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Tres consecuencias de la crisis griega

Sobre la crisis griega se ha escrito ya prácticamente todo lo que se puede decir y desde todos los ángulos posibles. El acuerdo alcanzado el 13 de julio se ha examinado línea por línea; todos los economistas han hecho oír sus opiniones, la mayoría de ellas bastante o muy críticas con las exigencias de los acreedores; los analistas del establishment se han cebado con la estrategia errática de Tsipras; y mucha gente ha expresado su malestar por la forma en la que se ha tratado al Gobierno griego.

Me gustaría señalar, yendo más allá del caso griego, tres consecuencias que ha tenido esta crisis.

La primera es que, por fin, se ha configurado un principio de esfera pública europea. Hasta ahora, los asuntos europeos eran de interés para altos funcionarios, grandes ejecutivos, políticos, grupos de interés, corresponsales en Bruselas y el conjunto de expertos, analistas, consultores y demás que se dedican a los asuntos europeos. El resto de la población mostraba más bien cierta despreocupación, incluso en momentos que se suponen álgidos como las campañas electorales al Parlamento Europeo.

Todo esto ha cambiado con la crisis griega. La situación ha sido tan dramática que por unos días una masa enorme de europeos hemos estado hablando, con bastante apasionamiento, de un asunto propio de la UE que nos atañe a todos (por lo menos en la eurozona). Hemos asistido a un debate muy intenso, celebrado simultáneamente en múltiples idiomas, que tardará tiempo en cerrarse. La prensa de cada país ha dedicado generoso espacio a este asunto y se han publicado decenas de artículos al respecto, criticando unos a la troika y al Eurogrupo, otros (los más) el comportamiento de Tsipras y Syriza, y los biempensantes en medio diciendo que todos han cometido errores. En general, se ha visto que hay al menos un doble conflicto: uno entre las ciudadanías de los países acreedores y los deudores y otro entre ciudadanos y élites europeas.

Bienvenido sea en cualquier caso este debate. Resulta crucial para que surja un instrumento de control de las decisiones que se toman en la UE. Es de justicia que uno de los pensadores que más tiempo llevaba reclamando la necesidad de una esfera pública de alcance europeo, Jürgen Habermas, se haya convertido durante la crisis en la conciencia crítica de Europa (y especialmente de Alemania).

Con la apertura de la esfera pública supranacional, son muchos los ciudadanos que han abierto los ojos sobre el funcionamiento de la UE. Aunque habrá que esperar a los datos del Eurobarómetro y otras encuestas para saber cuál ha sido el impacto final sobre la opinión pública, resulta evidente que se ha producido un cambio de tono, incluso entre gente que siempre había tenido convicciones europeístas graníticas pero que en esta ocasión ha hecho notar una irritación considerable con los mandatarios del Eurogrupo y de la troika. Son muchos quienes han considerado que se ha ido demasiado lejos con Grecia, sobre todo porque no está claro que la dureza de las condiciones impuestas, que supondrán un nuevo aumento de la pobreza, vaya a funcionar como sus promotores esperan. La imagen que han dado la troika y los líderes del Eurogrupo es la de unas élites que han perdido contacto con la realidad y son incapaces de reconocer que sus recetas no funcionan. Los errores, las provocaciones y las contradicciones del Gobierno de Tsipras, que ciertamente los ha habido, no pueden tapar la ceguera y dogmatismo de la otra parte.

La ceguera de las élites europeas

Son muchos, por lo demás, quienes piensan que se ha dado un salto cualitativo, que se han desfigurado los principios constitutivos de la integración europea: aunque estábamos acostumbrados a negociaciones agónicas a cara de perro, los miembros de la UE al menos se habían comportado como iguales. Con Grecia se ha perdido la inocencia. Se ha tratado a los griegos sin respeto democrático alguno, convirtiendo al país en una suerte de protectorado de la troika y el Eurogrupo.

Por último: el desenlace de la negociación con Grecia ha puesto de manifiesto con especial crudeza el poco peso que tienen los procedimientos democráticos en la resolución de los conflictos europeos. La actuación del Banco Central Europeo ahogando las finanzas griegas para forzar un corralito sin llegar a provocar el colapso bancario (véase este artículo imprescindible de Simon Wren-Lewis) es la mejor muestra de cómo se ha deteriorado el funcionamiento de la UE. Una institución sin legitimación popular ni sujeta a control democrático alguno ha sido el principal instrumento de coacción con el que conseguir que Tsipras y los suyos capitularan. Si los griegos no atendían a las exigencias de los acreedores, se les expulsaba de facto del euro cortando la financiación a los bancos.

Si bien el caso griego es extremo, refleja con gran exactitud lo que he llamado el fenómeno de la impotencia democrática: el sistema institucional de la unión monetaria impide que funcione correctamente el principio del autogobierno democrático, según el cual las decisiones colectivas deben tomarse en función de las preferencias ciudadanas. Los ejecutivos están gravemente limitados por un sistema de reglas e instituciones no representativas que les fuerzan a hacer ciertas políticas al margen de lo que quieran sus ciudadanos (excepto en casos, como el de Alemania, en los que las preferencias de la opinión pública están alineadas con dicho sistema institucional). Ha ocurrido en muchos países del área euro, si bien el efecto ha sido más visible en los países más dependientes, es decir, en España, Italia, Portugal y, sobre todo, Grecia. Que el recurso desesperado a la opinión pública por parte de Tsipras se considerara en las esferas de la UE una ofensa inaceptable, y que el resultado del referéndum solo haya servido para endurecer la postura de los acreedores, quienes para parar los pies a Tsipras han llegado a utilizar la amenaza de expulsión temporal del euro, revela que los pilares de la construcción europea están carcomidos.

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