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Allende venció a Pinochet

Joan del Alcàzar

Se cumplen este lunes cincuenta años del golpe mediante el que una Junta Militar encabezada por el general Augusto Pinochet acabó con la democracia chilena e instauró una dictadura cruel que causó miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados. El presidente Salvador Allende, cercado por carros de combate en el palacio presidencial de La Moneda, bombardeado además por cazas de la Fuerza Aérea, prefirió quitarse la vida antes que caer en manos de los facciosos.

Allende y Pinochet han representado –y en buena medida siguen representando– dos polos opuestos como referentes políticos, tanto en Chile como más allá de sus fronteras: el civil portador de los más altos valores republicanos frente al militar tosco y brutal.

Desde aquel 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet ejerció el poder sin restricción alguna, y lo hizo hasta que la inesperada victoria del NO en el plebiscito de 1988 amputó su mandato de forma sorprendente.

Pese a ello, durante los años en que, tras verse obligado a abandonar la presidencia de Chile, continuó como Comandante en Jefe del Ejército, se mantuvo amenazante hasta que, fatalmente para él, viajó a Inglaterra en 1998. Allí murió (políticamente, se entiende), tras pasar más de quinientos días retenido por la policía británica a la espera de la resolución de sus tribulaciones judiciales para evitar ser extraditado a España.

Hoy, frente al Palacio de La Moneda en la capital chilena, una estatua afable de Salvador Allende preside la amplia y hermosa explanada. Jamás habrá sitio en ella para Augusto Pinochet Ugarte. Ya no quedan ni sus huesos, convertidos en cenizas por sus familiares para prevenir una hipotética profanación de la tumba.

Medio siglo después del ominoso golpe militar, Pinochet está universalmente condenado como responsable de una dictadura que violó los derechos humanos de forma dantesca, cuantitativa y cualitativamente

Los treinta y tres años que mediaron entre la muerte de Salvador Allende y la suya estuvieron marcados para Pinochet por el dramático final del líder socialista y su conversión en mito internacional de la ejemplaridad republicana. Mientras que Allende fue entronizado como un mártir de la democracia y un referente para los progresistas del mundo, Augusto Pinochet hubo de soportar el indeleble estigma de haber sido el máximo responsable de la muerte del prócer y de haber instaurado una dictadura larga y sangrienta en Chile.

Tras su muerte, sobre Allende se propagó una especie de leyenda dorada, mientras que el propio Pinochet se labró una imagen siempre negativa que el general reforzó tras sus gafas de pasta negra y su gesto permanentemente adusto. Es cierto que el dictador gozó de gran predicamento entre los suyos durante el tiempo que duró su vida política, por lo menos hasta 1998, pero después de la retención londinense se airearon trapos sucios económicos −suyos y de su familia− que perjudicaron extraordinariamente su figura.

La llamada leyenda dorada que entronizó al fallecido presidente Allende se extendió con rapidez y fortuna y pervivió en el tiempo. La tremenda e irresistible personalización del régimen militar convirtió en indiscutibles una serie de antinomias entre ambos personajes. La primera de ellas es la idiosincrasia de cada uno de ellos; uno, un general con marcado y severo perfil militar; el otro, un personaje político de naturaleza civil e ilustrada. Sobre esta base tomaron cuerpo sus rasgos más definitorios: la cobardía de un militar taimado y traidor, frente al valor y la coherencia de un presidente sin doblez.

No solo sus formas de acceder al poder fueron opuestas −golpe de Estado frente a elección democrática−, además también lo son las formas de ejercerlo: Pinochet lo hizo de manera dictatorial y sin piedad para con sus enemigos, mientras que Allende intentó desarrollar su ideal revolucionario a través de la democracia según era concebida en aquellos años desde la izquierda política. No en balde sus discursos representan dos polos opuestos de la comunicación: es la brillante oratoria del demócrata frente a la austeridad castrense del dictador; el discurso del tribuno culto e ilustrado frente a la arenga autoritaria y la limitación verbal.

Medio siglo después del ominoso golpe militar, Pinochet está universalmente condenado como responsable de una dictadura que violó los derechos humanos de forma dantesca, cuantitativa y cualitativamente.

En cuanto al doctor Allende, sigue encarnando una serie de virtudes entre las que figura la coherencia en el compromiso con sus partidarios, llegando hasta la asunción del martirio en defensa de sus principios. Puede aducirse que es una lectura biográfica incompleta y que omite los errores que se le pueden atribuir en la dirección de un proceso que tuvo demasiada confrontación interna en la coalición de gobierno, la Unidad Popular. Además, se debe añadir que Allende se propuso, pese a la entidad y la fuerza de sus enemigos y en plena Guerra Fría, que Chile sería como Cuba. Los soviéticos nunca pensaron en apoyarlo, y desde Washington hicieron de todo para evitar que fraguara lo que consideraban un inaceptable eje La Habana-Santiago.

No obstante, aun con esas valoraciones críticas, no cambiará la visión mayoritariamente positiva del hombre que, en su empeño por hacer de Chile un país más libre y justo, fue capaz de inmolarse en el Palacio de la Moneda en aquel lejano 11 de septiembre del año mil novecientos setenta y tres.

Aquel día se impuso el general, por la fuerza de las armas. Hoy, cincuenta años después, no cabe duda de quién es el ganador: Allende venció a Pinochet.

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Joan del Alcàzar es catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat de València.

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