Sergio Ramírez Luis García Montero
OPINIÓN
Israel-Palestina: la cuestión moral
El sueño de la razón produce monstruos. Antes de representar los desastres de la guerra en toda su abominación (Los Desastres de la Guerra, 1810-1815), el pintor y grabador español Francisco de Goya (1746-1828) tituló uno de los grabados de su serie Los caprichos de finales del siglo XVIII: El sueño de la razón produce monstruos. En él se muestra al pintor dormido mientras una bandada de pájaros nocturnos se arremolina sobre él, simbolizando la locura y la ignorancia que están llevando a la humanidad a su perdición.
Vivimos un momento similar de oscuridad y desconcierto. Como espectadores consternados, descubrimos el horror de la matanza de civiles israelíes en el ataque terrorista de Hamás, mientras seguimos la matanza de civiles palestinos en Gaza bajo las bombas del ejército israelí. Todas esas vidas humanas valen lo mismo, tienen el mismo precio y el mismo coste, y rechazamos esta escalada de terror en la que los crímenes de un bando justifican los crímenes del otro. Pero nos sentimos impotentes ante una catástrofe que parece irremediable, escrita de antemano por la cantidad de oportunidades perdidas durante tanto tiempo para detenerla (para constancia, aquí mis alarmas de 2009, 2010 y 2014).
Somos muy conscientes de que sólo hay una salida a esta emergencia: un alto el fuego inmediato bajo supervisión de Naciones Unidas para salvar a los rehenes de ambos bandos, lo que allanaría el camino a una solución política, cuya clave es el reconocimiento de un Estado palestino que a su vez haya reconocido al Estado de Israel. Pero aunque es posible que de un peligro inminente surja una salvación improbable, este resultado parece ser un deseo inútil en ausencia de una comunidad internacional fuerte y unida que la imponga. Sobre todo, por la falta de determinación por parte de los partidarios de Israel, en primer lugar Estados Unidos, para frenar un deseo de venganza que no hará sino acelerar la carrera hacia el abismo.
¿Cómo escapar entonces a un sentimiento de consternación, agravado por el desolador espectáculo del debate político y mediático francés? A mil kilómetros de su supuesta grandeza, la Francia oficial muestra su degradación racista, arrojando sospechas sobre nuestros compatriotas musulmanes y árabes, y su alineamiento imperialista, rompiendo con la antigua posición equilibrada de su diplomacia en Oriente Medio. La indiferencia ante la opresión y la intolerancia ante la disidencia son las señas de identidad de esta mediocridad, en la que las manifestaciones y expresiones pro-palestinas pagan el precio en un clima macartista que tristemente diferencia a nuestro país de otras democracias.
Entonces, ¿qué se puede hacer? Es importante llegar al fondo de la cuestión. Aquí, la responsabilidad del periodismo, combinando su deber profesional con su utilidad social, es atravesar esta oscuridad, ahuyentando las pasiones tristes y distanciándose de la ira ciega. Encontrar el camino, orientarse y conseguir no perderse son imperativos vitales, en tiempos de propaganda, que debemos servir ejerciendo nuestra profesión con tanto rigor como sensibilidad. Esto significa resistir al monstruo actual de la información 24 horas que opera sobre la amnesia, perdiendo el hilo de la historia, olvidando el pasado que la determina, borrando el contexto que la condiciona (véase nuestra entrevista en vídeo con Bertrand Badie sobre las palabras y la historia de los conflictos).
Pero no basta con informar. También hay que evitar la resignación que nos acecha, "esa adaptación a la catástrofe cuya vaga sensación adormece hoy cualquier deseo de acción". El historiador Patrick Boucheron acuñó esa frase en un reciente libelo en el que, siguiendo los pasos de Victor Hugo, persiste en querer "asombrar a la catástrofe por el poco miedo que nos da". Sacudiéndose este manto de polvo cuyo peso amenaza con paralizarnos, Le temps qui reste (El tiempo que queda) es una angustiosa invitación a no perder ese tiempo, negándonos a dejarnos atrapar en la trampa de la catástrofe, como animales atrapados por los faros, paralizados e inmovilizados por la conciencia del peligro.
Porque la costumbre, hecha de conformismo y seguidismo, es la mejor aliada del peor futuro. He aquí, pues, como luciérnagas que parpadean cuando anochece, algunos puntos de referencia para guiarnos frente al desorden del mundo y las locuras de la humanidad. Cuatro brújulas morales que también indican a qué nos negamos a acostumbrarnos.
1. Todo apoyo incondicional es ceguera. Sea cual sea el bando implicado. Cualquiera que sea la causa.
Ningún Estado, ninguna nación, ningún pueblo, y por tanto ningún ejército, ningún partido, ningún movimiento que se precie de serlo, puede ser apoyado incondicionalmente. Porque por encima de ellos existe una condición humana universal, de la que emana un derecho internacional sin fronteras. Si en 1948, año en que nació el Estado de Israel, se proclamó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, fue precisamente por esa razón: si no se les pone freno, los Estados, las naciones o los pueblos pueden volverse indiferentes a la humanidad y, en consecuencia, peligrosos y criminales.
La Declaración de 1948, aprobada en París por los cincuenta y ocho Estados entonces representados en la Asamblea General de las Naciones Unidas, es el resultado de esa clarividencia provocada por la catástrofe europea impulsada por el nacionalismo y el racismo, y que condujo al genocidio de los judíos europeos. Su redactor, el francés René Cassin, Premio Nobel de la Paz en 1968, luchó para que el título fuera "universal" en lugar de "internacional": una forma de significar que una ley superior, la de la comunidad humana, debía prevalecer sobre los Estados y las naciones que la reivindican. En otras palabras, era un recordatorio de que ningún Estado, ninguna nación, ningún pueblo debe eludir la exigencia de respetar la igualdad de derechos so pretexto de sus propios intereses.
"Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia y deben comportarse fraternalmente los unos con los otros", afirma el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Al igual que la Declaración francesa de 1789, la Declaración de 1948 esboza el horizonte de una promesa, aún incumplida e inacabada, en constante elaboración y trabajo frente a los resurgentes egoísmos de los Estados y el riesgo de que cedan a las ideologías de la desigualdad. Desde este punto de vista, no es insignificante añadir la dignidad, noción sensible, a los derechos, criterio jurídico, al igual que su posición primordial en el enunciado: no se trata sólo de respetar a los demás seres humanos, sino también de respetarse a sí mismo. En definitiva, de mantenerse digno, de saber defenderse y contenerse para no ceder nunca al odio al hombre.
Como un cheque en blanco a sus dirigentes y militares, la declaración de "apoyo incondicional" al Estado de Israel en su respuesta a Hamás da la espalda a esos valores universales. Es una extensión del desprecio por el derecho internacional que se invoca sin problemas ante la agresión rusa en Ucrania, pero que se niega a Palestina por el incumplimiento absoluto de las resoluciones de la ONU que condenan las anexiones y colonizaciones israelíes de territorios palestinos desde 1967.
2. El fin nunca puede justificar los medios. Sólo los medios utilizados determinan el fin buscado.
Desde hace setenta y cinco años, Palestina plantea al mundo una cuestión moral: la de los fines y los medios. La legitimidad de Israel no puede basarse en la negación de los derechos de los palestinos, hasta el punto de cometer repetidamente crímenes de guerra. Pero oponerse a la ocupación y la colonización no puede tolerar que se niegue la humanidad a los israelíes.
Al dar ese paso con las masacres y la toma de rehenes civiles, Hamás ha hecho algo más que dañar la causa a la que dice servir: la ha deshonrado. En la memoria judía de las persecuciones europeas contra las que se fundó el movimiento sionista a finales del siglo XIX, el terror desatado por Hamás contra los civiles israelíes no puede sino evocar los pogromos antisemitas.Las masacres cometidas en 1947-1948 por los elementos más extremistas del sionismo, para hacer huir a los palestinos, no puede servir en modo alguno de excusa.
La violencia ciega del opresor le desacredita, legitimando la resistencia violenta de los oprimidos. Hasta el inicio del proceso de paz en 1991, el movimiento nacional palestino, entonces bajo la dirección de Yasser Arafat y de Al-Fatah, que dominaba la Organización para la Liberación de Palestina, ilustraba esta regla eterna de las situaciones de injusticia en las que un pueblo pretende dominar a otro. Pero a través de sus debates internos, su pluralismo aceptado y su evolución asertiva hasta el reconocimiento del Estado de Israel, ha hecho suya la convicción de que la causa de liberación del oprimido exige una moral superior en la que su respuesta no ceda ante los crímenes de los que se acusa al opresor.
Hace cincuenta años, en 1973, el año de la Guerra del Yom Kippur que Hamás eligió como fecha de aniversario para su ataque contra Israel, un llamamiento colectivo de varios intelectuales notables (entre ellos Edgar Morin, Laurent Schwartz, Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet) recordaba estas "evidencias morales y políticas fundamentales": "No hay problema de fines y medios. Los medios son parte integrante del fin. En consecuencia, todo medio que no esté orientado hacia el fin buscado debe ser rechazado en nombre de la moral política más elemental. Si queremos cambiar el mundo, es también, y quizás en primer lugar, por una preocupación moral. [...] Si condenamos ciertos procedimientos políticos, no es sólo, o no siempre, porque sean ineficaces (pueden ser eficaces a corto plazo), sino porque son inmorales y degradantes, y porque comprometen la sociedad del futuro".
Esta advertencia se aplica evidentemente a ambos bandos. De 2023 a 2001, atreverse a comparar el 7 de octubre israelí con el 11-S estadounidense no sólo es ignorar la sufrida cuestión nacional palestina, con el pretexto de una guerra de civilización entre el bien occidental y el mal árabe, es sobre todo seguir ciego ante lo que vendrá después. El terrorismo siempre conduce a la política de lo peor, y los actuales desórdenes mundiales son el resultado de la respuesta americana, tan engañosa como criminal, destruyendo un país, Irak, que nada tenía que ver con el terrorismo, al tiempo que sembraba el descrédito universal mediante una violación generalizada de los derechos humanos, por la que Occidente sigue pagando las consecuencias. Lejos de destruir al adversario designado, ha dado lugar a otros, de Al Qaeda a Daech, aún más temibles.
3. Núcleo del conflicto israelo-palestino, la persistencia de la cuestión colonial vuele al mundo salvaje.
Apoyada por el movimiento sionista, que había logrado la creación de un hogar nacional judío en Palestina, la creación del Estado de Israel en 1948 fue aprobada por unanimidad por las potencias vencedoras del nazismo. La inmensa magnitud del crimen contra la humanidad, hasta el exterminio por genocidio, cometido contra los judíos de Europa, legitimaba el nuevo Estado. Había que reparar un mal abominable ofreciendo a los judíos de todo el mundo un refugio donde pudieran vivir en paz y seguridad, a salvo de las persecuciones.
Si hoy Israel es uno de los lugares del mundo donde los judíos viven angustiados con el sentimiento contrario, es porque la reparación del crimen europeo ha ido acompañada de la injusticia cometida contra los palestinos. Al hacerlo, Occidente –esa realidad política liderada por Estados Unidos– ha extendido hasta nuestros días el resorte pasado de la catástrofe europea: el colonialismo. Volviéndose contra Europa y sus pueblos, después de haber acompañado su proyección sobre el mundo, el colonialismo fue el argumento imperial del nazismo, con su habitual cortejo ideológico de civilizaciones e identidades superiores a las de los pueblos conquistados, subyugados o excluidos.
La colonización no civiliza, vuelve salvaje. El resentimiento alimentado por la humillación de las poblaciones desposeídas va acompañado de un encierro de los colonos en una postura de conquista, de indiferencia y de repliegue. La espiral, tan temible como infernal, ofrece un terreno de juego ideal para las identidades cerradas, donde la comunidad se convierte en tribu, la religión en lo absoluto y el origen en privilegio. Aceptar el hecho colonial significa, por tanto, avivar el fuego de una temible guerra de civilizaciones, ilustrada por la radicalización paralela de ambos bandos, con el supremacismo racista judío de la extrema derecha israelí haciéndose eco de la ideología islámica de Hamás y sus aliados, negando la diversidad de la sociedad palestina.
En su libro de 2011 Le Rescapé et l'Exilé (El superviviente y el exiliado), Elias Sanbar habla con el difunto Stéphane Hessel, que era diplomático en las Naciones Unidas cuando se creó el Estado judío de Palestina, recordando el origen de un conflicto que no dejará de agravarse al no hacerle frente: "Ciertamente no podemos reescribir la historia, pero es importante decir que este conflicto comenzó con una terrible injusticia cometida en Palestina para reparar otra, nacida en el horror de los campos nazis." Como participante activo en las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, Sanbar llegó a la conclusión de que la única solución reside en la igualdad de derechos. En la reciprocidad y el reconocimiento. La otra cara de la moneda al veneno de la competencia entre víctimas. Lo contrario de la miseria que es la condescendencia del vencedor.
“Debemos afirmar", decía entonces –y lo sigue pensando–, "que la competición en el registro de la desgracia es indecente, que la carrera por establecer el récord de muertos es literalmente obscena. Cada sufrimiento es único. El hecho de que los judíos fueran exterminados no resta valor al sufrimiento de los palestinos, del mismo modo que el hecho de que los palestinos hayan sufrido y sigan sufriendo no resta valor al horror experimentado por los judíos. Sobre todo, reconocer el sufrimiento ajeno nunca deslegitima el propio. Al contrario.”
4. La solución del desastre no puede confiarse a los responsables israelíes, indiferentes a la suerte de los palestinos.
El 8 de octubre de 2023, al día siguiente de que Hamás atacara Israel, el diario Haaretz, que salva el honor de la democracia israelí, publicaba un editorial en el que afirmaba que esta enésima guerra era "claramente atribuible a una persona: Benjamin Netanyahu", el primer ministro que "ha establecido un gobierno de anexión y desposesión" y "ha adoptado una política exterior que ignora descaradamente la existencia y los derechos de los palestinos".
La derecha y la extrema derecha israelíes han avivado las llamas que ahora pretenden extinguir con el exterminio militar de Hamás y la expulsión de los palestinos de Gaza. No fue un palestino quien asesinó a Isaac Rabin en 1995, paralizando fatalmente el proceso de paz, sino un terrorista ultranacionalista israelí. Es Israel quien, desde entonces, bajo el impulso de Benyamin Netanyahu, no ha cesado de jugar cínicamente con los islamistas de Hamás para dividir al campo palestino y debilitar su componente laico y pluralista.
A la luz de estos hechos, ampliamente documentados, en particular por el periodista Charles Enderlin, la polémica francesa sobre el requisito previo de clasificar a Hamás como organización terrorista –y no sólo por sus acciones, cuyo carácter criminal se ha subrayado– resulta un tanto surrealista. En 2008-2009, haciéndose eco de las estrategias israelíes, la presidencia de Nicolas Sarkozy no dudó en defender la necesidad de "hablar" con Hamás, cuyo líder fue incluso entrevistado por Le Figaro, invitando al jefe del Estado francés a "dar un impulso vital a la paz".
El colmo de la hipocresía es que Qatar, financiador probado de Hamás con la aquiescencia de Israel, es un socio económico, financiero, militar, diplomático, deportivo y cultural, y se encuentra muy a gusto con el establishment francés, al igual que su rival, los Emiratos. Sin embargo, es en Qatar donde Hamás tiene su representación exterior, con un estatus parecido al de una antena diplomática, digna de un Estado en ciernes.
Aunque algunas de las acciones de Hamás pueden calificarse de terroristas, sería una ceguera deliberada no tener en cuenta su otra realidad, la de un movimiento político con base social. El hecho de que su línea ideológica y sus prácticas autoritarias lo conviertan en adversario de una posible democracia palestina, que respetaría el pluralismo de las comunidades y la diversidad de opiniones, no le impide ser uno de los componentes, hoy dominante, del nacionalismo palestino.
La paz de mañana sólo se hará entre los enemigos de ayer. Y, sobre todo, sólo entre pueblos que no puedan equipararse a sus dirigentes. Esta mentira hipócrita sobre la realidad de Hamás y su utilización por el Estado de Israel subraya la ilusión hecha añicos el 7 de octubre. Israel y Estados Unidos pensaban que aparcaban la cuestión palestina apostando por los Estados árabes, sus intereses miopes y su oportunismo sin fisuras. Al hacerlo, se olvidaban de los pueblos que no se dejan engañar, están informados y se ayudan mutuamente. Son los grandes ausentes de esas maquinaciones diplomáticas, en las que se afirma que se hará su futuro por ellos, pero siempre acaban, un día u otro, frustrando los planes.
Cuando vemos a las multitudes de todo el mundo proclamar su solidaridad con Palestina, incluso en países árabes que han normalizado sus relaciones con Israel, ¿cómo no pensar en las líneas de nuestro colega Christophe Ayad que acompañan la exposición "Lo que Palestina aporta al mundo" en el Instituto del Mundo Árabe? “Palestina nos habla de lo mal que va el mundo", escribe. “La observamos, la escrutamos, la alentamos o la damos lecciones, pero es Palestina la que nos observa desde el futuro de nuestra humanidad. Palestina ya vive en un mundo alienado, vigilado, enjaulado, asilvestrado, neoliberalizado. Los palestinos saben lo que es ser un exiliado en su propia tierra. ¡Aprendamos de ellos!
Frente a las sombras que se extienden hoy, estas reflexiones pueden parecer optimistas. Sin embargo, la lección ya está ahí, la única lección que nos ayudará a evitar lo peor, es decir, esta guerra de monstruos que protagonizan Benyamin Netanyahu y Hamás: nunca habrá paz mediante el poder y la fuerza. Frente a los desafíos sin fronteras que nos acechan, el dogma del poder es un callejón sin salida, cuando la conciencia de la fragilidad es, por el contrario, una fuerza.
Caja negra
En 2021, en el marco de la colaboración de Mediapart con el festival Les Suds de Arles, hablé con Elias Sanbar bajo el título "Palestina en el corazón":
Video Palestina en el corazón
Traducción de Miguel López
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