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La amenaza creciente del Estado Islámico se cierne sobre Pakistán
Hasta hace muy poco, las autoridades paquistaníes se negaban a admitir lo que parece una evidencia macabra. El Estado Islámico se afianza en el país. Ya no sólo está presente en los lejanos distritos tribales de Waziristán, Orakzai y Jáiber, en la frontera afgana: ha salido de las duras montañas del Hindú Kush para instalarse en muchas grandes ciudades paquistaníes. El terrible atentado del 16 de febrero, perpetrado contra el santuario sufí de La'l Shahbâz Qalanda, en la localidad de Sehwan Sharif (a 200 km de Karachi), por un kamikaze, provocó 90 muertos, entre ellos una veintena de niños, y alrededor de 300 heridos.
Este atentado pone de manifiesto que, en lo sucesivo, las fuerzas de seguridad deberán lidiar con una amenaza más seria que la que representan los innumerables grupos radicales diseminados por todo el país. Para poder avanzar en la galaxia islamista paquistaní, el Estado Islámico recurre a métodos ya utilizados en Irak: aprovechar los escombros de regiones enteras arrasadas por la guerra para implantarse localmente y apoyarse en las ruinas de partidos ya existentes para, acto seguido, desarrollarse.
En el santuario de La’l Shahbâz Qalandar, la pequeña campana que, cada mañana, a las tres y media, despierta al santuario, volvió a sonar horas después de la masacre. Y lo hizo por deseo del guardián del lugar, que quería demostrar con ello que no cedía frente al terror. Pero por más sangriento que fuese el atentado –que se produjo en un momento en que el santuario estaba atestado coincidiendo con una ceremonia de dhamaal (de danzas que conducen al éxtasis)–, cabe temer que, más allá de las declaraciones marciales de las autoridades, no va a desembocar en un establishment político, militar y de seguridad.
De ahí que numerosos analistas crean que el Pakistán del pluralismo está perdiendo la guerra contra el terror. “En un espacio que cada vez es menor para las minorías, un espacio donde se derrama sangre en las calles, los mercados, las escuelas, los lugares sagrados, desaparece una pluralidad que Pakistán había incorporado a su identidad, como esa diversidad y esa espiritualidad cuyas raíces tienen miles de años”, ha llegado a decir la escritora e investigadora Dania Ahmed. En sí mismo, no supone una sorpresa. Las élites ya habían reacciones con tibieza cuando ocurrió lo impensable, la masacre de diciembre de 2014, en la que 132 escolares (y 19 adultos), perdieron la vida en un colegio de Peshawar. ¿El motivo? Eran hijos de militares.
Al reivindicar el atentado, el EI pone de manifiesto que los santuarios sufíes –considerados heréticos por el wahabismo por rendir culto a los santos– figuraban entre sus objetivos minoritarios. Además, la región de Sindh es la tierra por excelencia del sufismo, por su proximidad a India. A diferencia de lo que ocurrió en otros países del mundo árabe-musulmán, el islam se expandió por la región de la mano de los santos sufíes y no gracias a las invasiones musulmanas y la yihad.
La’l Shahbâz Qalandar es uno de los lugares sagrados de esta corriente espiritual más odiado por mezclar en sus ceremonias a peregrinos de todas confesiones –sunitas, chiítas, cristianos, hindúes e incluso sijs y zoroastrianos, de todos los orígenes y castas. El mausoleo es el de un poeta místico del siglo XII, él mismo muy influido por el gran poeta persa Rumi. Y uno de los pocos santos que recibió el título de qalandar, reservado a las grandes figuras espirituales.
En noviembre, el Estado Islámico ya había reivindicado el ataque del santuario Shah Nourani, en el Baloutchistán (suroeste del país), que causó la muerte a 52 personas; en la misma provincia, días antes, 61 personas habían sido asesinadas en el ataque de una academia de Policía; en la misma ciudad, un ataque perpetrado en las urgencias de un hospital dejó 73 muertos, el 8 de agosto. Tras una relativa calma, a mediados de febrero, el terror volvía a hacerse palpable tras cuatro atentados claramente concertados.
Además de llevar a cabo una campaña de arrestos masivos de la que no se sabe nada, Islamabad ha respondido anunciando –tras el atentado contra el mausoleo– el cierre de su puesto fronterizo de Torkham con Afganistán. También ha convocado a diplomáticos afganos al cuartel general del estado mayor, en Rawalpindi, con el objetivo de entregarles la lista de los “76 terroristas más buscados” que han encontrado refugio en el país. Para el Ejército, siempre en busca de cabezas de turco, Afganistán tiene gran responsabilidad en estos últimos ataques. De ahí la advertencia realizada al Gobierno afgano para que iniciar “acciones inmediatas” en contra de los “76 terroristas” o para que los entregue a las autoridades pakistaníes, algo que Kabul es incapaz de hacer.
Regreso a los talibanes afganos
Hasta hace bien poco, era el Gobierno afgano quien le pedía al país vecino que pusiera fin a las acciones de los talibanes refugiados en su territorio. De hecho, ni Afganistán ni Pakistán tienen en la actualidad capacidad para acabar con las insurrecciones respectivas ni para impedirles que avancen sobre el terreno. Ni si quiera pueden prevenir la aparición de grupos cada vez más extremistas, como el actual Estado Islámico. Pero, para comprender el empeoramiento continuo de la situación, es necesario remontarse a los años 90.
Todo comenzó en 1994, cuando Islamabad trataba de imponer a los talibanes en el panorama afgano. El hombre que los fabrica es el ministro del Interior de Benazir Bhutto, el general Nassirullah Khan Babar. Temía que un gobierno antipaquistaní se impusiera en Kabul, aprovechando el caos provocado tras la retirada del Ejército soviético y con la guerra civil posterior al régimen del sátrapa rojo Nadjibullah, en abril de 1992.
Porque, para su desgracia, Pakistán o País de los puros es un Estado muy mal concebido por sus creadores. Al este, en el momento de la independencia en 1947, perdió Cachemira –que tendría que haber recuperado– y la situación en la frontera con India es tensa. Al sudoeste, Baloutchistán siempre se ha visto tentado por la independencia y la inseguridad sigue presente. Al noroeste, los pastunes, debido a la famosa línea Durand, trazada por los británicos en 1893, están separados entre Afganistán (alrededor de 15 millones) y Pakistán (unos 30 millones). Ahora bien, los militares pakistaníes temen la reunificación de esos pastunes, lo que supondría un golpe fatal para Pakistán.
Así las cosas, Islamabad mira con recelo cualquier gobierno de Kabul: ¿Reabrirá, o no, la cuestión pastún, como en los años 60 o 70? La creación de los talibanes responde a esta obsesión por la seguridad: son fundamentalistas próximos al Ejército y a los servicios de seguridad pakistaníes, que los han armado, financiado, entrenado e incluso dirigido. La estrategia paquistaní coincide con la del antiguo colonizador británico: controlar Afganistán a cualquier precio y someter a las regiones pastunes.
Eso sin contar con la aparición de Bin Laden y de Al Qaeda y la buena acogida que reciben de los talibanes. Esta alianza entre el régimen del mulá Omar y el saudí provocó la caída del primero durante la invasión norteamericana de 2001, posterior a los atentados del 11 de septiembre.
Desde la derrota de los talibanes, muchos de los cuales han encontrado refugio en las zonas tribales de Pakistán, al Ejército de Islamabad les gustaría volver a verlos en el poder en Kabul, más aún desde que India ha decidido implicarse cada vez más en Afganistán. India es el quinto socio comercial del país y en 2014 firmó con el Gobierno de Karzai un acuerdo estratégico de colaboración, lo que alimenta la obsesión pakistaní del cerco. Pero el azuzador pronto será azuzado con la aparición en la frontera afgano-pakistaní, en las siete famosas agencias tribales, talibanes paquistaníes, de hermanos de los talibanes afganos.
Un hombre de carisma indiscutible, Baitullah Mehsud, iba a federar en 2007 a una veintena de formaciones de obediencia wahabita en el Movimiento de los Talibanes Pakistaníes (Tehrik-e-Taliban Pakistan o TTP). El problema para Islamabad es que el TTP enseguida se revelará todavía más radical y más cercano a Al Qaeda que sus hermanos afganos. De ahí el concepto de que existen talibanes buenos y malos. Los buenos son los talibanes afganosbuenos, que tienen como misión cazar a los norteamericanos de Afganistán, restablecer “la profundidad estratégica” de Pakistán y un Gobierno propaquistaní en Kabul. Los malos son sus hermanos menores del otro lado de la frontera, en guerra contra el Gobierno.
La ruptura definitiva entre el TTP y el Gobierno pakistaní –con el general Pervez Musharraf entonces en el poder– se produjo con el asalto, en julio de 2007, por parte del Ejército de Lal Masjid, de la Mezquita Roja de Islamabad. Junto con la madrasa adyacente, es una academia de ideología guerrera wahabita ubicada en pleno centro de la ciudad. El asalto provocó más de cien muertos y una ola de represalias terroristas que causaron 3.650 muertos en seis meses, sin contar las operaciones militares.
Benazir Bhutto fue asesinada y, hasta en dos veces, se atacó el cuartel general central del Ejército. La operación conllevó la anexión al TTP de la mayoría de los grupos islamistas del Pendjab – Lashkar-e-Taiba, Lashkar-e-Jangvi, Sepah-e-Sahaba… –, la mayor parte de las cuales son manipulados por los servicios de inteligencia militares pakistaníes. Por su parte, el Ejército atacó las zonas tribales con éxito desigual cuando menos.
Pero el TTP pronto estalla debido a una guerra de sucesión. Después de la muerte de Baitullah Mehsud, en 2009, en 2013 de su sucesor Hakimullah Mehsud –ambos atacados con drones–, el nuevo jefe del movimiento Qazi Fazlullah quiere responder a las propuestas de negociaciones de paz del primer ministro Nawaz Sharif. Así fue como se escindió la franja más radical, que tomará el nombre de Jamaat ul-Ahrar (Sociedad para la Liberación o JuA) y que promoverá alianzas con los grupos radicales Pendjab, en particular Lashkar-e-Taiba (responsable del atentado de Bombay, en 2008).
En junio de 2014, una ofensiva militar contra dos regiones tribales –que hasta ahora se habían mantenido al margen–, el Waziristán del Norte y Jáiber, obligó a los grupos yihadistas a buscar refugio al otro lado de la frontera, en las zonas tribales afganas. El JuA, la franja más extrema del TTP, se atrincheró en un distrito de la provincia afgana de Nangarhar. En enero de 2015, juraba lealtad al califa de Mosul, Abou Baqr al-Baghdadi, con la ambición común de construir un califato mundial. Y se conviertió… en el Estado Islámico del Khorasán; incluso el portavoz del grupo tiene como nombre de guerra Al Korasani.
El Estado Islámico del Khorasán hace alusión a un territorio, que geógrafos árabes del siglo XI denominan Khorasán y que abarca Afganistán, el este de Irán y las orillas del Indo. Significa que le objetivo último del grupo es la liberación (la islamización) de las Indias. Por una razón que puede parecer desdeñable, pero que es fundamental: varios hadiz (estudiosos del Profeta) mantienen que el Apocalipsis llegará cuando concluya dicha islamización. “Todo esto parece irracional, pero es el imaginario que alimenta a los terroristas más radicalizados”, subraya Georges Lefeuvre, antropólogo y experto en la región.
En un documento de 30 páginas redactado en urdu y difundido en internet, el Estado Islámico del Khorasán anunció sus intenciones de atacar India de forman aún más violenta que el atentado de Bombay, con la esperanza de provocar una respuesta de Nueva Delhi –a ser posible nuclear– y, después, de Islamabad. Entonces, llegará el Apocalipsis permitiendo la purificación del mundo y el regreso al islam original. El atentado contra el santuario sufí, con mucha influencia de la cultura india, participa de esta búsqueda loca. Sin embargo, no hay evidencias palpables que prueben que las autoridades pakistaníes aplican el National Action Plan contra el terrorismo. Así era ya desde el atentado perpetrado en el colegio de Peshawar.
“Esto no ha provocado ningún shock en la sociedad, más allá de las condenas puntuales. No se ha cerrado ninguna madrasa, ni se ha prohibido ningún grupo radical”, afirma el profesor de Ciencias Políticas de Lahore, Mohammed Wassim. Nada ha cambiado. El Gobierno paquistaní, con el consentimiento del Ejército, incluso subvenciona la célebre escuela Dar ul-Ouloum Haqqaniya, considerada la fábrica de los jefes talibanesfábrica. Entre muchos otros, allí estudia el mulá Omar, lo mismo que Asim Umar, jefe de la rama del sudeste de Al Qaeda y los dos asesinos de Benazir Bhutto. Su director, el mulá Sami ul-Haq es conocido como “el padre de los talibanes” por sus partidarios. La Universidad de la yihad recibió en 2016… tres millones de dólares.
Ironías de la historia, los mayores enemigos del Estado Islámico son a día de hoy los talibanes afganos, que siguen más o menos bajo el control de Islamabad. Mejor posicionados que el Gobierno de Kabul, ampliamente superado, son ellos los que dirigen a día de hoy la guerra más encarnizada sobre el territorio afgano.
Traducción: Mariola Moreno
Rusia investiga si el líder de Estado Islámico murió en mayo en uno de sus ataques en Raqqa
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