Sergio Ramírez Luis García Montero
Los extremistas de parquet
Ha sido interesante leer los medios conservadores estos últimos días. Casi tanto como ver a Alberto Núñez Feijóo afirmar en Twitter, respecto al resultado de las legislativas francesas, que el centro político debía unirse para evitar que los extremistas dirigieran el futuro. Esto lo decía alguien que tiene pactos con Vox en cinco comunidades autónomas y en más de cien ayuntamientos, justo con ese partido que forma parte del mismo grupo de Le Pen en el Parlamento Europeo.
Está visto que cada cual, tras unas elecciones, vende la moto de lo ocurrido como mejor le viene, pero para todo hay límites y eso lo saben hasta los comerciantes de coches usados en Las Vegas. Feijóo olvida no sólo su propia política de pactos en España, también que en la campaña para las europeas acabó dándole carta de legitimidad a Meloni, sino algo esencial: ha sido precisamente el centro político, representado en Francia por Macron, uno de los mayores responsables del ascenso de los ultras.
Reagrupamiento Nacional, la extrema derecha francesa, ha obtenido más de diez millones de votos. Podemos pensar que en Francia existen diez millones de ultras, del estilo de los que han protagonizado unas escenas bastante gratificantes en las que, al ver las primeras proyecciones de resultados el pasado domingo, dejaban caer el monóculo al champán mientras mantenían una sonrisa impostada. Ya saben, la gente de clase alta guarda las formas pase lo que pase.
Esa exigua minoría de alto poder adquisitivo, en extremo reaccionaria y con mucha capacidad de influencia, no suma, ni de lejos, diez millones de votos. Hay, por contra, otros muchos ciudadanos, de una clase media desposeída y atemorizada, que junto con otras tantas personas de clase trabajadora, empobrecida y sin rumbo propio, componen el grueso del voto de extrema derecha. Uno que es, por desgracia, transversal.
Millones de personas han visto dañados elementos clave de sus vidas, precisamente por las políticas neoliberales que el centrista Macron ha impuesto sin diálogo y con arrogancia, pensando que estábamos aún en los cómodos años 90 y no en los años 20 de la rabia del siglo XXI. Claro que existe un aparato de las tormentas con el que los ultras siembran de miedo y bulos la vida cotidiana, pero también unas bases reales para el descontento.
Feijóo, sin saberlo, tiene razón. Los extremistas no pueden dirigir nuestro futuro. Ni aquellos extremistas que añoran el saludo romano, ni aquellos extremistas de parquet que imponen sus beneficios por encima de la dignidad de la mayoría
Ese descontento tiene raíces materiales, unas que nacen de las políticas austeritarias de la pasada década. Mucha gente vive peor de lo que vivieron sus padres, no tiene capacidad de organizar su futuro y, tras la crisis inflacionaria devenida tras la guerra de Ucrania, ha visto caer su poder adquisitivo más inmediato. Obviamente, meter un hachazo a las pensiones, encarecer el combustible o aplicar nuevos recortes, que es lo que hizo Macron, no ha ayudado a calmar ese malestar lo más mínimo.
Pero existe algo más allá de ese malestar material, cierto y constatable. Hay algo mucho más difícil de medir, y por tanto de arreglar, que se sitúa en el campo de los sentimientos. Una desazón de época en la que mucha gente convencional piensa que ya no pinta nada en la sociedad a la que pertenece. Un monumental enfado que se manifiesta en no sentirse representados en el orden político pero tampoco el cultural. Los más normales, en un sentido puramente estadístico, han dejado de ser el centro del país que cada día contribuyen a levantar.
Es trágico, con letras mayúsculas, que la respuesta que algunos de ellos hayan encontrado para expresar esa pesadumbre sea la de votar a los ultras. En primer lugar porque, en el ámbito material, la extrema derecha siempre va a aplicar un programa descaradamente favorable a los grandes propietarios. Pero en segundo porque, en el terreno de la representación, la respuesta que los ultras ofrecen es la de proporcionar unos falsos enclaves seguros basados siempre en culpabilizar a las minorías, no a quienes han apostado por esta sociedad injusta e impredecible.
Los ultras nunca van a morder la mano que les da de comer. Por eso insisten constantemente en hablar contra las élites o el globalismo, desde una ambigüedad calculada, desviando la atención hacia los funcionarios de Bruselas o algún millonario excéntrico como Soros, para así poder dejar a salvo al sistema financiero en el que muchos de los que les financian poseen notables intereses. El mecanismo no es nuevo. Hace cien años, nazis y fascistas utilizaron el antisemitismo de la misma manera.
Las herramientas son ya conocidas, bulos y conspiranoia impulsados por el abrumador poder de difusión digital. Pero lo que está poniendo en grave peligro a nuestras sociedades es la falta de alternativas. Como nadie es capaz de devolver a la política la capacidad de ordenar por encima del poder del dinero, todos los desajustes se vuelven en contra de la democracia. Los ultras no son más que el último recurso de los que quieren seguir manteniendo este injusto orden de cosas, sobre todo después de que su sistema quedara desnudo tras la Gran Recesión.
El 15 de septiembre de 2008 se desplomó Lehman Brothers, uno de los grandes bancos de inversión estadounidenses debido a la absurda y codiciosa especulación con los activos relacionados con la vivienda. Unas semanas después, el derechista Nicolás Sarkozy, entonces presidente de la República Francesa, afirmó que había que “refundar el capitalismo sobre bases éticas, le laissez faire, c'est fini”. Los diez millones de votos obtenidos por los ultras son el resultado de aquella declaración grandilocuente, hipócrita y, en gran medida, pendiente.
Hay, por contra, otra mucha gente que ha votado al Nuevo Frente Popular. Muchos de ellos, incluso, han votado al centro aun no siendo su opción para frenar a la extrema derecha. Son ciudadanos con los mismos problemas de índole material y representativa que se han expuesto en este artículo. Pero saben que los ultras no son la solución, sino que su llegada al poder agravaría todas estas dolencias. Aún confían en poder vivir en una sociedad más segura y equilibrada liberando a la democracia de las cadenas impuestas por el sistema financiero.
Feijóo, sin saberlo, tiene razón. Los extremistas no pueden dirigir nuestro futuro. Ni aquellos extremistas que añoran el saludo romano, ni aquellos extremistas de parquet que imponen sus beneficios por encima de la dignidad de la mayoría.
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