anabel soltó aquello de “mamá, quiero ser actriz”. Pese al disgusto familiar, ni siquiera amortiguado porque la niña siempre hubiera apuntado maneras “imitando cuanto veía en la tele”, tuvo claro que no iba a renunciar a “la llamada del teatro”.
Rozalén: la cría que cantaba de espaldas para vencer su timidez
Abonando sus raíces, pero lejos ya de la ingenua algarabía infantil y del abrazo cálido de la abuela que hace un mes la dejó para siempre, María Ángeles Rozalén continúa dibujando estrofas en el aire para “incluir y no excluir”. Pero antes de componer para Raphael y para Amaia, antes de que Alejandro Sanz aliviase su Corazón Partío haciendo un dúo con ella, bastante antes de que Ana Belén, Estopa, Pablo Alborán y Sabina quisieran entonar a su lado que la querían, y también mucho antes de alcanzar con su primer videoclip más de un millón de visitas en Youtube en unas horas, la cría albaceteña de Letur cantaba de espaldas a la gente atenazada por una gran timidez. Eran tiempos de primera infancia educando el oído con las coplas y jotas manchegas que le cantaba Angelita, su madre, “la verdadera artista de la familia”. Tiempos de arranque del timbre agudo de la bandurria de una niña que jugaba con los gatos callejeros en su patio albaceteño mientras la flecha que inauguraba las primeras y únicas Olimpiadas en España nos creaba la prevista ilusión óptica de que caía encendiendo el pebetero. Años de gafas redondas de empollona y de fiestas escolares cantando folk, mientras soñaba con ser cantautora.
Baltasar Garzón: el magistrado que soñó con ser portero de fútbol
Que “hoy es siempre todavía” guía su vida. Por eso, pese a las encrucijadas del camino, Baltasar Garzón sigue impregnado “del olor a tierra mojada de las encinas de Sierra Mágina” que le llevan a una infancia “disfrutando de la libertad, de la ausencia de horarios y fronteras” y viendo partidos de fútbol en la jienense plaza de Torres, su pueblo. Aferrándose a aquel tiempo, intuyendo que aquello se iba a acabar, el juez más mediático pudo haber sido portero de fútbol, pero su padre y su rector desviaron su propósito para que cursara una carrera. Pudo ser psicólogo, pero acabó estudiando Derecho. Pudo ser superministro de Justicia, pero le nombraron secretario de estado para el Plan Nacional sobre Drogas. Pudo haber sido asesinado por tantos terroristas, corruptos y narcotraficantes, y en tantas ocasiones, que todavía evita sentarse de espaldas a una puerta y mira debajo de su coche antes de arrancar. También pudo haber muerto hace unos meses por culpa de una neumonía bilateral pero, pese a haber visto “la punta de la guadaña”, hoy celebra con sus nietos la vida porque el covid-19 tampoco ha podido con él.
Yolanda Díaz: la rapaza que siempre quiso defender a los desfavorecidosrapaza
Alejada del gran horizonte que siempre es el mar, “el lugar al que estoy deseando regresar”, la ministra de Trabajo Yolanda Díaz amplía su sonrisa, de oreja a oreja, hablando de su tierra y de los años que estrenaron su vida. Echando la vista atrás, viaja hasta el barrio de San Valentín, en Fene (A Coruña), a dos pasos del astillero de Navantia. Allí está el sitio de su corazón, el que le recuerda las canciones que le cantaba su madre, Carmela, que son “la banda sonora de mi vida”.
En aquel ambiente obrero abrió los ojos al mundo, al comunismo y al de la reivindicación sindical encabezada por su padre, secretario general de CCOO en Galicia, y de su tío, diputado del BNG en el Parlamento gallego. Por aquellas calles húmedas, de musgo en las piedras y olor a tierra mojada, con apenas cuatro años, recibió con extrañeza y cariño un beso en su mano izquierda del líder del partido en el que siempre ha militado, Santiago Carrillo. Desde entonces, soñó con estudiar leyes y convertirse en muller para defender los derechos laborales de pescadores y mariscadores, de maltratadas y desfavorecidos. Mientras, en aquella ría de Ferrol consumió su infancia jugando a la rayuela con sus dos hermanos mayores y sus amigas del colegio, con las que aún mantiene un estrecho contacto para mirar hacia adelante sin perder nunca de vista lo que dejó atrás.
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José Andrés: la precoz seducción por los fogones y por el baloncesto
Antes de que su nombre estuviera entre las cien personas más influyentes del planeta. Mucho antes de celebrar la derrota de Donald Trump en las urnas y de desarrollar una intensa actividad solidaria que le ha llevado a repartir veinte millones de comidas frente a la pandemia, José Andrés ya era un niño seducido por el calor de los fogones. Adicto al sabor “del buen queso de cabrales, el favorito de Marisa, mi madre”, con apenas seis años, el asturiano ya tenía “conciencia de la cocina” y soñaba con el regalo de festivos en la campiña “preparando paellas”.
Pese al tiempo transcurrido y a todo lo que su paladar ha saboreado, no olvida “el gusto de las cerezas que cogía de los árboles a principios de verano camino del colegio”. Tampoco tardes de driblings, de rebotes y canastas, de pachangas con los amigos “jugando al baloncesto”. De calles amables en las que la rebeldía de la brisa cantábrica se transformó en una más templada cuando la familia se trasladó a Barcelona. Entonces, aquel José Andrés crío se sintió atraído por la vista en el puerto catalán de un barco robusto, majestuoso, como los de las películas de piratas, “contemplando por primera vez el buque Juan Sebastián Elcano”. Fascinado por las aventuras que prometía el bergantín, se enroló como marinero de la Armada española. Surcando los mares descubrió “una gran desigualdad, hoteles lujosos junto a mucha pobreza”. Desde entonces no vacila ni ante las mayores catástrofes ni frente a quienes insisten en perpetuar el hambre y la desigualdad en el mundo.
También son héroes, pero sin aplausos. Luna, Nicolás, Marina, Álvaro, Carmen, Germán, Jose, Juan, Claudia, Martín, Isaac, Camila, Gilberto y cinco millones trescientos mil niños más de nuestro país que nos han dibujado arcoíris, han teleestudiado, han vivido confinados y a su corta edad se han convertido en maestros manejando con soltura una palabra que nosotros descubrimos siendo adultos: coronavirus. Críos a los que la pandemia ha robado ese tiempo incomparable que brindan los abuelos. También la libertad de salir a la calle sin restricciones ni nuevas precauciones. Pequeños héroes con el gran poder de despertar ternura y alegría contra el que no hay virus que valga. Como ellos, también los trescientos sesenta mil bebés que han abierto los ojos, este extraño 2020, a un mundo de mascarillas que les privan de recibir nuestras sonrisas.