Plaza Pública

Yo le creí

Alejandro Hernández

En realidad no tenía 90 años sino 89. Su padre retrasó su fecha de nacimiento para que accediera a un colegio elitista en la Cuba de los años 30. Pero da igual. Fidel ha muerto. Castro ha muerto. Admirado más que odiado, fue un líder capaz de gobernar su país durante 49 años (y otros 9 en la sombra) sin permitir el menor resquicio a sus adversarios. Hábil, extrovertido, brillante orador, pésimo economista, construyó un modelo de país que apoyaron  millones de cubanos, y se instaló en la negación cuando se hizo obvio que una Cuba totalitaria solo podría satisfacer a quienes abrazaban su ideario. Y desde 1991, ni siquiera a esos.

Llenó la isla de escuelas y hospitales, pero prohibió los partidos políticos, impuso un sindicato vertical para la clase trabajadora y eliminó la libertad de prensa. Incluso tomó prestada de Franco su Ley de Vagos y Maleantes, que aún se aplica en el código penal para condenar disidentes contra los que no encuentran cargos. Pero aparte de eso, era un seductor. Con mujeres y políticos, con filósofos y escritores. Y con Papas y senadores, y militares y presidentes. Se hizo amar por el tercer mundo, y puso al ejército cubano al servicio de sus causas. Desde Argelia hasta Siria, de Yemen a Etiopía, de Angola a Mozambique.  A lo largo de treinta años, medio millón de cubanos peleó en guerras que no eran suyas. Y algunas las ganó (Etiopía 1977, Angola 1991). Así obtuvo un respaldo moral que aún perdura en los movimientos de izquierda. Y ejerció de David frente a todos los imperios.

Yo le creí. Y de alguna forma le amé, como se ama a un líder máximo que inunda con sus fotos todo un país. No me importó arriesgar mi vida por sus ideales, que eran los de mi generación. Cuando Estados Unidos invadió Panamá en diciembre de 1989, yo servía como soldado en Angola, y me presenté en el estado mayor junto a otros cien de mi regimiento a pedir que nos enviaran a combatir a Panamá. Así éramos de  inconscientes. Y de ingenuos.

La muerte de Fidel Castro abre la puerta a un cambio lento en Cuba

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De regreso a Cuba, asistí a su último gran discurso, el que pronunció en La Habana el 26 de julio de 1990. Y volví a casa con los pelos de punta. Pero a partir de ahí ya todo fue a peor. El periodo especial evidenció las frustraciones de millones de cubanos y el fracaso de un modelo social lleno de exclusiones ideológicas. Sufrí la prohibición de pisar playas y hoteles reservadas solo a turistas. Y la angustia de vivir en un país sin futuro, que premia la adhesión política por encima del talento. Fidel no quiso escuchar, ni ver, ni cambiar. ¿Para qué? Cuba era suya, se encerró en una realidad inventada, apócrifa, que ha ido disecando los logros de la revolución hasta convertirla en una pantomima de sí misma, en una patética dictadura de tebeo que hace mucho eligió suicidarse en su propio orgullo. Ese es su legado. Un país que tuvo en sus manos construir una sociedad verdaderamente justa, pero eligió inmolarse por la ceguera de sus dirigentes. Por eso la muerte de Fidel ya no cambia nada. Solo cierra un capítulo triste que nació al calor de la épica, y muere como tragedia.

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Alejandro Hernández es escritor y guionista cubano. Reside en España desde el año 2000. Ha escrito 14 largometrajes. En 2014 obtuvo el Goya al mejor guión por 'Todas las Mujeres', junto a Mariano Barroso.

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