La universidad y la tercera oleada de privatizaciones
Primero fue la privatización de la enseñanza, luego la de la sanidad y, ahora, las de la universidad y de la ciudad, las dos como activos financieros y la última como franquicia y escaparate turístico.
La gran ofensiva de las mayorías gobernantes de derecha y ultraderecha en las comunidades autónomas contra las universidades públicas, con la ayuda de alguna izquierda liberal, se ha caracterizado por comenzar con la asfixia de su financiación para luego terminar justificando la necesidad de abrir otras universidades, privadas, naturalmente. La historia de siempre.
Cuanto más hablamos en vano de meritocracia, más retrocedemos hacia el privilegio: en la educación, en la sanidad, incluso en la democracia y ahora en la universidad
El relato es siempre el mismo. Primero, desde las derechas, se hace una gran campaña de desinformación, en la cual los ecosistemas universitarios y educativos públicos sometidos a recortes son tratados como antiguallas, todo para justificar el desembarco privado, para luego abrir mercado al gran auge del negocio de la privatización de la enseñanza universitaria en España. Mientras tanto, la juventud empieza a sufrir las consecuencias de tan infame política, y se ve obligada a prescindir en no pocas ocasiones de los másteres y postgrados necesarios para completar su formación, porque no se dispone de presupuesto ni de una oferta pública suficiente. Un buen ejemplo de esto son los másteres de profesorado, habilitantes para entrar en el cuerpo de profesores, pues cada curso que pasa se constata que no hay plazas necesarias en la pública y los alumnos tienen que recurrir a las universidades privadas. Pues por aquí empezó todo.
Una infección que luego se extendió, en particular, por todo el sistema universitario español: la de la privatización de las aulas y la aparición de los campus privados, sean estos religiosos o laicos. Con todo lo que significa: una peor formación, sin prácticas acreditadas, escasez de profesores doctores, y por supuesto sin investigación ni transferencia de conocimiento ni por supuesto responsabilidad social alguna. En esta coyuntura, se entiende que el Gobierno se proponga, ojalá no sea demasiado tarde, incrementar y garantizar el cumplimiento efectivo de los requisitos mínimos para la creación de universidades dignas de tal nombre y reducir al máximo el daño que esta situación pudiera producir en la calidad de la formación y en el papel de ascensor social, tal y como está pasando en los estudios de medicina y enfermería, en los que la entrada en la mayoría de las facultades privadas se realiza sin tener en cuenta la nota de los estudiantes, con un profesorado contratado por horas o a tiempo parcial y unas prácticas realizadas en buena parte en detrimento de los recursos de la universidad y la sanidad pública.
Naturalmente, hemos visto cómo los autodenominados aguerridos defensores de la libertad (para beber cervezas) se han lanzado en tromba a erigirse en adalides de los derechos de los empresarios de la enseñanza privada o, mejor dicho, del mercado de la compraventa de títulos universitarios, y da vergüenza ajena ver los argumentos que han utilizado. Lo han hecho en una extraña coincidencia con Donald Trump, quien también está en plena ofensiva contra las universidades, en este caso con la excusa del antisemitismo y para poner coto a uno de los principios fundamentales de la universidad, la libertad académica: es por lo que, recientemente, el Gobierno de Estados Unidos anunció una reducción de 400 millones de dólares en la financiación federal a la Universidad de Columbia, que se había convertido en un símbolo de las protestas y del pensamiento crítico frente al genocidio del gobierno de Israel en Gaza. Y sigue: 2.200 millones de recorte a Harvard, etcétera.
Pero volvamos al principio: al llamado plan Bolonia que ha debilitado a la universidad pública, con la reducción de horas lectivas y la entrega de los másteres a las universidades privadas. Luego, en apenas veinte años, el número de las universidades privadas se ha multiplicado y ha llegado a igualar sino superar el de las públicas. Podemos concluir entonces que la próxima legislación para la creación de nuevas universidades, que debería coordinar la política universitaria del gobierno central con las comunidades autónomas y velar por la calidad del sistema, cuanto menos, porque hasta ahora ha sido poco exigente y ha estado mal planteada (y lo que es peor: la mayoría de las universidades privadas de la burbuja se han creado cautelarmente, incluso con informes técnicos en contra, porque dichos informes no han sido vinculantes).
Las universidades privadas rompen el principio de igualdad y la mayoría se han creado para rentabilizar la mercantilización del posgrado actual
Según los más reputados académicos, las funciones fundamentales de la universidad son la docencia y la investigación (además de la transferencia de conocimiento a la sociedad). El concepto de transferencia hace referencia a las relaciones de dependencia mutua que se desarrollan entre la universidad y la sociedad como resultado de sus interacciones, principalmente de innovación y de divulgación. Es evidente que la universidad pública española tiene problemas, alguno derivado de su actual déficit de financiación (la docencia y la investigación necesitan mayores inversiones para competir con las mejores universidades, para que todos los profesores puedan desarrollar ambas funciones de una manera digna) y, también, por tanto, problemas estructurales (para empezar, el presupuesto de España en I+D+i es de los más bajos de Europa). Pero ninguno de esos problemas es comparable a los vacíos que tienen las universidades privadas: en una mayoría de las 41 actuales no se puede decir ni siquiera que haya verdadera investigación y mucho menos transferencia de conocimiento. Por lo tanto, si esas son las funciones de una universidad digna de tal nombre, y estas no se cumplen ni de lejos, tan solo estamos hablando de meras academias con capacidad para la expedición de títulos, pero no de universidades. Además, y esto es fácil de entender: hay demasiadas. Otra gran parte de estas universidades privadas, sobre todo las llamadas on line, o no tiene alumnos de grado en número suficiente y/o solo tienen alumnos de másteres carísimos, que es donde está el negocio. Las universidades privadas rompen el principio de igualdad y la mayoría se han creado para rentabilizar la mercantilización del posgrado actual. De manera que, aunque en la universidad pública hay problemas que requieren de toda la atención, no podemos ignorar que la mayoría de las ofertas privadas están hechas de sombras, y el entramado que tiene su estructura es impenetrable.
Para terminar, volvemos a nuestra observación inicial: estamos ante un contramodelo de universidad, que carece de otro filtro que no sea el privilegio de una renta para pagar una matrícula que multiplica por diez la de la pública y con una rentabilidad obscena, superior a un treinta o cuarenta por ciento, para sus inversores. Mientras, estas universidades privadas de nueva creación tienen un profesorado por horas, a tiempo parcial y mal pagado, y carecen de prácticas y de investigación. En definitiva, la paradoja del desembarco actual de la universidad privada es que retrocedemos en la calidad de la universidad. Cuanto más hablamos en vano de meritocracia, más retrocedemos hacia el privilegio: en la educación, en la sanidad, incluso en la democracia y ahora en la universidad. Sin embargo, ha sido gracias a la educación y la universidad pública que se ha avanzado a lo largo de los siglos en el paso del oscurantismo a la sociedad de la ilustración, mediante la integración social, la formación, la investigación y la transferencia del conocimiento.
__________________________
Miguel Souto Bayarri, catedrático de la Universidad de Santiago de Compostela, y Gaspar Llamazares, ex coordinador general de Izquierda Unida, ambos son médicos.