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Los libros

El dolor como resistencia

Los habitados, de Pilar Bonnett.

Ramón Rozas

Los habitadosPiedad BonnettVisorMadrid2017Los habitados

 

Emerge la poesía de Piedad Bonnett de la noche como un grito que no espera su eco. Un bramido salido de una intimidad que se ahoga lentamente a través de una serie de poemas de tiempo y memoria, también de miedo y fragilidad, en definitiva, de resistencia ante una oscuridad que todo lo emboza hasta el ahogamiento, convirtiendo al lenguaje en un paño hosco que intenta amparar el dolor que surge de la pérdida.

El libro se titula Los habitados y viene de lograr XIX Premio de Poesía Generación del 27, siendo editado en la Colección Visor de Poesía. No es que el pozo de los versos sea demasiado profundo, apenas 50 páginas, pero su oscuridad asusta, envolviendo al lector a base de crujidos, orfandades y noches, pero también de “esperanzas en forma de piano que la vida hace desafinar”. Y es en ese desafinado en donde se sostiene el conjunto, en la imposibilidad de la luz, en la solidez del silencio que todo lo encoge pero que la poeta consigue materializar y moldear a través de la palabra. Palabras que, como desgarrones, prenden en cada verso para armarse como esa resistencia necesaria para sobrevivir, como el salvoconducto que mimetiza el duelo en firmeza, en aquello que se precisa para seguir habitando.

Porque habitar el dolor es también una forma de resistencia. El recuerdo como punzada permanente que nos hace sentir vivos frente a la ausencia convertida en el filo de un cuchillo. Piedad Bonnett, poeta colombiana, tanto desde su poesía como desde su narrativa, enarbola la práctica literaria como aliento para darle sentido al frontispicio que corona la página web en la que presenta su obra: “Lo oscuro pare luz y eso consuela”. Y eso está, en la búsqueda, en ese haz que aplaque el desasosiego, que haga de los gemidos en esa permanente noche un susurro que calmen a los demonios que jamás serán desterrados de uno mismo. Una búsqueda que deambula por todo este poemario intenso y lacerante, en el que toda esperanza queda cercenada por los comienzos y los finales que aquí se adhieren entre sí en una inesperada continuidad que hace de la cesura el borde de un abismo al que hemos sido condenados.

Cada texto te obliga a levantar la mirada, a posarla en tu entorno para calibrar cómo la poesía puede balizar desde el otro a tu yo. La poesía como tensiómetro para hablar de nosotros mismos, de nuestras ausencias, y de nuestras derrotas. Todo aquello que vamos perdiendo en el naufragio deriva en nuestro propio ser. Todo aquello que la memoria rescata se convierte en la madera que sujetar, y Piedad Bonnett si algo logra es que sus palabras sean como esos maderos que, de cuando en cuando, tras el desastre, surgen sobre la superficie para ser asidero, aunque quizás sólo lo sean durante unos instantes para, simplemente, prolongar la agonía, pero sí el tiempo suficiente para entender las disonancias de nuestra existencia, aquello que fractura nuestros ecosistemas modificados cada vez más en función de nuestras individualidades, pero que tras el peaje de la existencia se convierten en fractura.

No es sencillo acurrucarse entre estas líneas, pero sí que cuando se remata el poemario la sensación de superar un trance se vuelve reconfortante. Es cuando la poesía resplandece desde aquello que tiene de enseñanza, de tensar un valor que, como pocos lenguajes, adopta a la hora de sintetizar lo vivido para ser, en un futuro, placebo. Porque siempre habrá noches que nos ahoguen, experiencias insoportables frente a las que nos sintamos derrotados pero en las que al mismo tiempo una digna serenidad recompondrá nuestra figura para afrontar esa entereza que nos debemos como seres inteligentes, como seres capaces en la vida de hacer de la palabra habitación: “Y la vida es chirriante disonancia para los habitados”.

*Ramón Rozas es crítico literario.Ramón Rozas

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