Literatura
Libros por recomendación
“Dale un pez a un hombre, y comerá hoy. Enséñale a pescar y comerá el resto de su vida”, dice el proverbio, al menos en una de sus versiones.
Es un aforismo con solera, y tiene su equivalente editorial: “Mucho más importante que recomendar libros es fomentar el amor a la lectura”. La frase se atribuye a Burrhus Frederic Skinner, psicólogo, filósofo social, inventor y autor estadounidense, y nos viene al pelo para el asunto que queremos tratar.
Verán. Hace unos días, Bill Gates publicó en su blog la lista de los cinco libros que recomienda leer durante el próximo verano. Y los medios de comunicación (que en su día también prestaron mucha atención al frenesí lector de Mark Zuckerberg y a las lecturas que como consecuencia recomendó), proclamaron al mundo la buena nueva de su selección.
Los títulos elegidos no tienen más que ventajas: son divertidos y cortos, lo cual no impide que respondan a preguntas profundas sobre la visión del mundo. Los títulos: Leonardo da Vinci, de Walter Isaacson; Todo sucede por una razón y otras mentiras que he amado, de Kate Bowler; Lincoln en el Bardo, de George Saunders; Historia de origen: Una gran historia de todo, de David Christian, y Factfulness, de Hans Rosling.
La cuestión, supongo, es si Bill Gates es un buen prescriptor de libros para todos y cada uno de nosotros. Al fin y al cabo, si nos aventuramos en esas páginas será, básicamente, porque siendo Gates quien es le atribuimos una cierta autoridad (¿también en lo que a lecturas se refiere?) o, quizá, porque nos queremos parecer un poco a él…
Recomendación frente a intuición
Hace unos años, la Fundación Filba acogió una mesa de recomendaciones en la que el escritor y docente Juan Sklar se postuló para cambiar el paradigma: “Creo que hay que eliminar la metáfora ‘el mejor libro de la década’ y decir éste es el libro que a mí me gustó más, porque si no se empieza a instalar la idea de canon, la idea de que hay gustos que valen más que otros y así todos terminamos leyendo libros que no nos gustan y haciendo esfuerzo por terminar un libro que nos parece una mierda”.
En su opinión, al menos la entonces expresada, “se genera un problema muy grave cuando en el arte empezamos a desear desear, a querer que nos gusten libros que no nos gustan. ¡Cáguense en quienes recomiendan libros y guíense nada más por su propia intuición! Si el libro no les produce algo físico, ¡tírenlo por la ventana! Me tiene los huevos llenos la literatura que no me conmueve”.
Hablaba Sklar de un tipo de recomendación. Un tipo, digo, porque hay muchos, y muy adulterados.
“La forma más sofisticada y perversa de la recomendación consiste en el marketing y la publicidad ―escribió el periodista y escritor Cristian Vázquez―. La más tiránica, las lecturas obligatorias de las instituciones educativas. La más cómplice, la del amigo que te conoce bien y sabe qué y cuándo te gustará leer (y qué y cuándo no). La más ilusionada, los gustos de la persona de la que te has enamorado. La más involuntaria, la de quien se sienta al lado tuyo en el transporte público y lee algo con lo que no podés evitar engancharte. La más erudita, la del escritor que décadas o siglos atrás citó a otro y te hace remover cielo y tierra para dar con él. La más incierta, la de quienes no te conocen tanto y, pese a todo, en tu cumpleaños se animan a regalarte un libro. La más secreta, la que te grita en silencio la biblioteca de alguien que admirás. La más azarosa, la que te hace una biblioteca pública cuando vas en busca de un libro y, por el motivo menos pensado, te detenés en otro. La más íntima, esa que te hacés a vos mismo cuando comprás un libro sabiendo que no lo leerás de inmediato, que quizá tenga que esperarte años en un estante hasta que sientas que por fin, ahora sí, le ha llegado el momento.”
La más habitual, me atrevo a añadir, es la que responde a una invitación: “Me he quedado sin lectura, ¿qué más me propones?”; o: “¡Me encantó el libro que me recomendaste, ¿tienes otra sugerencia?”.
También es frecuente que sea fruto del entusiasmo expansivo: “Me he leído un libro estupendo, te gustará”.
En el primer caso, se supone que quien sugiere conoce los gustos de su interlocutor; en el segundo, que es un apasionado y disfruta compartiendo hallazgos.
La proliferación de la recomendación
Hay recomendadores profesionales. Los libreros, por ejemplo, como la que se esconde bajo el seudónimo Regina Exlibris quien, preguntada sobre cómo superar el pánico a no atinar con el libro adecuado, confesó que ella seguía tres reglas básicas: “empatía, más empatía y empatía hasta si se trata de un clásico”. Considera que, antes de verbalizar una opinión, toca “metamorfosearte en el destinatario y averiguar cuanto puedas sobre lo que en él se cuece de epidermis para adentro. Saber en qué momento emocional y existencial está el personajillo en cuestión y qué es lo último que ha leído, alguna historia que le haya impactado o qué tipo de cine ve…”.
El descrito es un caso frecuente: el librero al que piden orientación. A veces, esos profesionales rizan el rizo y se aprovechan de otros que tampoco son aficionados. Un ejemplo: la librería madrileña Tipos Infames “utiliza” a los escritores que se acercan a su local para pedirles un consejo que, a su vez, ellos trasladan a sus clientes.
Los medios de comunicación son también semillero de influencers. Así, El País tiene Librotea, un proyecto desarrollado bajo el lema: “Buscábamos algo mejor que un algoritmo para recomendarte libros y lo hemos encontrado: personas”. Incluso quien esto firma ha caído, en estas mismas páginas, en el vicio nefando de recomendar...
Me apresuro a añadir que no es una costumbre exclusivamente española.
El Chicago Tribune acoge en sus páginas a “The Biblioracle”, John Warner, quien desempeña esa tarea con la inestimable labor de los lectores. Lo hace como sigue: todas las semanas elige, de entre las aportaciones que recibe, los últimos cinco libros leídos por tres personas, y en base a eso lanza su recomendación. Algunos le han sugerido que cambie el método, y que pregunte a los lectores por sus libros favoritos… Un sistema que no le convence porque, dice, los gustos de sus interlocutores “quedan revelados cuando le dicen qué cinco libros han leído más recientemente”. Además, bromea, está haciendo un favor a quienes se animan a colaborar y a los que seleccionar cinco y sólo cinco favoritos pondría en un serio aprieto… “Como cualquier adivino, soy un farsante, pero eso no significa que sea un fraude. No hay nada de místico en mi trabajo, pero esto no significa que sea necesariamente fácil, o que cualquiera pueda hacerlo”.
Colega de Warner a este lado del Atlántico, Alex Johnson hace listas (que es una manera de recomendar libros) todas las semanas.
Warner atribuye la paternidad de la “listamanía”, tan expandida, al banquero y filántropo Sir John Lubbock (1834–1913), quien siendo director del Working Men’s College en Londres, dio un discurso donde hizo un inventario de 100 libros (ninguno de ellos escrito por un autor vivo). No era, explicó, la enumeración de los 100 mejores sino, “y es muy distinto, de esos que en su conjunto merece la pena leer”. El caso es que su propuesta fue publicada y se convirtió en un bestseller.
Ahora, cada miércoles, Alex Johnson ofrece a sus seguidores una selección de títulos, tipo libros que consolaron a los soldados en las trincheras o libros infantiles que los más pequeños deben leer… en opinión de los futbolistas de la primera división inglesa. Lo cual me recuerda una actividad que desarrolla el Athletic de Bilbao, y que implica a los propios jugadores: leer y compartir sus hallazgos para fomentar la lectura.
Todos los libros están en los libros
El fin de la clase media (editorial)
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Ando tarareando mientras escribo aquella canción, Todo está en los librosTodo está en los libros(letra de Jesús Munárriz, música de Luis Eduardo Aute) que sirvió de sintonía a un programa de Fernando Sánchez Dragó en TVE. Tan cierto es que hasta los libros que leemos están (recomendados) en los libros que leemos.
No es un trabalenguas, alguien lo definió como “efecto pop-up” y su virtud es que te obliga a leer esas obras mencionadas en el libro que estás leyendo, quizá porque aparecía citado en otro libro. Como si fueran cerezas, vas a por uno y sales con otros enganchados, irrenunciables.
De cualquier modo, y sin desanimar a los recomendadores de todo pelo, tan necesarios, me parece relevante terminar advirtiendo contra los efectos ilusorios de nuestra pasión por una obra, e incluso contra la seguridad que a veces albergamos de que conocemos los gustos de quienes esperan nuestro regalo, o nuestro consejo. Básicamente porque, como dijo Edmund Wilson, “nunca dos personas leyeron el mismo libro”. Ni siquiera cuando una se lo recomendó a la otra.