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La última juerga

La última juerga

En 1956, en un informe elaborado por el censor Miguel Piernavieja se decía de A esmorga que era una “burda novela corta, en gallego, en la que se narran las aventuras y desventuras de tres borrachos. En lenguaje a menudo soez, se mezclan los diálogos de estos tristes personajes con escenas de burdel y recuerdos de aventuras”. Con este resumen, el miope policía del pensamiento zanjaba el primer intento de publicar la novela de Eduardo Blanco Amor (Ourense, 1897-Vigo, 1979), que a la postre fue considerada como una de las obras más innovadoras de la literatura gallega. Primero, por su forma, con una narración armada en forma de diálogo con un interlocutor ausente; y, después, por el fondo, que Manuel Rivas califica como vanguardia de los pobres (que no pobre vanguardia). Escritor republicano, homosexual, transgresor y amigo íntimo de Federico García Lorca, Blanco Amor la había escrito en el exilio bonaerense, en gallego, aderezada con la leyenda de que la narración creció como una planta en apenas tres fines de semana.

A esmorga, que se puede traducir por parranda o juerga, es una de esas palabras que al pasarlas al castellano pierde muchos de sus matices. “Esmorgantes explica mejor que es a esmorga: son estos personajes que son vividores y están siempre al límite”, explica el actor Antonio Durán 'Morris', que da vida a uno de ellos en la película homónima que tras sorprender en taquilla en Galicia se estrena este viernes, día 8, en Madrid y Barcelona. El filme, dirigido por Ignacio Vilar, recupera esta crónica de un día en la vida de tres esmorgantes que, a base de botellas de aguardiente y vino, van dejando por las calles de Auria (trasposición literaria de Ourense) un rastro de destrozos y promesas incumplidas hasta terminar en la destrucción total. Como una premonición, uno de los personajes sentencia: “De facer a esmorga, facela redonda”. Y es en esa frase donde se condensa la esencia de la vida del esmorgante, que vive tambaleándose entre el placer de la juerga y los estragos que siembran en su inconsciente transcurrir.

Situada en los años 50, la película de Vilar adapta al audiovisual el estilo de la novela, trágico, lluvioso y con una fotografía tenebrosa. La historia arranca con Cibrán (interpretado por Miguel de Lira) respondiendo a un juez que no interpela ni se ve, pero se siente como un algo omnipotente, con un: “No señor, no fue así como está en esos papeles que me leyeron”, y partir de este desafío va desgranando las sombras de su última juerga. “Lo más maravilloso es que existe la novela, existe la historia, porque este hombre dice no, porque le acaba de leer el relato sumarial un juez que es a la vez el poder, es Dios, es un ser supremo; y él es el ser humano solo y tiene la palabra. Podría haberse callado y no habría pasado nada, pero, de repente, empieza a hablar, nace la literatura y, encima, decide hablar para decir: 'No, no estoy de acuerdo'”, explica el escritor Manuel Rivas, autor del epílogo de la reedición de A esmorga que la editorial Mar Maior acaba de publicar.

Cibrán se sabe condenado de antemano, pero decide contar lo que no se vio, lo que sintieron él y sus compañeros de parranda, El Bocas (Karra Elajalde) y Milhomes (Morris), para que la valoración de la justicia no sea como la del censor Piernavieja: cargada de prejuicios, ajena a las circunstancias que condujeron a los protagonistas por esos vericuetos. “Ni del comienzo de las cosas, ni de lo que vino después, ni del remate de ellas, nadie sabe nada porque nadie vio nada, o si algo vieron no repararon; que una cosa es ver y otra reparar, sea dicho con la venía de usía”, continúa un Cibrán cuya valentía reside en estas palabras y no en su actitud, amilanada por el funesto desenlace de su esmorga y por los golpes de la Guardia Civil. 

Cine en lenguas cooficiales, una cuestión de empeño

La película de Vilar también tiene su leyenda. Desde que el 20 de noviembre del pasado año pusieran en circulación 18 copias acumula ya más de 60.000 espectadores en salas comerciales y otros 30.000 en auditorios y centros culturales de ciudades sin cine. Tras Los juegos del hambre, fue la película más vista por copia en España y la primera en lengua gallega de la que TVE compra los derechos. Candidata a los Goya al mejor guión adaptado, Vilar achaca el creciente protagonismo de las películas en otras lenguas (como Pa negre o Loreak) exclusivamente al empeño de los directores. Desde que en 1989 se hiciese el primer largometraje en gallego, Sempre Xonxa de Chano Piñeiro, con un equipo técnico y artístico que provenía en su mayoría de fuera de Galicia, se ha ido consolidando una industria propia. “Nos faltaba llenar las salas y que nuestro cine estuviera en las vallas, y ese era el objetivo de A esmorga”, remacha Vilar.

El equipo desplegó una campaña de publicidad inaudita (“sin complejos, a la americana”, dice De Lira) para una película de sus características: muchísima cartelería, ruedas de prensa en todas las ciudades de Galicia, streamings del equipo con centros educativos y culturales de la región… “Ignacio consiguió hacer una campaña de diseño nacional, pero a nivel de Galicia, y eso la gente lo agradeció mucho. Normalmente, cuando hacemos cine allí se están pensando más en fuera y residualmente haces una campañita en Galicia. La estrategia era que ese lanzamiento nos sirviera para estar hoy aquí y se va cumpliendo”, añade Morris.

Blanco Amor en una fotografía incluida en la publicación A ollada do desexo. Obra fotográfica 1933-1973 (Editorial Galaxia)

La novela A esmorga, igualmente,tiene su propia leyenda sobre las circunstancias en las que se hizo. Por un lado, porque Blanco Amor la escribió entre un vibrante panorama intelectual que mantenía vivo el espíritu de la República y la cultura gallega en el exilio. Hasta que los cincuenta llegó, con los pactos entre Franco y EEUU, un profundo desánimo. Después, porque tras el fracaso de publicarla en 1956, lo intentó en 1970, con un éxito agridulce: salió a la luz, pero con partes censuradas. La novela era heterodoxa porque daba voz a los parias: tres juerguistas que desfilan por varios prostíbulos, uno de ellos, un homosexual reprimido, y entre medias, un fetichista y una loca. “Tal vez sólo podría haberla escrito en el exilio, porque es una novela que va contra la casta en un doble sentido: la casta literaria gallega y española, y la castidad. Hoy en día podríamos decir que es una novela queer”, opina Rivas. Blanco Amor volvió del exilio en 1965, se ilusionó con la Transición, pero siempre fue un personaje que encajaba mal entre esa casta literaria, la poderosa, de la que habla Rivas, quien recuerda que la novela de Blanco Amor Los miedos se quedó a las puertas del premio Nadal en 1963 por ser demasiado “transgresora”.

Rivas hace una pausa, puede que pensando en el difícil acomodo que Blanco Amor encontró en la moral de la época: “No es una historia autobiográfica, pero quizás sólo la pudo escribir una persona que tuvo la vida de Blanco Amor”, y recuerda, de memoria, una frase del escritor: “Viví sin permiso, hice de mi vida aquello que me habían prohibido ser”.

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