Reforma fiscal y el virtuosismo parlamentario Pilar Velasco
Israel, la sinrazón del más fuerte
“La razón del más fuerte es siempre la mejor / Lo demostraremos enseguida” : así comienza Le Loup et l'Agneau (El lobo y el cordero), una fábula de La Fontaine que muestra la impotencia de la razón y sus argumentos lógicos frente a la violencia de la fuerza, impulsada por la venganza. “Me lo han dicho: tengo que vengarme”, dice el lobo antes de devorar al cordero “sin más”.
En 2003, el filósofo Jacques Derrida colocó estos versos de La Fontaine al comienzo de Voyous (Canallas), un libro que se proponía deconstruir la pasión ciega que se apoderó de los Estados Unidos de América tras los atentados del 11 de septiembre, percibidos como una amenaza vital. Una década después del final de la Unión Soviética, esta ceguera abrió un ciclo devastador en las relaciones internacionales posteriores a la Guerra Fría que no ha hecho más que empeorar, con el poder en manos de quienes se arrogan el derecho de suspender la ley.
“Rogue States” (Estados canallas): esos fueron los términos utilizados por Estados Unidos para descalificar a los Estados que tenía en el punto de mira, Irak en particular, en una huida hacia delante en la que la locura ideológica prevaleció sobre la razón política: Irak no tenía nada que ver con los atentados contra el World Trade Center.
“Los primeros y más violentos "Rogue States”, comentaba entonces Derrida, “son los que han ignorado y siguen violando el derecho internacional del que dicen ser los campeones, en cuyo nombre hablan, en cuyo nombre van a la guerra cada vez que lo dicten sus intereses”.
Una guerra contra la existencia misma de Palestina
Israel es hoy el más emblemático de esos Estados canallas. Sus dirigentes ni siquiera intentan salvar la apariencia de una humanidad común en nombre de la cual se impondrían derechos fundamentales a las naciones, sean cuales fueren. El país lucha contra “animales humanos”, declaró su ministro de Defensa, Yoav Gallant, anunciando al día siguiente del 7 de octubre una guerra sin piedad ni reglas, no contra Hamás sino contra el enclave de Gaza, sus civiles, sus hogares, sus zonas para vivir.
Israel libra una guerra contra Palestina, no sólo contra la existencia de un Estado con ese nombre, sino contra la supervivencia de la idea misma de su existencia, una guerra para destruir al pueblo que la encarna y ocupar la tierra que le da base
Desafiando toda verdad factual y todo rigor histórico, la equiparación de la cuestión de Palestina con el terrorismo de Hamás sirve como fin que justifica todos los medios. A pesar del bloqueo mediático impuesto por el ejército israelí a su guerra, el mundo entero es testigo de ella, hasta el punto de que faltan palabras ante tantos crímenes asumidos, reivindicados y trivializados, de los que El libro negro de Gaza ofrece un primer inventario. En efecto, Israel libra una guerra contra Palestina, no sólo contra la existencia de un Estado con ese nombre, sino contra la supervivencia de la idea misma de su existencia, una guerra para destruir al pueblo que la encarna y ocupar la tierra que le da base.
Si había alguna duda al respecto, lo confirma la intensificación de las operaciones militares en el norte de Gaza y en el sur de Líbano, e incluso más allá, en las que los civiles son las primeras víctimas, aunque Israel podría haber decidido suspender su ofensiva, jactándose de haber decapitado a Hamás y a su aliado regional, Hezbolá.
Pero sus dirigentes han optado por una guerra sin fin en la loca esperanza de aniquilar cualquier alteridad que pueda ir contra la identidad que reivindican para sí mismos, resumida sin ambages por el actual primer ministro tras la aprobación en 2018 de la ley sobre Israel como “Estado-nación del pueblo judío”: “Israel no es el Estado de todos sus conciudadanos. Es el Estado-nación solo de los judíos”.
Esa fantasía colonial de Israel como “villa en la jungla” (Ehud Barak, 2008) que tendrá que “defenderse para siempre de las fieras” (Benjamin Netanyahu, 2016) es una perdición. La razón del más fuerte, que garantiza la victoria militar, resulta ser una locura política, que promete la derrota existencial: el “suicidio colectivo”, como resume Rony Brauman al comienzo de El libro negro de Gaza. Porque esta ideología, que erige a Israel en avanzadilla de Occidente, no sólo frente a los pueblos que lo rodean sino, esencialmente, frente a la diversidad del mundo, da la mano a lo mismo que produjo el genocidio del que fueron víctimas los judíos de Europa.
La impunidad de la que goza el Estado de Israel es una invitación a la brutalidad general
Los orígenes no protegen de nada, y sólo el presente aporta pruebas. Racismo, supremacismo, apartheid, limpieza étnica, expulsión, exterminio, espacio vital, pureza de sangre, etc. Como ya ha documentado Sylvain Cypel en L'État d'Israël contre les Juifs (El Estado de Israel contra los judíos) la extrema derecha israelí, cuya participación en el gobierno garantiza la supervivencia política de Netanyahu, no le pone pegas a ninguna de las obsesiones asesinas que componen el glosario del fascismo. Es un giro siniestro y trágico de los acontecimientos en el que el Estado que deriva su legitimidad internacional de la conciencia de los crímenes contra la humanidad se convierte en el laboratorio contemporáneo del resurgimiento de las ideologías que le dieron origen. Entre ellas el antisemitismo, que prolifera inevitablemente tras todos los demás racismos, dado que es su núcleo moderno.
La catástrofe resultante va pues más allá del destino de los pueblos palestino e israelí. Ocurre a escala mundial: la impunidad de que goza el Estado de Israel, mientras desprecia los derechos humanos de toda una población y pisotea descaradamente el derecho internacional, es una invitación a la brutalidad general. En sus diversas formas y en todas las partes del mundo, tanto si ya están en el poder como si aspiran a él, las fuerzas autoritarias, identitarias, nacionalistas y xenófobas no ven ahí más que una incitación.
Lo que está en juego es nada menos que olvidar el esfuerzo que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial, cuando, sobre los escombros del fascismo y del nazismo, la comunidad internacional tomó conciencia de los enormes estragos causados por las jerarquías civilizatorias, por su odio a la igualdad y su sacralización de la identidad. Si no detenemos la criminal huida hacia delante de Benjamin Netanyahu, estaremos destruyendo la promesa democrática de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, apagando su luz emancipadora y sumiendo al mundo en la oscuridad.
Ya es muy tarde, pero mientras haya tiempo, hay que hacer todo lo posible para evitar este colapso. Habiendo convertido a Israel en un Estado canalla, sus actuales dirigentes deberían ser castigados por ese Occidente al que dicen pertenecer. En otras palabras, por la Unión Europea y los Estados Unidos. Es la única manera de obligarles: prohibirles diplomáticamente, boicotearles económicamente y dejar de dotarles militarmente. Pero mucho me temo que no será así, dado el delirio imperante en Bruselas, París, Berlín y Washington.
El resentimiento del mundo contra nuestras naciones, bien plagado ya de negros nubarrones, no hará sino aumentar. Y tendremos que afrontarlo con la sórdida vergüenza de no haber sido capaces de impedirlo, a pesar de haber asistido con los ojos bien abiertos a este camino hacia el abismo.
Caja negra
Faltan las palabras ante la catástrofe actual, sobre todo porque son incapaces de evitarla. De ahí la brevedad y solemnidad de esta reflexión. Uniéndome a la movilización general de Mediapart (ver aquí la última reflexión de nuestra presidenta, Carine Fouteau) esto es continuación de mis artículos anteriores sobre el conflicto israelo-palestino (que figuran en los anexos de este artículo) y del libro que acabo de publicar en ediciones La Découverte, Le Jardin et la jungle.
Traducción de Miguel López
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