De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (I) Javier de Lucas
Club de ocio y tiempo libre
No recuerdo bien qué organismo público se alojaba en aquel magnífico edificio racionalista, que se encontraba algo perdido entre sinagogas, mezquitas y catedrales en una ciudad del sur. Sí que en sus jardines había un estanque rectangular de esos donde el agua está casi a ras del suelo. Algunas tardes, mientras paseaba, los vi navegando con sus barcos.
Era un grupo de unos diez o doce hombres, más cerca de la jubilación que del instituto, aficionados al modelismo naval. Veleros, yates de recreo, pesqueros y alguna fragata surcaban aquel estanque guiados mediante radiocontrol. Aquellas maquetas, perfectamente funcionales, eran una delicia, incluso algunas contaban con iluminación. Imitaban a los navíos reales con todo detalle.
Reconozco que, tocado por la soledad como estaba en aquel entonces, me hubiera gustado formar parte de aquella peculiar cofradía. Los he visto más veces, en otros parques de otras ciudades. Me asombra la dedicación que puede despertar una afición: horas montando, pintando y reparando las embarcaciones a escala. Cada uno se entretiene como quiere y, salvo que alguno de ellos perdiera el norte y se pensara un marinero de verdad, todo tiempo que resulta agradable es tiempo bien empleado.
He recordado a estos aficionados al modelismo a raíz de la migración de usuarios de X, la antigua Twitter, a Bluesky. Tras la victoria de Donald Trump en las presidenciales norteamericanas, millones de personas han abandonado la red que compró Elon Musk por 44000 millones de dólares en 2022. Desde entonces ha servido para propagar el odio y las mentiras de la extrema derecha por todo el mundo, también en España.
No sorprende que, comprobada la toxicidad de la red de Musk, millones de personas hayan buscado una alternativa. Lo reseñable es que unos cuantos han leído el auge de Bluesky como un acto de resistencia, reduciendo la izquierda, un poco más si cabe, a un club de ocio y tiempo libre. El problema no es que haya gente adulta a la que le guste jugar con barquitos, el problema es que alguno piense que eso convalida para obtener un título de navegación.
Esta fascinación por las herramientas tecnológicas no es nueva. Ya a principios del siglo se escribieron libros sobre el dramático cambio que el SMS supondría para convocar manifestaciones. Más tarde llegaron los foros y, después, los grupos de Facebook. Es cierto que cada nuevo espacio digital abría nuevas posibilidades, tanto que con cada nueva teorización se obviaba el valor de la ideología, las organizaciones estables y la militancia.
El tecnofetichismo nunca fue inocente. Aquellas opciones progresistas que ardían en deseos de arrinconar a la izquierda tradicional fueron quienes con más ahínco lo propagaron. La comunicación por encima del contenido, la participación informal por encima de la democracia reglada, el espontaneísmo sobre el trabajo paciente y cotidiano.
No es extraño, en aquellos años iconoclastas de lo nuevo contra lo viejo, que triunfara esta visión, sino que cuando sus apóstoles pillaron sitio, a partir de 2014, a todos se les olvidó la horizontalidad que, al parecer, nos iban a otorgar las redes sociales. De la acumulación de fuerzas pasamos a la acumulación de seguidores. De ahí, cuando bajó el soufflé de la indignación, a la irrelevancia social.
Hoy el triunfo profesional, la verdadera libertad creativa, no es obtener una gran respuesta en las redes, sino al margen de ellas
Utilizar las redes desde una óptica ideológica es perfectamente respetable. Informarse, expresarse y conocer otros puntos de vista es siempre positivo. El conflicto surge cuando reducimos la política a un mero ejercicio declarativo y pensamos que la transformación social equivale a tuitear con mucha insistencia. Nos quejamos de los partidos y los líderes políticos, pero preferimos las ocurrencias a los programas y las figuras con influencia a la acción colectiva.
Las redes sociales nunca han sido sociales, una plaza pública, sino un espacio privado creado por grandes corporaciones tecnológicas con la intención de utilizar los datos de los usuarios con intenciones comerciales. Ese fue el principio. Con esos datos se empezaron a analizar tendencias. De ahí se pasó a moldear la opinión pública alimentando los miedos con precisión de bisturí.
Vivimos en un mundo donde cada uno puede expresarse como desea, pero donde sólo se va a escuchar a aquellos que se expresen como marcan los propietarios de los algoritmos. No hay mejor censura que la que se percibe como libertad de elección. No hay colaboracionismo más efectivo que el que se presta voluntariamente a cambio de interacciones.
Es cierto que desde que Musk compró Twitter se ha vuelto un espacio atroz. Tanto como que antes de esa compra ya era un lugar hostil y destructivo para el entendimiento entre iguales. Los linchamientos, las campañas de desprestigio y el acoso, acciones que buscan la muerte pública, fueron previos a X y llevados a cabo sin complejos también en el espacio de la izquierda.
El público en esta etapa digital se ha malogrado hasta límites insospechados. Lo de menos es que se comenten los artículos sin leerlos. Ya siento decírselo, pero eso de que el cliente siempre lleva la razón casi nunca es cierto. Y lo que veo, semana a semana, con especial fuerza tras la pandemia, es que por encima de las ideas, la reflexión y los argumentos, lo que se busca es asentar los prejuicios al precio que sea.
La profesión de escribir declina porque ustedes, con redes sociales o sin ellas, prefieren los agitadores con subtítulos. La red social de Musk está sesgada hasta la náusea a favor de los ultras. Bluesky no es la manera de combatirla, sino de construir un cómodo salón con chimenea para estar todos muy de acuerdo mientras el mundo arde. Hagan con su tiempo lo que les plazca pero, repito, no piensen que en el siglo XX el mundo cambió mediante clubs de debate.
Soy de los que creo que es un error atribuir una capacidad omnímoda de manipulación a las maniobras digitales de la ultraderecha. En España, al fin y al cabo, tras varios años de ofensiva, no han conseguido sus objetivos. Importan otras muchas cosas, entre ellas la verdadera resistencia de las redes presenciales: partidos, sindicatos, asociaciones vecinales, centros sociales y, en general, cualquier grupo de afinidad medianamente cívico. Es el contacto con otros lo que retrasa el emponzoñamiento.
Ustedes que pueden respiren de pantallitas. Otros, los que trabajamos de una u otra manera en comunicación, estamos atados por la necesidad de difundir lo que hacemos mientras, queramos o no, damos de comer al monstruo. La contradicción no me quita el sueño. Sé que eliminar mis cuentas de las redes sociales equivaldría a pasar al ostracismo en menos de lo que tarda un fundido a negro. Hoy el triunfo profesional, la verdadera libertad creativa, no es obtener una gran respuesta en las redes, sino al margen de ellas.
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