Grandezas y miserias de la política
Tras la derrota electoral de finales de 1933, Manuel Azaña reapareció en una conferencia en Bilbao que fue editada bajo el titulo Grandezas y miserias de la política. Eligió la ocasión para desarrollar una idea que ya había señalado, aunque nunca con tanta profundidad: la coherencia entre el ideal político y el proyecto de España. Para ilustrar su mensaje puso varios ejemplos negativos de los muchos construidos en beneficio propio y de particulares. Un político no era sólo un líder o un estadista; era, por encima de todo, una persona sometida a un escrutinio constante. Su vida se reducía al instante en el que pasaba de la superioridad de la victoria a la inferioridad de la derrota. Grandezas y miserias marcaban el tablero del juego político para un Azaña que primaba las cualidades más que el carácter del político y que reivindicaba una facultad por encima de todas: la inteligencia. No existía responsabilidad pública sin vocación ni inteligencia. Este era el camino óptimo para una democracia de masas, como ya había defendido en La responsabilidad en las multitudes.
No tocaba aquel 21 de abril, sin embargo, un discurso teórico. Sabedor del momento decisivo en que se encontraba, Azaña se mostró públicamente contrario a los liderazgos privilegiados, amparados en la fuerza ciega de los grupos cerrados. La tragedia política española, tal y como la concebían muchos otros de su generación intelectual, se mostraba en el fracaso de los propios políticos para “elegir al más digno". Igual de tajante se mostró contra la radicalización del lenguaje. Apelar a las emociones, sin más, podía tornar el liderazgo en caudillaje. Justo en el momento en el que estaba en retroceso en toda Europa, defendió la democracia en España como “el único procedimiento para alumbrar las aguas vivas que corren sepultadas todavía en lo profundo del pueblo español”. La política tenía que abrirse a la participación, idea central que repitió con fuerza, aunque, poco a poco, la experiencia amarga de los dos años anteriores de gobierno se fue abriendo paso en su reflexión. La democracia no podía ser solo una superación del sistema de la Restauración, no bastaba con impedir su propia renovación. España no conseguía formar una clase dirigente, porque, históricamente, carecía de estructuras para ello, pero también porque, en ese proceso de formación, las aspiraciones de la sociedad quedaban fuera de la política partidista. Decir esto, en el momento en que estaba creando Izquierda Republicana, un espacio para ampliar la base del proyecto republicano, era una declaración de intenciones en toda regla. Tal vez por eso insistió en que su principal problema no era el adversario político, sino el sectarismo de sus propias formaciones, incapaces de reconocer ningún talento fuera de ellas o de sus propias filas.
La política tenía que abrirse a la participación, idea central que repitió con fuerza, aunque, poco a poco, la experiencia amarga de los dos años anteriores de gobierno se fue abriendo paso en su reflexión
Los problemas de España eran muchos y todos lastraban la participación política, como había señalado antes de las elecciones. En la asamblea de Acción Republicana, en octubre de 1933, ya había pedido terminar tajantemente con “la política convertida en oficio que degenera en rutina, que a su vez se convierte en una habilidad desalmada”.
Puede que hoy no nos sorprendan estas afirmaciones, pero, tal y como demostró hace años Santos Juliá, nadie en la tradición política española había hablado de esta manera, ni con tanta claridad hasta aquel momento. Llegaron después los grandes y multitudinarios mítines, en los que desgranó, una a una, sus medidas para favorecer la movilización política como base de la transformación del país. Propuestas prácticas centradas en la responsabilidad como eje de cambio y de modernización social, que iban mucho más allá de retomar las reformas del primer gobierno republicano. Eran, en muchos sentidos, su superación. Un programa que Azaña mostró en aquella conferencia de Bilbao, en la que reflejó una última cuestión que ha recorrido prácticamente toda la España contemporánea. Un sistema político democrático no puede sostenerse en beneficio de una formación sobre otra. Debe establecerse sobre una base coherente entre la política profesional y la propia sociedad. El vínculo debe ser, una vez más, la responsabilidad política. "Yo soy demócrata. Y no lo soy sólo en tanto que republicano, porque bien pudiéramos haber hecho una República menos expuesta a las incertidumbres del sistema, sino que soy demócrata para España porque creo que es el único procedimiento de sacar a España del decúbito supino en que desde hace siglos yace”.
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Gutmaro Gómez Bravo es es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y director del grupo de investigación de la guerra civil y el franquismo.